La vida comprimida


por Héctor Ortiz


Pisó la colilla de su último cigarro y por enésima vez consultó la hora. La medianoche estaba cercana. Otros quince minutos, se dijo y se talló los brazos buscando generar calor. Pensó en que cuando transcurriera el nuevo plazo seguramente decidiría continuar esperando ahí, en ese acceso a uno de los fraccionamientos en estado de abandono de la periferia de la ciudad, que se suponía conformarían lo que el anterior gobernador llamó Ciudad Satélite, pero que, al paso de los años, sólo resultó en algunos desarrollos inmobiliarios a medio terminar, viviendas invadidas, un campus universitario poco accesible y fosas clandestinas. Vaya lugar para yacer bajo tierra, pensó, y un escalofrío recorrió su espalda. Culpó al frío.

Miró a ambos lados de la carretera, sin alcanzar a percibir luces que se aproximaran. Hacía varios minutos que no veía pasar a ningún vehículo. La iluminación era escasa, ya que había pocos faroles en funcionamiento y la luna se encontraba en cuarto creciente. El viento silbó entre los cerros, las rocas y la vegetación circundante. Escuchó el lejano aullido de un coyote. Otra vez levantó su muñeca izquierda y la acercó al fulgor de la brasa. Las manecillas le indicaron que su informante ya rebasaba la hora de retraso. Pensó en que quizá fuera mejor esperar dentro de su carro, a salvo de la fauna y de la baja temperatura, pero prefirió continuar esperando afuera, para que su cita pudiera verlo en cuanto llegara y no pensara en que el periodista se había acobardado y no había venido.

Y casi fue así, pensó. Cuando recibió la llamada de Sarabia se dijo que le estaban tendiendo alguna trampa y que sólo un estúpido caería. Sarabia le aseguró que no contaba con ninguna intención oculta, que él no ganaría nada de la entrevista que estaba dispuesto a concederle y de la documentación que le ofrecía, que al contrario, él también estaba asumiendo un riesgo muy grande, que el gobernador era capaz de cualquier cosa. No soy inocente, le dijo Sarabia, pero tengo conciencia. Lo qué no tengo es miedo, remató.

La frase de Sarabia se quedó con él durante varios días, reapareciendo en sus pensamientos cada vez con más peso. ¿Lo asumía Sarabia como un cobarde? Razones tenía su gremio para temer al gobernador. Primero fue Raúl Valencia, baleado frente a su casa, pocos días después de aludir en su columna semanal qué solo una alianza explicaba la falta de eficacia del gobierno estatal para combatir al Cartel. Aún se lloraba por él cuando a Rocío Márquez la subieron a una camioneta cuando salía del supermercado, para no volverse a saber de ella. Por sus compañeros se supo que Rocío indagaba respecto a los rumores sobre antecedentes penales del gobernador en Estados Unidos.

Quizá Sarabia lo creía indiferente a lo sucedido con sus colegas. No pudo decidir cuál de los calificativos lo ofendía en mayor medida.

Para convencerlo, Sarabia le mandó a su correo electrónico algunos de los documentos referentes a la licitación de la desaladora, obra insignia de la administración del ingeniero. Revisó los contratos, las actas constitutivas, los estados de cuenta. Consultó con sus fuentes. Los documentos eran reales y por sí solos podrían asestarle un golpe mortal a las aspiraciones presidenciales del gobernador. Se preguntó que otros negocios secretos y crímenes podrían revelársele y, como un estúpido, se decidió a reunirse con el antiguo confidente del mandatario.

Esa misma tarde llamó a Sarabia para comunicarle su decisión. El informante le dio indicaciones sobre el lugar y horario de la cita. Se justificó diciendo que si iban a encontrarse, tendría que ser con la mayor discreción y no aceptó sugerencias o alternativas. A regañadientes y contra su instinto de preservación, aceptó las condiciones del exfuncionario.

Se preguntó si la tardanza del informante se trataría de una prueba, si estaría midiendo el interés del periodista por la información que poseía. O quizás fue él quien se acobardó, pensó. No sería la primera vez que se le caía un reportaje contra el gobernador por miedo, intimidación, soborno. Maldijo en voz baja y, tiritando de frío, decidió que no lo esperaría más allá de las doce. Ansioso, comenzó a tronarse los dedos, a pasarse la mano por el rostro. Por inercia llevaba las manos a sus bolsillos, buscando una cajetilla inexistente. Buscó entre sus ropas, por si acaso encontraba en ellos un cigarro suelto que se le hubiese escapado. Fue entonces que sintió un objeto dentro de uno de los bolsillos interiores de su chamarra. Metió su mano y lo palpó con cuidado. Extrañado, cerró su puño y lo sacó. Se trataba de una pequeña esfera, apenas más grande que una pelota de goma, de unos cinco centímetros de diámetro, de cristal transparente, tibio al tacto.

