por Manuel Aguilar Vanegas
para Lidia Karina Argüello, por la historia
—¿Y como a qué hora se murió?
—Ya estaba clareando el día, como a las cinco más o menos. La Justa nos avisó y nos bajamos para estos lados porque la niña de don Julián era amiguita de mi hija y de la Petrona. Y eso que el domingo los vimos a todos allá por la bajada de la quebrada en el camino que va para La Flor.
El miércoles después de la lluvia dicen que se puso malita, toda mayate, como que se le resquebrajaba algo ahí en el pecho. Ahí nomás mandaron a llamar a la doña Siriaca para que la mirara. La doña llegó y vio a la muchachita toda flaca, como que no había comido en días. Pero fue raro porque unos días antes la vieron con la hermana por el río y la Juana dice que la vio bien maciza como queriendo echar cuerpecito, finita pero de esas chavalas bien paradas, trancona como el papa, y nadie sospechaba que ya se venía maleando con quién sabe qué cosa.
La Justa dice que vino el sábado y ahí estuvo con su mama, la chavala estaba ahí. Comieron como a las siete, gallopinto, el queso que ellos mismos hacían y unas tortillas que la suegra de Julián llevó. Pero ya desde el lunes se fue poniendo tristona, ni comer quería y como que se desvanecía la pobrecita, y le dieron un té de tilo, pero parece que le cayó mal porque comenzó a vomitar y a echar algo como verde. Pálida como candela, toda debilucha, mayate, mayate, y después volteó los ojos y los dejó en blanco. Juliancito se fue con el papá pero la Siriaca no estaba. Ya el martes amaneció casi muertecita la niña y el miércoles llegó la mujer. “A esta chavala la tenés que llevar rápido al hospital”, les dijo.
—¿Y entonces la sacaron a esa hora?
—Pues sí… Julián llegó y me llamó. Ahí nomás sacamos la carreta, enganchamos los caballos y jalamos pa’llá arribita al puesto de salud.
Llegamos y el celador nos dijo que no había nadie atendiendo ahí y que la ambulancia estaba mala, que, si queríamos, el conocía a un hombre que nos podía llevar hasta allá en su camioneta por quinientos pesos. “Está cara la gasolina”, dijo, “pero más vale la niña, no sea guanaco, si esos riales se reponen”. Pero fue en vano, porque de allá la mandaron para su casa y aquí la vimos apagarse como se apaga despacito el cabo de candela que se consume en la noche.
Con la caja fue otro problemón. Con costo había café pa’ el velorio, unas flores que las mujeres fueron trayendo y arrimando al catre donde la niña parecía dormidita. Entonces nos fuimos donde don Guillermo, el que le hizo el caramanchel a la Sofía, pero el hombre le sacaba la caja lo más barato en unos cinco, seis mil pesos. Julián se quedó pálido como cebo de vela, tragó gordo y le dijo: “¿Más baratos no puede ser?” El viejo se encogió de hombros y le dijo: “Ve, si lo hacemos de Guanacaste te la hago en tres mil pues”. Julián se secaba las manos en el pantalón envejecido. “¿Y si la hacés de pino? Yo te traigo unas que tengo allá…” “No sirve”, lo atajó el hombre, “el pino no sirve, ahí nomás se jode, más si le cae agua. Pero si vos querés…”, le dijo de último el hombre, “…ya te la hacemos”.
Con las tablas del otro rancho, la venta de uno de los chanchos que tenía y con lo que recogieron de casa en casa, desde la quebrada hasta por donde los Flores, allá despuesito de la barranca, se pudo pagar la caja y lo de la vela. Solo les quedo la vaca con el ternero y el terreno vacío donde iban a hacer otras cosas.
La mujer de Julián quería que pasara por la iglesia. ¡Quinientos pesos valía la misa! La Justa le dijo al padrecito que si podía hacerle algo sencillito, la chavalita no tenía ni la comunión. Pero el padrecito le dijo: “Niña, vos sabés que hay que pagar el arreglo y todo eso, las cosas de Dios no son baratas. Además, la niña no había dado la comunión ni mucho menos el bautismo, no vaya a ser que se pierda el alma de esa inocente, y ni quiera Dios se quede flotando en el limbo. ¿Te imaginás vos? No niña, hacele la misa a la muchacha, que por lo menos pueda recibir el perdón de Dios. No seas necia, mujer”. La Justa metió las manos en la bolsa de su vestido y apretó los puños, se guardó los improperios para el padrecito y bajó las gradas masticando sin que nadie se diera cuenta toda la resignación que tenía.
Cuando la Justa se acercó a Julián toda la gente del entierro avanzó con los breves pasos con que se lleva un muerto. No se oía nada desde donde estaba yo, sólo le vi la cara a Julián como molesto y después vimos cómo el padre se dio vuelta y se regresó rapidito, con los ojos molestos, a cerrar la puerta principal de la iglesia, hasta que adelante se volvió a parar la gente y se escuchó una voz que gritó: “¡¿Y para dónde llevan esa caja?!”
Era el alcalde con dos policías y una mujer que no conozco. Y se bajaron de la acera para hablar con el Julián. “Ve”, le dijo la mujer que venía con el alcalde, y “¿Ya sabés donde la vas a enterrar?” “Pues en el panteón”, le dijo el Julián mientras se quitaba el sombrero y se soplaba el aire caliente de la tarde. “No es así de sencillo”, le dijo la mujer. “Mirá. ¿Tenés terreno ahí?” El pobre Julián solo le pudo decir que no, que pensaba que no se pagaba, o que si se pagaba uno iba abonando despacio la tierra donde se va a morir. “¡Pues no!” volvió a decir la mujer, “pero es barato, si tenés diez mil pesos bien te podemos dar de los terrenos de atrás, o del lado sur. Y a eso le sumas la bóveda que son como cinco mil, porque eso sí, acá no permitimos esas tumbas de tierra amontonada. No, señor, nada de esas informalidades, si aquí hasta para morirse cuesta. Después te me vas a llenar el permiso para la sepultura, aquí mismito en la alcaldía. Ése sí va de viaje, no te preocupés… A todos nos va a pasar igual”.
Por eso estamos aquí con la chavala, incómoda en esa caja de pino, esperando que le den el permiso a Julián para que la pobre pueda descansar tranquila. Y ya después nos podamos ir, allá, subiendo la montaña pa’ no volver a pensar en muertos por ahora, ni en entierros ni en nada.
Manuel Aguilar Vanegas (Sn Marcos, Nicaragua). Narrador y fotógrafo. Forma parte del grupo de escritores de la Fundación Luisa Mercado. Publicado en la revista Álastor literario de Nicaragua y en la revista mexicana ESPORAS. Primer lugar en el concurso de cuentos “Escritores noveles” en honor a Lizandro Chávez Alfaro con el cuento “Los gitanos”. Participó en el encuentro internacional de narrativa contemporánea promovido por la Revista Mal de Ojo en el 2020.
Arte: Entierro campesino, Józef Szermentowski