Cajeros automáticos


por Bernardo Montes de Oca

 

Cada vez que estoy en un cajero automático, siento un poder particular sobre la gente. Me siento más cercano a ellos y no de la manera en la que piensan. No es que los aceche sigilosamente. No, es peor que eso.

A eso de las seis tarde, con una sorpresiva lluvia en pleno enero, estaba haciendo fila en un cajero. Delante de mí una muchacha que sin duda trabajaba en un banco digitaba el código para sacar dinero. Qué frustrante estar tan inmersa en el dinero y que sea dinero ajeno.

Por los cuadernos que sostenía con fuerza, como si fueran armadura y su cara de estrés, diría que iba a la universidad. Revisó el reloj, y ojeó a las nubes, quienes le dijeron que no tenían ganas de apaciguar el diluvio.

Retiró el dinero, sacó su tarjeta y salió corriendo, tan rápido como se puede correr en tacones baratos. Que es sorpresivamente rápido. Dejó un rastro de perfume. Cítrico. Yo di un paso para acercarme al cajero cuando salió, de la hendija de abajo, el recibo que me diría cuánto tenía ella en su cuenta. Lo tomé y pensé, de inmediato, en arrugarlo.

Pero también pensé en verlo. Como lo he hecho en tantas otras ocasiones.

Sabía que podría verlo y asociar esa cantidad de dinero con ella, la muchacha que siempre sale del Banco General dentro del centro comercial en el segundo piso, a eso de las seis, y usualmente toma bus, pero cuando llueve prefiere irse en taxi. Cada 16 o 17 de mes, cuando tiene dinero, usa el cajero que está cerca de la salida, para no tener que caminar mucho y toma uno de los taxis que se parquean afuera. No sólo eso, sino que yo sabría exactamente dónde hay, en el centro comercial, cámaras de seguridad, además de conocer la rutina de vigilancia de los dos guardas viejos, panzones y fumadores que supuestamente vigilan el piso.

Todo esto lo sé porque yo uso el mismo cajero, los 16 o 17 de cada mes, para sacar efectivo, pagar el gimnasio y oler un poco de cítrico.

Con su tiquete en mi mano, veo al suelo y encima del cajero, una lluvia de tiquetes. Cien mil, dos millones, ochocientos, menos cien. Esparcidas alrededor mío las finanzas de miles de extraños que vienen y van, sólo concentrados en sacar su dinero y no en que alguien puede medir su vida, que es tan rutinaria, tan planificada que todos, en realidad, la conocemos.

Ojeé con detalle cada uno de los tiquetes, excepto el de ella. En la fila presionaron a que yo me apurara, entonces digité mi código y retiré todo: el dinero, la tarjeta y el tiquete. El mío, lo arrugué y lo metí en mi pantalón. En mi casa, lo metería en una bolsa con el resto, y los mojaría todos para borrarlos.

El de ella, en cambio, lo sostuve todavía sin verlo, mientras salía hacia la lluvia. La vi justo debajo del alero, refugiándose del agua y esperando a que algún taxi se librara.

Podría decirle: ‘hey, se te olvidó esto’ y oler otra vez el cítrico de su cuello. También podría dejármelo y medir sus finanzas por meses. Como las tengo archivadas en mi escritorio.

Ella se montó en el taxi sin saber que, a unos metros, alguien la podía estar vigilando, sabiendo exactamente cuánto dinero tenía en la cuenta. Más de lo que pensaría cualquier persona.

Tomé el tiquete con las dos manos y lo rompí. Lo tiré en el basurero de la salida, junto a residuos de comida rápida. Me puse la capucha para que la lluvia no me castigara tanto y miré a toda la gente que entraba y salía. Tal vez, alguien me tenía vigilado a mí.

 

 

Bernardo Montes de Oca (San José, 1985). Ingeniero, escritor y periodista. Escribo de este mundo, aunque es cansado. No creo en el café. Publiqué La reina Vishpla (Montemira, 2017).

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