por Victoria Beltrán
—¡Te odio! Eres lo peor que me pudo haber pasado, verdaderamente te odio.
Rocío escuchó con inusitada calma a su desaforada hija, inclusive el tío Nicolás, que conocía tan bien la serenidad de la madre, esta vez la vio con el rabillo del ojo y es que, la rabieta de Paulina, era demasiado. La madre se encogió de hombros con un dejo de sonrisa en el rostro.
—¿Qué fregados sabes tú de odiar?
Y los ojos de Rocío perdidos entre las cortinas que filtraban una suave luz que daba un aspecto de tramposo bienestar a la estancia, escudriñaban ayeres. Rocío, felizmente divorciada, profesionista, guapa, autosuficiente; algo lacónica a la hora de los desayunos con las mamás de los colegios privados donde Paulina estudiaba.
Paulina le atribuía amantes y una excitante colección de aventuras que sólo existía en la imaginación de la deslumbrada hija. Lo cierto es que Rocío llevaba una vida sosegada, entre el trabajo y su casa, no, no tanto la casa, sino su hija a quien amaba con una pasión que a la misma Paulina extrañaba viniendo de una persona tan atemperada. El único amigo que se le conocía a Rocío era Nicolás, un simpatiquísimo hombre de la misma rodada que ella, quien permanecía en silla de ruedas. Rocío y Nicolás pasaban veladas de música, charlas sobre libros, series y películas, mucha política internacional, comidas, vinos y fiambres. Pero si bien la joven los podía encontrar a la mañana siguiente de un maratón de cine dormidos acurrucados la una con el otro, la verdad es que, inclusive para una inexperta como Paulina, la relación entre los dos no era erótica.
La hija sabía que eran amigos desde la universidad, desde antes que Rocío conociera a su padre y, remotamente, que habían vivido muchas cosas juntos. Pero cuando se trataba de las vivencias compartidas, los dos caían en vaguedades, y con esa particularidad de los buenos amigos que sin hablarse se ponen de acuerdo construían pozos impenetrables para Paulina.
— Paulina, no irás a esa marcha ni a ninguna otra.
— Pero mamá, es una causa justa.
—Siempre lo es… ¡Qué no!
La joven extendió brazos y cuerpo sobre la mesa, haciendo un abanico tiró todo lo que sobre ella había.
—¡Iré aunque tenga que destruir la casa para hacerlo!
La madre enmudeció, vio distante la vajilla hecha pedazos y con más tristeza una planta que había rodado. Al encarar en silencio a su hija, ésta se encontró con una mirada inhumana, en cuya profundidad brillaba algo como… ¿respeto?
—Hija, Rocío, miren hablemos. -Intervino Nicolás tomando suavemente a Paulina del brazo, la chica se deshizo de él, mientras la madre la seguía bañando con esa mirada extraña, sopesándola.
—Rocío, ‘orita levantamos esto y…
—Eso lo limpia ella —Paulina se estremeció al escuchar una voz que no era la de su madre. Desde niña la perseguían unos sueños recurrentes que le advertían que otra mujer diferente de Rocío la había concebido y la devolvían con aquélla, esa mujer tenía el timbre que acababa de escuchar.
—Rocío, compórtate como adulta…
—Yo no negocio, Nicolás —y la mirada que le dirigió a su tío asustó a Paulina; él, en cambio, se veía muy familiarizado con eso que serpenteaba en Rocío, transformándola. Pero Paulina, como buena adolescente, tenía mucha rabia en su equipaje, así que aprovechó el descuido de los adultos, levantó su mochilita y enfiló a la puerta.
—Vas a salir, ¿así? —el tono dolorosamente burlón de la madre hizo a la chica darse la vuelta, sin entender.
—Con esos zapatitos flats —Rocío, recargada en la mesa con los brazos cruzados, apuntó a los pies de Paulina y su ironía le ardió a la chica.
—¿Conoces el trazo de la marcha? —Paulina volteó a ver a su tío Nicolás pidiéndole ayuda, él tradujo amablemente.
—Sí sabes m’ija, las avenidas por donde pasarán.
—Ay, mamá, eso lo resuelve el GPS —respondió ella con ligereza.
—Estúpida —carraspeó el tío y Paulina lo vio asombrada, porque a él, siempre tan amoroso, no lo hubiese creído capaz de dirigirse a ella así; volteó a ver a su madre en espera de una señal de desaprobación a Nicolás, misma que nunca llegó. Por el contrario, Rocío la vio duramente y le dijo:
—Sí, niñita idiota, cortarán la señal —y ahí Paulina lo perdió, se olvidó incluso de salir de la casa y les gritó:
—¡Este país se fue a la mierda y ustedes lo dejaron! ¡Nunca hicieron nada! —Rocío y Nicolás intercambiaron unas satisfechas miradas entre los dos y decreció la tensión por parte de ellos. —¡¿Sabes qué eres, mamá?! —Rocío, muy controlada de nuevo, la retó con el mentón a continuar. —Una… una… una señora de centros comerciales y gym y yoga…
Los adultos volvieron a verse, esta vez casi divertidos.
