por Emmanuel García
Si cada 2 de Octubre fuera una representación vívida de lo que ocurrió con su ancestro de 1968, quizás se acercaría hacia nosotros como una fecha sanguinolenta, un vestigio calendarizado de la tragedia que desmembró el orgullo de una República Democrática que ansiaba albergar eventos de impacto mundial como los Juegos Olímpicos. Ser designados anfitriones mostraría a la comunidad internacional que en México el progreso social y la evolución política no vivirían eternamente como ficciones literarias o como el objeto de estudio permanente de los institutos de investigación, catedráticos, e intelectuales artificiales.
1968 se traducía curiosamente en una época de sosiego para la moneda mexicana que logró sentirse, algunas temporadas, menos marginada por el dólar estadounidense. Gustavo Díaz Ordaz no emergió de las sombras para desintegrar familias, sino para promover el turismo, reducir la deuda exterior, trazar un panorama financiero sano e, irónicamente, confrontar la ola de ilustración que recién aterrizaba en México, esa que impulsó a la masa mundial juvenil a desmoronar su leal obediencia hacia padres de familia, instituciones huecas, colegios insensatos y Estados de Derecho rígido. Además, el titular del Poder Ejecutivo Federal se erguía con firmeza ante los comunicadores que se atrevían a emitir críticas dirigidas a la administración pública federal: con una personalidad intolerante, tenaz e implacable, censuraba prácticamente toda opinión que señalara sus desatinos, tanto así o más que la raquítica oposición política disponible; no obstante, fue incapaz de frenar las mofas que despertaban sus rasgos faciales.
El segundo lustro de los años 60 colocó al territorio mexicano en el pináculo de la insolencia juvenil, o al menos eso era lo que pretendía divulgar la mayoría de medios de comunicación masiva. Los jóvenes encontraban júbilo al cuestionar el código de vestimenta que regía la cotidianidad, concertaban un lenguaje urbano minimalista pero trascendental, y comenzaban la gestación del fenómeno que actualmente conocemos como “libertad sin censura.” Los varones adoptaban un estilo desaliñado y estrafalario en el cabello, con el cual pretendían proyectar autenticidad. Las mujeres ya no ocultaban entre murmullos esos sueños donde exploraban su sexualidad: noquearon a la instrumentalización que las menospreciaba como objetos sexuales, y la música abrazaba a la juventud para proteger sus ideales, envolviéndolos en melodías icónicas e inmortales.
Las nuevas corrientes de pensamiento reposarían con serenidad y habrían de rendir frutos como la abolición de los prejuicios, la desenfadada cadencia al bailar, el ahínco para buscar nuevas fronteras que rebasar, y, sobre todo, la imperecedera necesidad de interrogar el conocimiento adulado por décadas, con la intención de perfeccionarlo y no pretender que es coherente, congruente, y exento de lagunas.
Aquellas intrépidas proposiciones anidaron en el núcleo de la población joven y florecerían con discreción. Esta vez la realidad no les desgarraría los músculos ni les destazaría los nervios. Fenecerían las barreras de esa educación conservadoramente incuestionable, caducarían los modales hipócritas. Serían expulsados tanto los dogmas al tenor de los cuales un ser humano madura y envejece en México (esos que desafinan el razonamiento adulto y le hacen tildar como irresponsable, descortés, pernicioso, insalubre, cavernario, o retrógrada), como todas aquellas ideas que no sean afines con sus anacronismos políticos, sus ambiciones miserables, y con ese lustroso rechazo que siempre mostró para hacer propuestas ilustres, innovadoras y progresistas en cualesquiera ámbitos de su quehacer.
