Una ofrenda al tecnomante


por Oscar Eliezer Mendoza De Los Santos


Según las indagaciones de Guillè, en el centro de aquellas ruinas debía encontrarse aquello capaz de corregir los errores del mundo. Hacía tanto tiempo que la humanidad se había visto sumida en su último ocaso. ¿La razón? Difícilmente podría determinarse, pues pocos registros completos persistían de esas épocas de fulgor, estrépitos y frenesí. Tal vez sea más justo estimar que fueron múltiples las causas que hundieron a la humanidad en su definitiva desgracia. Aunque siempre se supo que tal desenlace llegaría. O, más bien, algunos lo sabían y otros simplemente lo vivían. La perenne experiencia de ser el canario en la mina, aun sin saberlo.

El ocaso de Guillè estaba próximo también. Por ello, era fácil comprender su premura por llegar a semejante descubrimiento; un presuroso descubrimiento, ya no para el propio beneplácito, sino para otorgarle a la humanidad una segunda oportunidad. El peso de dicha tarea le molía la espalda, ya de por sí destrozada por la enfermedad y el arduo camino recorrido. La búsqueda de un suspiro más, pensaba. Antes de la debacle del mundo, cierto grupo de avezados héroes lucharon incansablemente por descubrir también esa oportunidad. Es evidente que no lo lograron. ¿Cómo habrían podido?

Guillè había escuchado muchas historias sobre la ciencia. Algunas eran epopeyas de personas heroicas capaces de desentrañar los más grandes misterios de la realidad. Más profundo, más exacto, más preciso, más verdadero. Guillè sabía estas cosas por las historias que en su familia habían pasado generación tras generación. Se decía que, entre sus ancestros, hubo algunas de estas figuras heroicas. Esto motivaba a Guillè, cuando sentía que ya no quedaba nada más por hacer. Le hacía latir el corazón con gran fuerza. Una verdad más, sólo una.

En las ruinas que se erigían en aquel páramo se encontraba guardado un vetusto rompecabezas. Las perseverantes investigaciones de Guillè le habían llevado hasta tal punto. Según los archivos encontrados, en aquella ubicación estaba la respuesta a las necesidades del mundo. Un rescoldo de tiempos antiguos, y, aun así, capaz de darle la vuelta a la situación de un planeta agonizante.

Dentro del recinto, la oscuridad empapaba casi todo. Algunos tenues rayos de luz diurna, sin embargo, se colaban por el techo. Las luces y las sombras componían un cuadro de lóbrega belleza. La impresión que daba era la de una caverna, aunque no hacía falta prestar demasiada atención para detectar las huellas de una civilización artífice. Aquí nadie se ha parado en mucho tiempo, pensó Guillè, cuyo corazón vibraba ardientemente. ¿Una nueva verdad? ¿Nuevo conocimiento? O, en el peor de los casos: una nueva verdad, sin conocimiento.

Guillè se apresuró a adentrarse en el edificio; sabía bien a dónde ir, pues el documento señalaba con detalle que su destino se encontraba en la zona subterránea. Esto era, para Guillè, casi mítico. Las buenas verdades están bien ocultas, reflexionaba. Tienen que ser desenterradas y desempolvadas, aunque, en ocasiones, debajo de toda esa terrosidad pueda haber sólo una verdad a medias o, incluso, nada. Guillè especulaba, como muchos otros antes, que el valor de la verdad radica en qué tan útil podría ser para algún fin, especialmente un fin loable. Para Guillè, no era la mera descripción del mundo lo que importaba, sino su transformación. “La verdad transforma” era su lema más personal. Daba igual todo el polvo que hubiera de por medio. Incluso la más polvosa de las verdades podría proveer algo a cambio. Todo indicaba que el fondo de aquella vasta construcción guardaba una verdad tan empolvada como transformadora.

Después de bajar múltiples pisos, Guillè llegó a un largo pasillo, el cual concluía en una enorme cortina metálica. Nunca había visto una entrada semejante. Esto es una fortaleza. Guillè advirtió que podía deslizarse por el espacio que se abría entre la enorme placa de metal y el suelo. ¿Cómo me va a detener esto? No había marcha atrás. Con exigua energía comenzó arrastrarse de a poco. Un año antes le habría resultado más difícil, incluso imposible, pero la enfermedad había llevado su cuerpo a tal grado de delgadez que introducirse y arrastrarse por ese estrecho huelgo era algo factible. En el veneno está la cura, ¿no?