Volteó a ambos lados de la carretera y al camino a sus espaldas, como si temiera que alguien lo viera, como si hiciera algo indebido. Entonces volvió a concentrar su vista sobre la esfera y le pareció percibir movimiento, quizá un reflejo o un destello, en su interior. Acercó la esfera a su rostro y entonces la vio.

Era una luz lejana, que crecía en intensidad, hasta que pudo ver unas manos blancas, un rostro cubierto, loseta blanca en las paredes. Luego, vino un aluvión de imágenes, en rápida sucesión. Vio el transcurso de su vida, desde su inicio hasta el final, simultáneamente.

 Escuchó a un bebé llorar y vio a su joven madre, que lo recibía en su regazo, su rostro una mezcla de cansancio y felicidad. Vio a su padre, que lo miraba con recelo y se negaba a cargarlo. También los barrotes de una cuna, juguetes colgantes, cubos de colores. Redescubrió cada esquina de su primer hogar, aprendió a caminar. Vio a su madre llorar, a su padre salir por la puerta para no volver. Descubrió los números, las letras, hizo sus primeros intentos torpes por copiarlos en papel. Se vio llorar y correr a través del enrejado para no perder de vista a su madre el primer día de kínder y después se vio leyendo, despacio, las letras dentro de una nube de diálogo en un cómic de los Hombres X. Revivió su primera pelea con un compañero de la primaria, de la que resultó victorioso y también su primer beso, ya en la secundaria. Vio los días de pinta, un atardecer en la playa, las torpes maniobras de su primer encuentro sexual en un salón vacío. Su primer trabajo en una tienda de abarrotes para poder costearse la preparatoria y las salidas. Gozó su primer idilio y sufrió su terrible desenlace. Se vio tambaleante en una oscura calle del centro. Ante sus ojos desfilaron los fragmentos qué lo hicieron enamorarse de la literatura, también sus más lejanas experiencias en talleres, defendiendo sus primeros relatos. Se vio al momento de sacar la ficha para la universidad y decidirse, en conflicto con sus aspiraciones literarias, a estudiar periodismo, pensando que narrar hechos reales le depararía un mejor porvenir económico que la ficción. Vio las desveladas, el estrés previo a cada examen, revivió cada una de sus breves y fallidas relaciones universitarias, desde el primer encuentro hasta los reproches del final y revivió el momento en que conoció a la que sería su esposa y la facilidad con que nació la amistad y posteriormente el amor. Con la tristeza de quien sabe lo qué sigue, observó cómo descubría su vocación en el  periodismo de investigación y sintió, mientras recibía su diploma de manos del rector, que no se había equivocado. Se vio de redacción en redacción, en entrevistas de trabajo que no resultaban en nada, vio a su ex esposa diciéndole que no se desanimara, que ya saldría algo. Se vio en sus primeros trabajos como reportero, cuando llegó el desencanto y los lamentos, los “si hubiera sabido que esto me iban a pagar hubiese estudiado literatura, ganaría lo mismo”. Vio las discusiones con los jefes de redacción y los editores, que le rechazaban las notas, que esto no es el New York Times, cabrón, estos reportajes de investigación no interesan. Revivió con amargura las discusiones que llegaron cuando su entonces esposa se embarazó y él insistió en que las cuentas no daban, en que aún eran jóvenes, en que no era el momento adecuado para un hijo y vio en rápida sucesión el aborto, los reproches, los llantos, el rápido deterioro de su matrimonio. Cuando estaba a punto de cerrar la mano para interrumpir la recapitulación de la época más infeliz de su vida, llegó un momento luminoso: Fue cuando recibió la llamada del director del semanario para invitarlo a formar parte de su plantilla de reporteros. No tuvo que reflexionar sobre la oferta. En el semanario le tocó probar su valía y pasó por todas las secciones, sin quejarse, hasta llegar a la sección de reportajes y descubrió que no, que no se había equivocado, que informar era el propósito de su vida, que se sentía pleno porque su trabajo cumplía una función social. Pero también vio el abandono que el ejercicio de su profesión infligió a su esposa y luego revivió las amenazas, que se sucedieron con cierta frecuencia y que él tomó como alicientes para continuar haciendo su trabajo, hasta que su esposa no pudo más y lo abandonó. Se vio refugiándose en el periodismo para no pensar en el fracaso de su vida amorosa, vio a un personaje corrupto ascender a la gubernatura, sufrió el asesinato de dos compañeros del gremio y la ineficiencia o la falta de voluntad de la fiscalía para investigar sus muertes, se vio recibiendo una llamada telefónica de Sarabia ofreciéndole documentos para acabar con la carrera política de su exempleador, se vio rechazar la oferta, se vio siendo promovido a editor general del semanario, se vio enamorándose de nuevo y casándose, tuvo un hijo, luego otro y otro y estos crecieron y vio lo difícil que fue su crianza al tiempo que continuaba ejerciendo su oficio, recibió reconocimientos, formó a una nueva generación de periodistas brillantes y luego llegó el cáncer, inoperable, luego meses de sufrimiento, solo con cuidados paliativos y vio su cuerpo deteriorarse y las ultimas pláticas con su pareja y con sus hijos, los lamentos por la inminencia de su deceso y vio cómo, paulatinamente, fue haciendo las paces con su destino, porque, aunque trunca y con sus momentos de dolor, fue una buena vida y se vio regurgitar sangre una mañana y desvanecerse, para despertar en una cama de hospital y una semana después moría, mientras su segunda esposa sostenía su mano.