Podemos pensar que la hecatombe que inspira estos párrafos comenzó de manera peculiar: el deporte se reduce, ocasionalmente, a combates colectivos que resultan estimulantes para el urbanismo mexicano e incoloro que aguarda siempre paciente a la espera que ocurran milagros callejeros que reanimen el semblante aletargado que suele tener esta ciudad entre semana. Un partido de fútbol americano informal, desorganizado, torpemente divertido entre una escuela privada de nivel medio superior y una Vocacional, desató una batalla que atrajo la intervención temeraria de granaderos que provocaron una implosión, asestaron golpes y vilipendiaron a diestra y siniestra, desafiando así la integridad del estudiantado como cuerpo unido.
La primera provocación burócrata fue la intromisión en una Escuela Nacional Preparatoria, seguida de la detención ilegal de compañeros que se hermanaban para repudiar la violencia y la degradación de la seguridad pública. Cualquier respuesta estudiantil y valiente era contradicha por bayonetas que, flagelando primero la mirada y después la ideología, se encargaron de pacificar cuerpos jóvenes imberbes. Días más tarde, un arma portentosa disparó un proyectil con trayectoria estentórea que impactó la puerta de San Ildefonso con tanta fuerza, con tanta imprudencia, que aquella quedó desfigurada en lo que alguna vez fue umbral de fantasías, cantera de sabiduría.
La empatía por las víctimas se hizo viral, y una pandemia de solidaridad engulló al país. El ejército no tardó en cerrar filas para respaldar al Presidente, quien legitimó que su fuerza armada invadiera el Instituto Politécnico Nacional y de la Ciudad Universitaria mediante decretos, autorizando que perpetrasen castigos horripilantes en aulas de aprendizaje y baños, que figuraron como cámaras de inquisición. Los soldados aún tenían las sienes irritadas por el recuerdo del estado michoacano, que también vio a sus estudiantes dispersarse entre la barbarie castrense, quizá como vaticinio de lo que se especulaba para el segundo día del décimo mes.
El Consejo Nacional de Huelga, nacido para buscar la satisfacción de un pliego de peticiones libertarias y humanitarias, se equivocó al creer que la convocatoria para un nuevo mitin vespertino no se transformaría en un episodio donde el ser humano persigue su vida y dignidad como si de un carnaval dantesco se tratara, un espectáculo que da a luz la clase de sadismo que parecía palpable, únicamente, en el imaginario del literato que explota la podredumbre de su alma para magnificar los relatos que se escurren de sus dedos.
La noche del 2 de Octubre de 1968 fue recibida por un helicóptero que con su estridencia fracturó el futuro de numerosos hogares y familias que hincarían sus almas rogando por encontrar al ser amado faltante, alguien desangelado por la iluminación de una bengala que le atrofió las extremidades y lo desahució sin sutilezas.
En las horas previas a la oscuridad hematófaga, Díaz Ordaz había emitido un pronunciamiento asfixiado en la soberbia, enfundado en un semblante beligerante, encumbrado entre aplausos de un Congreso sin escrúpulos o inteligencia civil. Fue contundente al señalar que habían tolerado la displicencia hasta niveles insospechados, subrayó que no habría mesura al aplacar el clamor de un movimiento con entrañas juveniles, movimiento que día tras día enriquecía sus hechuras con la vehemencia de docentes, obreros, jornaleros, jefes de familia, y sobretodo, estudiantes que sentían hormigueo en la boca al referir su ocupación.
La Plaza de las Tres Culturas, como cualquier otro complejo arquitectónico, nació con la cualidad para encriptar y custodiar mensajes que resistirían la densidad de sus materiales durante siglos, mensajes que hablarían de hazañas heroicas, momentos de algarabía que merecían asentarse en los poros de ese monumento. Nadie pensaría que las capas de roca volcánica allí concentradas pronto serían empoderadas con la crónica de un suceso espeluznante. Desde entonces allí languidece una anécdota que no debió nacer ni condensarse a través del concreto como un susurro tembloroso, como una ventisca que ofende la piel del hombre que deambula accidentalmente por ahí: con cada detonación oprobiosa el enfermizo presidencialismo mexicano disecó, en Tlatelolco, los sentimientos de compañeros huelguistas que ahora vivirán eternamente en las columnas, escaleras, y muros de los conjuntos habitacionales que amurallaron ese concurso de delitos.