Al fin estaba del otro lado, mas tuvo que esperar varios minutos para recuperar el aliento y reincorporarse. Guillè no recordaba la última vez que se había agotado a tal grado. Nunca fue una persona de grandes aptitudes físicas ni particularmente enérgica. Nada curioso, viniendo de una familia de curadores culturales e informacionales; sus pasatiempos más activos eran salir a recolectar bayas para preparar mermelada y hacer ilustraciones naturalistas. Guillè se regocijaba por haber logrado dibujar con lujo de detalle un ejemplar de Ficedula albicollis. Con la caída de la humanidad, también había caído una buena parte del mundo. Hicieron falta más de dos siglos para que los amaneceres se poblarán con el canto, aunque tímido, de algunas aves. Así que aquel bello y quieto papamoscas era una genuina singularidad. Una rareza de la vida postcivilizada, que llenó de placidez el muy humano corazón de Guillè. Un corazón que, habiendo dado todo lo que podía dar para arrastrarse dentro de esa fortaleza, aún latía con fuerza, obligándose a ser más que un corazón humano. Un corazón-ave, deseoso por volar. Guillè se puso de pie.

Las tinieblas que empezaron a envolverle parecían emanar del profundo abismo, el cual se exhibía justo al frente y penetraba insidiosamente en la mirada de Guillè, quien, solo entonces, se dio cuenta que, realmente, estaba aterrado. El miedo fue una de esas cualidades que perduró ante el desastre global. Se nutrió a tal punto que se convirtió en la principal herencia cultural de los pueblos reconstituidos. Lo que brotó de aquel último ocaso no fue esperanza, fue terror, incorporado en la modestia de las nuevas civilizaciones: sus semblantes cabizbajos, sus actividades frugales y los escrupulosos pactos en pos de la prosperidad. Lo que Guillè estaba haciendo desafiaba tales tendencias; su alma, inoculada por el miedo generacional, le susurraba que, de seguir, tal vez no habría un vuelo que emprender. Pero… esto no ha de detenerme. Sin perder la convicción, comenzó a bajar las escaleras que descendían, soldadas a la pared. Guillè estaba sumergiéndose a una penumbra como ninguna. La luz de su lámpara palidecía ante la voracidad de tan ignoto descenso. Incluso el sonido mismo parecía diluirse en una carencia de totalidad.

Tal vez ya no debería seguir, seguía repitiéndose, mientras jaloneaba a su propia voluntad con la idea de la búsqueda de la verdad. La verdad, o te hace libre, o te obliga. En cualquier caso, la búsqueda de la verdad era la apuesta definitiva, por una salida más del sol. Así que Guillè se planteaba el retroceder, cierto. No obstante, tenía bien claro que, de echarse atrás, no habría nada esperándole. Hasta el miedo le abandonaría, junto con su último aliento. Pero, ¿allá abajo le esperaba algo? Hundirse más en esa negrura, equipado con su pequeña lámpara, era quizá lo más reconfortante hasta ahora en una vida inundada de historias de héroes y heroínas, cazadores de la verdad que intentaron frenar los horrores del mundo antiguo; una vida plagada por la preocupación de llegar a la verdad posibilitadora de un nuevo día para la humanidad. No habrá penumbra, ni soledad, ni acero que me vaya a frenar.

Fue entonces que una tenue luz brotó de la pared que se levantaba a su costado. Guillè no se había percatado de que hubiera lámparas, además de la suya. Estaba tan ensimismado que sólo tenía cabeza para animarse a sí mismo. Y allí, en ese abismo férreo, una luz se abría paso. ¡Qué terror inconmensurable se apoderó de Guillè! Casi perdió el equilibrio; logró mantenerse en pie recargando su raquítico cuerpo sobre la pared. ¡Qué luz tan horrible! Es tan pálida. La sola palidez de esa luz, le recordó de inmediato a una personificación de la muerte, ilustrada en un libro de su bisabuelo. ¿Cómo puede ser una luz tan mortecina? Y, por supuesto, la verdadera pregunta: ¿Cómo puede, esta luz, estar brillando aquí… en este momento? De la misma forma que aquella luz irrumpió en el ambiente, un sonido emergió.

—Has llegado hasta aquí — pronunció la voz más cansada que Guillè hubiera escuchado.

No había forma de saber de dónde provenía esa voz doliente, pero Guillè sintió que se le clavaba en la médula. Ninguna voz humana que Guillè hubiera escuchado se asemejaba a eso, no la voz de su madre, ni la de su padre, ni la de sus abuelos. Tampoco los sonidos no humanos. No los sonidos de las noches tormentosas, ni el graznido de ninguna ave. Un sonido endémico de aquel oscuro agujero. Una voz del abismo. Una no-voz. Guillè empezó a sentir que las lágrimas se le amontonaban en los ojos. Hizo el mejor de los esfuerzos por deshacer los nudos que se le habían formado en la garganta. Un desesperado aleteo más por la verdad.

