Por Anabel Blanco.
Anestesia…
Algo que suscite los sentidos y los estremezca. Que abra las fauces carnívoras de ese deseo latente. No es necesaria ni una palabra de más en esto. No es necesario nada más allá de esa imagen que arrebate la conciencia y la torne turbulenta. Y los sentidos se hacen un deseo enmarañado y sofocante, obsesivo, posesivo.
La piel tibia se tensiona, no es más lo que era, busca una respuesta. Claman las entrañas con el deseo enardecido. El recuerdo, la idea, la imaginación perversa que asalta la mente. Se arman escenarios de pudores rotos, de carne abierta y caliente, de gente desconocida o conocida que va colmando inexorablemente cada sentido del cuerpo. Las constantes formas que adopta la boca. Las constantes formas que forman las manos, hacedoras de placeres secretos que ahora se van revelando enérgicamente.
…Sinestesia…
Sutilmente va tomando camino. Recorre la piel con una fascinación nueva e inocente, (renovada la piel, renovado el deseo). Hace suya la anatomía desesperada y fascinada que clama por más de ese placer nuevo. El roce sutil ahora, arrebata con tibieza voraz la conciencia. Y se mezcla la tibieza con el sexo tibio, y el sexo con el tacto, y el tacto revolucionado con el deseo que crece.
El placer se gesta en el recuerdo, en la mente sinestésica que forma más escenarios, en el sexo colmado de esos placeres revueltos.
Las manos sujetan la fiebre. El placer de la carne devora el resto de los sentidos. O los sentidos se disuelven confusos, abstraído alrededor de las entrañas agitadas que van formando espirales.
Los estertores que sacuden la espalda.
La humedad que envuelve la piel, los ojos cerrados siguen planeando esas formas de deseo en carne que los agotan. Pero las manos, las manos se enardecen con la piel tensa y húmeda hasta llegar a un corazón desbocado que no puede detener su frenético galope.
La cadera se indoméstica, la urgencia toma las articulaciones deleitadas. Todo se expande, la piel se vuelve un límite difuso. Todo se hace una sola cosa, se tensa en un nudo insoportable que (re)clama ser destrozado.
Los músculos se estremecen desafiados. Se vuelve la piel un ascua temblorosa. Crece con gemidos que retroalimentan el deseo zafado que recorre los nervios. El placer toma cada parte suya y la sofoca.
… Hiperestesia.
Gime, gime, gime, no puede escapar de esa posesión de su vientre que se retuerce dichosamente y se sujeta como puede, como un náufrago al borde de la cama, de la cintura se precipitan los sentidos. A cada segundo se acumulan la carne sobre el sexo, sobre la mente, sobre el placer. Sube el calor que le trepa las entrañas hasta que todo el aire atascado en la garganta, todos los nervios ardientes y los músculos contracturados, le abre los ojos en una revelación de deliciosa muerte.
Ah, la pequeña muerte.
Cierra los párpados y la boca se abre, deja ir un gemido contenido, cargado de sangre hirviendo, pura de euforia. Huye de sí, de la piel hiperestésica. Ondula con las articulaciones blandas, los músculos en estertores. Revienta la piel, el gemido vivo le recorre la garganta en cada convulsión que le toma las muñecas. La conciencia se desarma. Cae. Una cadera furiosa se sacude e impulsa el placer sísmico que va recorriendo la anatomía revelada, reventada, reivindicada en esa carne maravillosamente contaminada de placer.
El placer se deshace suavemente.
Toma aire, el pecho repercute en un hondo y hueco latido profundamente poseído.
La piel es la ruina dichosa de una gloria reventada.
La sensibilidad del sexo se apacigua, mientras los ojos agrandados miran fractales residuales en los párpados.
Sobre la autora: Amante de la filosofía, enamorada de la literatura y apasionada por la pintura. Estudiante ansiosa por comprender el mundo. (Se supone que una dama no tiene memoria… ¿Acaso ha leído “Justine” de Sade, ansiosamente, bajo la pálida luz de la luna? Yo sí, junto con todo lo que pueda hacerse con esa lectura.)
Ilustración de Helena Luna. Síguela en su twitter @ojodeluciernaga.