Aquella bengala anunció el nacimiento de una vorágine homicida: tornados de balas, tanques que emboscaron al miedo grave de una ciudadanía acorralada, batallones coartando la libertad de expresión con brutalidad, y una lluvia que enfatizó al flagrante e impetuoso monstruo en que se convirtió el Estado, quien sodomizó el poco respeto que le tenían. La ausencia de pudor en esos actos desdibujó la línea que divide el final de un día y el inicio de otro.
El terror fue tan punzante que hundió el piso. Solo quedó el silencio abismal donde cada consigna cayó y fue acallada. Había un riachuelo de agua y sangre, tan pulcro e infamante que México se diluyó poco a poco hasta quedar atrapado en él, allí estaría a salvo hasta no sé cuándo, repitiendo lamentos que nunca ensordecen. Y familias esperanzadas que se refugiaban tradicionalmente en el anonimato amanecieron con las palabras arremolinadas en el esófago, soportando sufrimiento hecho gritos que no podían brotar, marchitando el rocío matutino que les llenaba los ojos. Arrumbados sin esperanza en los rincones de una cocina que fue lustrosa, quisieron mirarse en los azulejos de un sitio que el 2 de Octubre dejó herrumbrosa.
Se sentaron con el cuerpo inexpresivo frente a sí mismos y, con juicios iracundos, se recriminaban haber permitido que uno de sus miembros saliera el día anterior para regresar en forma de fotografía sollozante. Acaeció la muerte en Tlatelolco y con ella la grotesca extinción de mexicanos de distintas edades y condiciones, desde inocentes, maduros y hasta desconocidos que el movimiento adoptó y devolvió a su hogar, resucitados en la eterna quietud de la portada grisácea de un periódico que imita su espíritu pero no su existencia, esa que la prensa no pudo proteger, documentada pero sin amparo ni cobija frente al imponente ex-convento donde el periodismo internacional sucumbió con gallardía y una dosis de salvajismo.
Por infortunio, en este país las conmemoraciones sobre ese 2 de Octubre se han convertido en el trampolín de la subversión y el desacato insípido, una mezcla cuyos promotores han defendido porque todavía despiertan asfixiados por la atmósfera nauseabunda y descarapelada de la Plaza que vio profanado su suelo, una explanada que gracias a la lluvia fingió que drenaba la vejación de mexicanos, humanos que resquebrajaron sus huesos huyendo, escapando del constitucionalismo que rezaba con severidad que la soberanía reside en el pueblo, que el poder público se instituye para beneficio de aquél y, que el derecho para alterar la forma de gobierno jamás perecería hundido en la ceguera del burócrata insanamente protegido, aunque esa noche ese constitucionalismo se disfrazara como silencio sepulcral.
Los aniversarios del 2 de Octubre reportan agresiones sin sentido en detrimento de los cuerpos policiales, de tiendas de conveniencia, y de algunos recintos burocráticos, ya que el resentimiento florece nuevamente en cada generación de estudiantes que se sienten herederos de la vieja guardia que feneció entre tropiezos, pólvora, pañuelos blancos y la acción represiva de un ejército que había recibido días antes la ofensa histórica de una marcha silenciosa e inocua.
No podemos evitar las erosiones ni el escozor esparcidos en nuestra formación cívica, ética, humanitaria; quisiéramos imputar obligaciones a la administración pública actual como si hubiera heredado las penitencias que le correspondían al presidencialismo avasallante de Díaz Ordaz; pensamos que los yerros de Luis Echeverría todavía son el elemento que da cohesión a la Política en México. Las muestras audiovisuales y los testimonios infravalorados de ese cruento mitin seguirán indignando el seno de la población hasta que el ejercicio profesional del periodismo no sea una acrobacia mortal, dejarán de redactar con enfado cuando la mujer no perezca cruelmente a raíz del acuchillamiento de sus derechos fundamentales, cuando el clasismo deje de gangrenar la conciencia de quienes perciben mejor ingreso o de aquellos que desdeñan a quienes no nacieron al tenor de los cánones de belleza blanca, translúcida y privilegiada.