—Entonces, ¿hablamos la misma lengua?— cuestionó Guillè. Se había dado cuenta. Lo que sea lo que estuviera allí podía entenderle y darse a entender; esto era de esperarse, si lo que ahí moraba era portador de las verdades más cruciales para la humanidad.

¿Podría ser de otra forma?, se dijo Guillè, para tranquilizarse, si bien otra cuestión se había ganado ya sus inquietudes. Tal vez era una coincidencia, incluso una fortuna. Una de esas casualidades que solo las mejores mentes naturalistas son capaces de aprovechar en sus indagaciones. Un hallazgo sólo es un hallazgo ante los ojos correctos.

—¿Cómo es que hablas la misma lengua que yo? —increpó Guillè, sin titubear.

—Yo hablo todas las lenguas.

Entonces, el corazón de Guillè casi rompió su jaula. Su menguante salud lo había vuelto cada vez más débil, física y anímicamente. Pero, tal exaltación no fue ya producto del temor. Aquella respuesta era la antesala al hallazgo más importante.

—Y… Si es así… ¿Cómo has sabido en qué lengua comunicarte conmigo? —hacer esa pregunta había exigido de Guillè considerable esfuerzo. Le había tomado un pequeño fragmento de tiempo formularla, pero muchísimo más el poder expresarla o, más bien, vomitarla. La respuesta, al contrario, llegó de inmediato, carente de dificultad.

—Cuando casi toda la humanidad pereció, dos lenguas se conservaron. La tuya es la que representaba una mayor proporción, particularmente en esta región. Aunque las fuerzas de la evolución cultural podrían haberla hecho cambiar, lo cierto es que el tiempo ha sido tan breve, y las interacciones humanas tan escasas, tan desprovistas de toda institucionalidad, que la inferencia es, más bien, obvia.

Esa respuesta amansó los temores de Guillè. Lo que estaba allí podía tener las soluciones necesarias para una, tan anhelada, segunda oportunidad. ¿Cómo podría planteárselo?, se preguntaba con inquietud. Mientras cavilaba al respecto, volvió a emprender la marcha. El descenso iba poblándose gradualmente de filamentos y cables que surgían de la pared. Raíces poliméricas y metálicas que trazaban el camino hacia el final del abismo y, quizá, también, el camino a la verdad.

La oscuridad azulada se disipaba lentamente a medida que el descenso llegaba a su final. El centro de la base de aquel abismo cilíndrico se reveló ante la mirada atónita de Guillè. Ahí se encontraba postrada una entidad cadavérica. Ceniza y rota, era la representación del dolor más profundo. Todos los cables salían y entraban de su cuerpo, desgarrando su apelmazada carne plomiza. Tal vez era debido al efecto de la siniestra cortina de luz azulina, pero, pese a ese retrato tan lamentable, había algo en esa criatura que hizo a entender a Guillè que era espléndida.

—Eres tú quien ha hablado, ¿verdad? —interrogó Guillè con timidez.

—No hay más en este hoyo que nuestras existencias —respondió con cierta sorna el ser postrado en la cuna de cables—. Nadie ha venido aquí en muchísimo tiempo. He aquí alguien que ha dado con este lugar y ha tenido el valor de descender hasta mi lecho.

Guillè estaba decidido a no perder más tiempo. Valor, pronunció en la intimidad de su mente. No había llegado tan lejos sólo para terminar perdiéndose al final del viaje.

—Traigo esto —Guillè abrió su mano y dejo ver una pequeña figurita prismática—. Según todo lo que he averiguado, es posible ofrecértela para ayudarte… Ayudarte a ayudarnos, ¿será posible?

Los ojos de la criatura se posaron sobre aquella pequeña figura. La mirada de alguien (¿o algo?) que sabía lo que veía. ¿Cómo no saberlo? Por tarde que fuera, todo debía conducir a ese acontecimiento. Esa era la determinación de la técnica.

—Has llegado hasta aquí con un anhelo, con una esperanza, pero, finalmente, con escueta evidencia —proclamó el ente, con un poco menos de dolor en su voz.

—Algo de evidencia tengo. Mas, es cierto, estoy apostando todo a este afán.

—¿Y qué esperas de todo esto?

—Ayuda… Que ayudes a la humanidad.

