La gran obra


I

Aquellos que han escuchado la palabra sagrada saben que Dios creó al mundo en seis días y que al séptimo se retiró a descansar a la fúnebre lejanía de la que no ha vuelto. Goethe, que sólo era un hombre (aunque es difícil decir esto de aquel que nos dio Fausto) requirió de toda su vida para completar su gran obra. Proust fue menos afortunado y murió sin verla verdaderamente concluida. Algunos otros casos ejemplares por la laboriosa gesta de sus libros son Joyce, Fernando del Paso y Musil. La historia ha ordenado sus esfuerzos para que su paciencia tenga algo de azar y de destino, como si la única e impostergable salida fuera la victoria. Hemos escuchado de la magdalena de Proust, del ridículo rechazo editorial y del posterior éxito, y en cada uno hemos encontrado un signo del siguiente, una lógica clara del resplandor del genio literario imbatible. Pero hay algunos casos en los que el tiempo ha sido polvo y derrota; oscuros novelistas que aguardan silenciosos en los estantes de las librerías de segunda mano, las hojas transparentes y deshechas, aquellos que enmarcaron su vida en un juego con el olvido: los fracasados. En esta ruleta rusa cualquiera de nosotros podría jalar el gatillo y descubrir que ha perdido la vida en un proyecto inútil; que su obra es una obra para nadie, un capítulo idiota en la crónica de los prodigios.

II

No es difícil imaginar esta situación, aunque sea por simple frialdad estadística. Un porcentaje de los escritores, quien sabe si grande o pequeño, ha de producir malas obras; otros tantos han de ser olvidados, pues la historia pide los menos para sus anaqueles. En algún cajón se pudre una obra maestra. En los remates de libros he visto tomos gruesos que nadie adquiere; he visto libros de grandes y doradas letras infestados de chinches; he visto trabajo y pasión y vida dilapidados en el trágico acto de la escritura. Yo también los ignoro y los olvido, como el mundo me ignora y me olvida cada noche, como el mundo te ignora y te olvida. Pero hubo algún tiempo en el que alguien dejó de vivir para hacer literatura, y aún hubo alguien que no vivió del todo por escribir la gran obra que nadie lee, que no llegó a ser nunca. Y recuerdo a Pavese: “¿Te asombra que los demás pasen a tu lado y no sepan, cuando tú pasas al lado de tantos y no sabes, no te interesa, cuál es su pena, su cáncer secreto?”.

III

El fracaso debería ser un género literario. Hay una fila enorme de expertos en la derrota que merecen ser recordados aunque no sea sino un fenómeno de la piedad. Debe ser difícil la apuesta literaria. Al empezar este trabajo, al sentarse día tras día frente a la página por escribirse, al destinar paciencia y sangre y miseria a la literatura, ¿cómo saber que no perderemos? Dice Kafka:

“«La vida es asombrosamente breve. Ahora , en el recuerdo, se me condensa tanto que apenas logro comprender, por ejemplo, cómo un joven puede decidirse a cabalgar hasta la aldea más cercana sin temer que –dejando aparte cualquier calamidad– ni aun el transcurso de una vida feliz y corriente alcance ni de lejos para semejante cabalgata»”.

Aún la más intensa palabra puede perderse en el tiempo. Acaso nos hemos equivocado siempre. Quizá la gran obra es el olvido.

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