La conciencia y lógica del comportamiento político-social en México, a raíz de esa noche espesa que se derritió al compás de una horda de cadáveres que cayeron sin perder la lealtad, ha sufrido modificaciones puntuales. Actualmente el joven mexicano todavía reúne valor suficiente para asociarse con algunos conciudadanos y, de vez en cuando, desnuda sus verdaderas aspiraciones en un festival de demandas crudas pero carentes de impacto real. Una mayoría considerable es seducida por la indiferencia factual, devorados por la era digital. Esa mayoría es tan sensible que somatiza su intolerancia hacia conceptos distintos a los suyos y le parece lúdico hallar maneras diferentes de mofarse de ellos, bautizándolos cruelmente y utilizando su mejor retórica para parir mensajes revolucionarios que hagan tiritar las redes sociales.
Nos hemos vuelto adictos a las disputas injustificadas, a las reyertas aclamadas por el morbo ajeno, y al intercambio enfermizo de embusterías pretenciosas. Condenamos a los protagonistas de historias que oímos pero no investigamos, nos fascina asimilar ese rol jurisdiccional mientras ofendemos a quienes tratan de ayudarnos a asear nuestros propios desencantos. Maquinamos pretextos para saborear superioridad sobre el prójimo y explotamos con arrogancia su desdicha. La ética del reconocimiento se ha sublevado y nos condujo a puertos insospechados. Deshonramos la generosidad fraterna que nos permitía ser el bálsamo de quien lo requiriera, sin esperar remuneración o reciprocidad.
Empero, no todo es deleznable. Han emergido camadas de jóvenes que luchan por alicientes económicos, que alzan su voz con decoro en recintos no aprovechados en el pasado, que se reúnen para ejercer el arte sin saberlo. Esos jóvenes aprietan sus mandíbulas mientras se deshacen de los estigmas sociales que han aquejado a otras generaciones, coordinan su creatividad para no ser obsoletos en unos años, y despiertan estrepitosamente sin dejar de alucinar y tener dignidad. Boyantes, se deslizan con ligereza e ignoran los obstáculos impuestos, a veces, por su genealogía. Se deleitan con sueños que probablemente no vivirían si esperan a que el mundo cambie y, entonces, ellos cambian y se olvidan de nosotros. Viajan, degustan, sopesan y sufren con extrema intensidad hasta quedar extasiados por el momento. Son capaces de esclavizar su energía en un centro laboral y reinventar sus ilusiones al final del día.
Esta ya no es una tierra fértil e indómita que se esconde en el ostracismo. México adolece los golpes del progreso mundial viendo cómo su moneda descansa entre vaivenes, cómo el narcotráfico se reconfigura siempre, como hidra, y la delincuencia perece y resucita en un par de días al azar. No obstante, México extrajo de sus propias entrañas la vulnerabilidad y el sosiego que toleraban fraudes a la nación, se está despojando de esa putrefacción que irrita el ánimo y lo transforma en serenidad inepta. México es una galaxia de mega-diversidad cultural bien aprovechada, sensata y enriquecida, un mercado rentable, y el escondite de potencial humano que algún día podrá consolidarse mediante la confianza y el pundonor, sin tener que cubrir precios injustos ni soportar la lástima de los demás países.
Emmanuel García es un tesista de 25 años al que le obsesiona de forma compulsiva su falta de destreza para organizar ideas, pero encuentra en su música predilecta la catarsis idónea para recuperar el equilibrio en su vida trivial.