Soldat mundi


por Ángel Fuentes Balam


El aullido de las balas estremece a las pocas aves que sobrevuelan el cielo gris. Se filtran voces de alerta en un ambiente que hiede a humo, nicotina y lodo. Adim Novikov desearía estar en cualquier otro lugar. No. No en cualquiera: recostado en las piernas de su esposa, acariciándole el vientre hinchado de vida que se vio obligado a dejar cuando la guerra nació. ¿Por qué los hombres de saco, aplastados en el Kremlin, no vienen y pelean?, piensa por un instante. Si planearan sus movimientos in situ, verían lo espantosas que son la incertidumbre y la memoria. Pero los reyes ya no pelean sus propias batallas. ¿Alguna vez lo hicieron?

El comandante de la decimosegunda brigada de tropas de rifle motorizadas se cubre tras el muro de basalto de lo que fue una galería de arte, antes de que Járkov se convirtiese en un estallido de carne, plomo y lamentos. Observa a dos de sus hombres, ocultos tras un automóvil desvencijado, y les señala con dos dedos que guarden su posición; a su segundo al mando, tras él, lo mira, asintiendo con la cabeza. Revisa su reloj, y acto seguido cierra los ojos resoplando. El cronómetro está a punto de parar. Vuelven a oírse gritos de los voluntarios en la autodefensa. ¡Vaya idiotas! Hasta los mandamases en Moscú podrían oírlos. Por unos segundos, Adim se compadece de aquellos hombres: herreros, profesores, electricistas, sombras hambrientas de propósito, venidas de otras tierras… Mueren peor que seniles perros.

El zumbido de un dron hiere el aire; levita sobre sus cabezas, rumbo a la calle de enfrente. Un alarido enemigo, apagado por una explosión de metal, es el aviso. Mientras el comandante y el resto de combatientes abren fuego, la avanzada rodea el automóvil para situarse unos metros por delante. La operación se repite, pero esta vez, le toca a Adim desplazarse con el pesado equipo de maniobra. Al caminar, pisa sin querer un objeto que lo hace perder el equilibrio, mas gracias a sus excelentes reflejos posiciona el pie para continuar la marcha. Voltea fugazmente para observar lo que ha aplastado: es una pequeña matrioska pintada con motivos florales, horadada por un casquillo. ¿Qué carajo hace en medio de todo esto? Quizá cuando saqueaban la galería a algún imbécil se le habrá caído, rodando banqueta abajo. O tal vez fuese de algún niño que la perdió mientras huía de los tanques. Adim intenta no pensar en la segunda posibilidad.

Al llegar al puesto asignado, sus camaradas disparan a las aterradas figuras que se dispersan ante el ataque. Uno a uno caen, como esos animales de hierro, en las ferias, a los que hay que golpear con una pistola de balines.

—Krysy —gruñe uno de sus soldados, mientras imita el sonido de las ratas, chupando aire entre los dientes y el labio inferior.

La burla no dura. Un disparo impacta justo en el ojo del desgraciado, quien torna las notas de roedor en berridos de mamífero. El comandante se desgarra la garganta al dar la orden:

—¡Soldaty, ukroytes’!  

Su rostro está manchado con sangre ajena. Tras un relámpago minúsculo, ensueña con su mujer, desnuda: las manos delicadas en torno a su útero floreciendo. La muerte acaba de rozarle la faz. Los hombres se agazapan contra escombros y paredes, aullando. Eso lo devuelve a la realidad. El herido convulsiona en el suelo ensangrentado. Adim espabila, escudriñando el horizonte para encontrar al culpable. Mueve los ojos, furioso, y oprime el arma con las manos sudorosas. Lo descubre, a las once en punto: un muchacho que porta un brazalete azul y amarillo, intentando cruzar entre una barricada y un edificio. Debe morir.

Apunta, inhala conteniendo el aire, oprime el gatillo.

La bala de Adim Novikov no da en el blanco. El joven agresor corre para guarecerse; antes de desaparecer tras los ásperos ladrillos, clava sus ojos en el comandante. La bala cruza la calle, impulsada por la descomunal rabia que había surgido del deseo de venganza. El proyectil se abre paso entre los hierbajos húmedos, los charcos de lluvia, y los cadáveres pudriéndose bajo los cables de la electricidad. Sigue andando más allá de los restos, los derrumbes, los llantos, hasta Tyurinka; adquiere velocidad para traspasar la calle Molocha, y llegar hasta Levada. No se detiene ahí, y alimentada por un rumor flamígero de odio, aumenta su potencia dejando atrás la ciudad. Esquiva cada obstáculo, arribando a Kiev; sin embargo, su viaje continúa: el parabólico demonio se enriquece con los gemidos de las madres huérfanas de hijos, vuela a Cracovia, luego a Praga, Luxemburgo, Ruan… Cuando llega al Canal de La Mancha, la bala ya es imparable; el agua del Mar Céltico la estimula, obteniendo aún más fuerza. Cruza el océano, apareciendo sobre Rhode Island, de Fort Wayne a Nevada, su furia rompe cualquier marca creada por las máquinas humanas. Para ese instrumento de destrucción, la gravedad no es más que una magnitud risible. Sale al Pacífico, se pasea por Japón, Mongolia, Kazajistán, Rusia, vuelve a Ucrania y da la vuelta al mundo en un parpadeo. Repite el proceso: se ha convertido en un elemento que trasciende el espacio. No obstante, no es suficiente: debe doblegar el tiempo. Sigue girando a través del planeta y avanza, avanza tanto como para que la guerra termine, las tropas vuelvan a casa, los hijos lloren a sus padres, los hombres de saco vuelvan a planear otra masacre, las noticias de los bombardeos sean de igual importancia que los chismes de la farándula, y la bala contiene cada miseria experimentada, cada muesca de piel, cada cabello arrancado. El plomo vivo busca desesperadamente el cuerpo que la contenga, como una matrioska que guarde en sí las vidas mal vividas o las muertes bien muertas.

***

Ava Novikov jugaba en su pletórico jardín cuando, de súbito, cayó entre las azáleas. Su padre, Adim, la miró precipitarse en grácil languidez, como si hubiese recordado arrojarse a unas sábanas de seda. Al mismo tiempo, unos ojos temerosos lo seguían observando desde Járkov. El único ruido en el mundo había sido aquel impacto seco en el pecho de la niña. El golpe de una ira irracional y mitológica, fundamentada en la sangre de su propia raza, hizo un hueco en su corazón.

El comandante, desolado ante el cuerpo de su primogénita, supo que en la guerra ninguna bala permanece limpia.



Ángel Fuentes Balam. Mérida, Yucatán. 1988. Director de Teatro, escritor, actor. Egresado de la Licenciatura en Teatro de la Universidad de las Artes de Yucatán. Es autor de obras literarias: “Cruoris o la rabia que fuimos”, “Melodía tu engranaje quieto”, “Devoré el cráneo de Eros”, “X’mahaná o el beso del candil del diurno” y “Ya nade cuida las antorchas” (en proceso). Ha publicado dramaturgia, narrativa y poesía en distintas revistas de México y Latinoamérica.

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