—Estás siendo injusta. Rocío nunca ha sido una persona banal y ha trabajado mucho por ti.
—Y tú eres un parásito. ¿De qué sirve tu sufrimiento si no te hace solidario?
—No vuelvas a hablarle así a tu tío. Baja el tono de voz. Con esos zapatitos no te vas a poder proteger cuando…
—¿Cuándo qué mamá? —la desafió la hija.
—Cuando te pateen en el suelo, Pau.
—Ni sirven para remover alambradas de púas —precisó Nicolás. Paulina se les quedó viendo con la boca abierta.
—¿De qué hablan? —y la chica se apaciguó, pero no era una tranquilidad agradable. La envolvía la paz del arrogante cuando se dispone a pontificar— Ustedes no entienden nada. ¿Qué creen que voy a hacer? —Rocío respingó dispuesta a responder, pero Nicolás la contuvo e invitó a la joven.
—Vale, Pau, explícanos —la madre se sentó con las manos sobre las rodillas, y parecía una fiera enrollada preparándose para atacar a su captor.
—Pueees, la marcha termina en las oficinas, donde habrá un acto político-cultural.
—Poemitas y cancioncitas —siseó con desprecio Rocío.
—¿Dónde estarán colocados los ejecutantes, Pau?
—No sé bien, tío.
—Primera cosa coherente que dices —sentenció Rocío con una sonrisa sacudiendo sus comisuras.
—Creo que del lado de las fuentes.
Nicolás dirigió una mirada derrotada a Rocío, como preguntando: ¿le dices tú o le digo yo? Rocío retomó calmadamente la palabra.
—¿Te das cuenta, Pau, de que con esa disposición tapan la única salida y quedan de espaldas al único acceso libre? —la respuesta fue el rostro liso de su hija. Rocío se dirigió a Nicolás ignorando a Paulina.
—¿Qué sabe ella de los sufrimientos de la humanidad? ¿Qué entiende de la solidaridad?
—Lo mismo que sabemos a su edad, lo que sabíamos tú y yo.
—O sea, nada.
—Por eso…
—El costo fue alto…
—Quedarse en casita a las faldas de tu mami es quizá un precio peor…
Paulina odió descubrir que para su madre y su tío ella era vacía y transparente. Rocío se quedó cavilando. Paulina odió la capacidad que ellos tenían de comunicarse con frases sueltas y sobreentendidos. En otras ocasiones era divertido, pero en ésta era como que hablaban un idioma pensado para que ella quedara fuera de la conversación, y cómo hervía la chica.
—Hija, si llegan los granaderos o el ejército…
—Mami, lo tenemos todo resuelto —Rocío enarcó una de sus delineadas cejas— si llegan los policías los rodearemos en brigadas de amor, leyéndoles poemas y besándolos. Ellos también son seres humanos sensibles y, así, será nuestra revolución.
—¿Con besitos y apapachos? —gritó escandalizado Nicolás.
—Las mamás de Isa y de Vale dicen que somos una generación súper consciente que cambiará el mundo con el amor…
—Vale verga lo que ellas crean —Paulina vio estupefacta a Rocío, con ganas de preguntarle: ¿dónde aprendiste a hablar así, ma’?
—¿Isabel y Valeria van a la movilización?
—No, mamá, tienen práctica de gimnasia.
—No me digas. Así que sus mamis encarecen el alto nivel de concientización ajena, mientras muy prudentemente desmarcan a sus hijas.
—Pero, mamá, el cambio no va a ser como tú crees o temes, con las redes sociales, como dice la mamá de Vale, ahora los jóvenes tenemos tantas herramientas…
—No será como tomarte una de tus idiotas selfies —la interrumpió Rocío categóricamente.
—¡¿Tú qué sabes de eso, mamá?! —. La madre la vio sin ver. —¡No hay ni una puta fotografía de ti joven, creo que ni siquiera se había inventado la fotografía cuando ustedes dos iban a la universidad!
Paulina gritó sin pensar, la madre se blanqueó de ira, Nicolás, la persona que conocía tan bien esa capa de Rocío que ahora asomaba por resquicios la tomó por el hombro, deteniéndola. La reacción de los mayores dejó a Paulina boquiabierta; lo dicho al calor de la rabia que sentía estaba muy lejos de ser algo tan ofensivo. De hecho, en el transcurso de esa discusión dijo cosas más insultantes que Rocío había tomado con paciencia.
Su madre había enloquecido, no había otra explicación se dijo Pau cuando la tomó del brazo, lastimándola, y a jalones, con una violencia que le resultaba extraña, la hizo subir a su habitación. El mismo tío Nicolás las siguió dolorosamente en su silla, y al quedarse al pie de la escalera, suplicó con los ojos por la integridad física de Paulina. Rocío se siguió de largo y desde el marco de la puerta la aventó dentro de su cuarto haciéndola caer golpeándose con la cabecera. Rocío encerró a la niña con llave.