El periodista cerró su mano sobre la esfera, apagando su fulgor intolerable y rompió a llorar, sin poder contener las emociones que lo invadían. El llanto solo se detuvo cuando sintió que su mano se cerraba con mayor facilidad sobre la esfera, por lo que abrió su puño y pudo ver como el objeto comenzaba a comprimirse en su mano y a brillar con mayor intensidad.

El transcurso futuro de su vida comenzó a reproducirse en reversa desde el interior de la esfera, hasta llegar a la tarde anterior, en que llamó a Sarabia para aceptar la entrevista. Entonces las escenas retomaron su progresión lógica hacia el futuro. Vio cómo se preparaba para la entrevista, redactando las preguntas que no quería dejar pasar sobre momentos clave de la administración, como escogía su mejor ropa. Se vio manejando hasta las afueras de la ciudad, hacia los fraccionamientos que un ex gobernador se había atrevido a bautizar como Ciudad Satélite, a los que nunca llegaron los servicios para asegurar su desarrollo y que terminaron por convertirse en una zona marginada más. Se vio esperar, tiritando de frío, a un lado de la carretera. Se vio fumar, fumar y desesperar. Y de repente, apareció un convoy en la carretera. Camionetas negras, con los vidrios polarizados. Los vio frenar de golpe, a escasos metros de donde él se encontraba. Las puertas de las camionetas se abrieron y de su interior bajaron varios hombres armados, todos ellos con ropa oscura y el rostro cubierto. Un trío de ellos caminaron hacia el periodista. El de la izquierda cargaba un bulto mediano en las manos, cubierto con una bolsa de plástico negra. El sicario del centro hizo un ademán con la cabeza al que cargaba el bulto y este lo sacó de la bolsa y lo arrojó frente al comunicador. De inicio su cabeza se niega a entender lo que ve. Hay cabello, tieso y oscurecido, como si algún líquido espeso se hubiese secado en él. Hay también un par de ojos muy abiertos, las pupilas hacia arriba, casi ocultas por los párpados. Ve una nariz torcida y una boca semiabierta, en la que faltan algunos dientes. Vio que la cabeza termina abruptamente, ahí donde debería estar el cuello, lugar en que también observó unas manchas pardas, que reconoció como sangre seca. Entonces reconoció los rasgos. Sarabia ya no podría contarle nada. Paralizado por la visión, no se dio cuenta de que había sido rodeado por dos sicarios sino hasta que estos colocaron las manos sobre sus hombros y lo empujaron hacia el piso, pateándolo en las piernas para vencer su poca resistencia. Así, firmemente sujeto, vio como el líder de los asesinos se acercaba a él y extraía un cuchillo largo de su pantalón, que refulgió con la luz proveniente de las camionetas. Las súplicas se atoraron en su garganta. Sintió un tirón en el cabello, que le obligó a levantar la cara hacia el cielo estrellado, ofreciendo su cuello al filo de la hoja. El cuchillo se hundió en la carne.

Entonces la esfera se rompió. Los trozos de cristal opaco cayeron de su mano y se fragmentaron en esquirlas más pequeñas al chocar contra el pavimento. Un vacío se formó en su estómago y la sensación fue aumentando a medida que entendía que iba a morir, qué aceptar la cita con Sarabia lo había desviado de una muerte apacible y lejana. Firme opositor de la idea de la predestinación, buscó las llaves de su carro entre sus ropas con manos torpes, sin lograr hallarlas, decidido a huir. A lo lejos, en la carretera, ya se podían ver los faros de unas camionetas.



Héctor Ortiz (Tijuana, 1993). Es egresado de la Licenciatura en Derecho por la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Fue reportero para Semanario ZETA de 2014 hasta marzo de 2018, donde anteriormente colaboró con una columna semanal. Ha participado en talleres de narrativa con los escritores Eduardo Antonio Parra y Sidharta Ochoa. Es autor de cuentos inéditos.

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