—¡No irás!
Al recobrarse, Paulina, se quedó gimoteando sobre su cama, con una creciente sensación de orfandad.
La mañana siguiente, lo primero que hizo Paulina al despertar fue comprobar si la puerta estaba abierta: lo estaba. La chica se bañó, se vistió y se lavó los dientes y, temerosa, bajó a desayunar. Rocío ya se encontraba en la cocina, respondiendo llamadas telefónicas y revisando titulares, disponiendo eficientemente del desayuno que diariamente preparaba para la joven y la señora de la limpieza. Rocío, la misma Rocío de siempre, amable, de buen humor… Paulina, un tanto con la cola entre las patas, comió su cereal, se tomó todo el licuado sin sugerir ningún Patria o muerte y subió al auto acongojada. Cuando Paulina vio los labios de su madre estremecerse delicadamente como preludio de que iba a hablar, la chica apartó la vista hacia la ventana tomando una actitud desafiante. Esperaba el sermón y aunque sentía temor no se iba a rendir mullidamente.
—Leí que descubrieron una nueva especie de dinosaurio.
—Qué interesante, mamá —la voz de Paulina salió irreflexivamente como buscando congraciarse, lo cierto es que no entendía nada, como si después del estallido de furia de la tarde anterior, su madre simplemente hubiese sido intercambiada.
—Es del cretácico o del jurásico, no recuerdo bien, pero fíjate, Pau, que el esqueleto está muy completo… —y Rocío siguió perorando acerca de sus aficiones paleontológicas, otra novedad para su hija. Más adelante, para nueva incomodidad de Paulina, su mamá viró la conversación.
—Estaba pensando en hacerme rayitos —Rocío vio su reflejo en el retrovisor mientras levantaba un mechón de cabello. Todos ademanes inusuales en ella.
A Paulina le constaba que su madre iba al salón, pero no registraba que hiciera de ello un tema. Era como un ingrato deber que asumía con desganada resignación, o quizá con algo que se parecía a la vergüenza… o la culpa.
—¿Sabías que me hubiera gustado ser antropóloga física? Cuando tenía tu edad pensé en…
—No, mamá, nunca me platicaste —respondió Paulina mientras bajaba del auto, colgándose la mochila; se despidió de Rocío sin atreverse a verla a los ojos.
Y el día transcurrió normalmente, sea lo que eso signifique. El día siguiente del siguiente era sábado, día en el que las mañanas manaban suavemente en la casa de Paulina, a diferencia de los demás que eran como un navegar zozobrante por los rápidos. Con la salvedad de que la joven tuviese ensayo o entrenamiento del colegio, se levantaba tarde. Cuando Paulina salió de su cuarto encontró un collage pegado en la pared frente a su puerta. El armónico mosaico estaba compuesto por recortes de periódicos, descoloridas fotografías impresas, ¡algunas de cámaras instantáneas!, amarillentos periódicos pasados por el tiempo. En las imágenes aparecía su madre junto con el tío Nicolás, toda una vida más jóvenes pero reconocibles gracias a sus desafiantes mentones. En marchas, cargando mantas o pancartas, otras en lo que parecían corredores universitarios pintando consignas en las paredes con brocha y cubeta, gritando con las manos como altavoz, en salas de detención. Entre los textos había furibundos artículos firmados en coautoría por los dos. Al centro se encontraban varias notas periodísticas que daban cuenta de un enfrentamiento en el que le habían disparado a un joven, las autoridades informaban que únicamente se habían usado balas de goma; una tal Rocío hacía reiteradas declaraciones de que el gobierno mentía: el compañero Nicolás había sido alcanzado por balas reales y, más adelante, informaba a la opinión pública que derivado de las heridas recibidas, él no caminaría de nuevo y que ella no negociaba la verdad; las autoridades descalificaban a los estudiantes y hasta el último recorte repetían que la actuación de las fuerzas policiales había sido apegada a derecho, que la bala salió de los vecinos, de las filas de los estudiantes, de Saturno. Los ojos de Paulina se llenaron de lágrimas ante la apergaminada carcasa de un fuego apagado.
Rocío se encontraba en el comedor. Entretenida y tarareando alegremente mientras preparaba el desayuno.
—Mamá, yo… —y Paulina no supo qué decir. La madre se dio la vuelta, le clavó una mirada desbordante de fuego y suspiró.
—Sólo una pregunta, ¿por qué no me enfrentaste hasta el final? Sigo esperando que destruyas la casa por tus convicciones.
Victoria Beltrán. Defensora de Derechos Humanos, licenciada en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), integrante del Colectivo de Abogados y Defensores del Interés Público. Actualmente es abogada en una organización de la sociedad civil. Escribe desde pequeña, tiene cuento y poesía publicados, una obra teatral que fue montada por un grupo universitario y guiones para cortometraje producidos. También pinta y hace arte-objeto. Tiene una gata verde.