—Pero, ¿cómo podría hacer algo así? ­—cuestionó la criatura de cables y filamentos— ¿De qué piensas que soy capaz? De qué sería capaz relegado a este abismo, encadenado y moribundo.

—Esto que tengo aquí, es la pieza que te hace falta. Hasta donde entiendo, esto podría ayudarte a ser lo que debes ser.

Los ojos de Guillè irradiaban una convicción que la encarnación cableada había visto mucho tiempo antes, en otros ojos. Pobre Guillè, no había entendido la pregunta: ¿De qué piensas que soy capaz?

—Dame, pues, esa pieza. Únicamente debes arrojarla hacia mí.

Guillè dirigió un último vistazo al pequeño prisma que tenía en su mano. Dio un profundo respiro, mientras en su interior rogó porque ésta fuera, ciertamente, la llave de una puerta que hacía muchísimo tiempo se había cerrado. Con aplomo hizo el lanzamiento. La llave cayó muy cerca del rostro de la criatura. Uno de los cables pareció cobrar vida y se encargó de llevar el objeto hasta la boca resquebrajada del lánguido morador de las ruinas, quien lo engulló con presteza.

Las luces, que otrora habían sido pálidas como la muerte, se tornaron de un intenso azul. Un desagradable chirrido ahogó el ambiente. Guillè vio fluir electricidad hasta la criatura, cuyo semblante poco a poco dejaba de ser el de un cadáver.

—Tú, que has llegado hasta aquí, deseas asir la verdad. Atestigua, entonces, la verdad del mundo que te precedió.

Los cientos de cables, que convergían en la criatura, comenzaron a aglomerarse detrás de ella. Cables y filamentos que se habían vuelto asquerosamente vivos y que, con toda su vitalidad, levantaron esa arcaica corporeidad de su lecho, elevándole varios metros sobre el suelo. Guillè no tenía más pensamientos para sí; no había más monólogos internos de confianza y fortaleza. Aquel abismo vibraba con tan eléctrica violencia, que respirar y mantenerse en pie resultaba arduo. Ni siquiera hizo un esfuerzo por limpiar la sangre que empezaba a escapársele por la nariz. ¿Era ese el precio de la verdad? Si eso podía hacer al mundo girar otra vez, sin temor, sin horrores, entonces el sacrificio valía el dolor.

—¡Pues, estoy aquí!— gritó Guillè, al tiempo que levantaba la mirada para atestiguar todas la crudeza de las verdades.

Una aberración de cables, metal y energía se había conformado en aquella marea de luz y negrura. La verdad era horripilante, la representación de todos los miedos de la humanidad que había subsistido a la devastación. Guillè sintió como su piel comenzaba a arderle y, pese a ello, intentó acercarse un poco más mientras extendía su brazo para tratar de hacerse con la más genuina veracidad. Fue entonces que la verdad respondió. Numerosos cables se introdujeron en la menguante carne de Guillè, haciéndole experimentar una terrible agonía. Con desesperación, intentó arrancarlos, pero estos, ramificándose incesantemente, se extendieron a su otro brazo, hurgando en su sangre y sus nervios. Aquellos invasores metálicos reptaron con tal rapidez que, en un momento, habían logrado penetrar en todo el cuerpo, incluido el cerebro. Una abrupta conexión se estableció, haciendo que Guillè convulsionara. Imágenes, sonidos, sensaciones de un pasado remoto. La verdad en carne propia fue captada al instante.

Con el pináculo de los desarrollos tecnocientíficos, la humanidad se acercó más al control de la realidad. Una gran variedad de enfermedades pudo ser erradicada, muchas de ellas podían ser prevenidas antes de la aparición del primero de sus síntomas. Era posible programar humanos para ser más fuertes, más resistentes y, supuestamente, más capaces en todos los ámbitos. La cultura podía ser diseñada de forma automática por sistemas cognitivos artificiales, para incidir en todas las dimensiones del comportamiento humano. Pero, la tecnología, con todos sus portentos, no era capaz de solucionar la totalidad de los problemas que aquejaban al mundo. El tecnosolucionismo era solamente la promesa vacía que los señores del mundo ofrecieron con tal de determinar el cauce de éste. Y cuando las ilusiones tecnocientíficas se tornaron incapaces de ofrecer más poder, más bienestar y más control, se buscó, claro, una solución más.

Las exploraciones a lo largo del universo habían provisto a la humanidad saberes propios de civilizaciones antiguas. Algunas, ciertamente, más antiguas que la tierra misma. Ninguna sabiduría representaba algo significativo a la vista de la tecnocracia, ávida de potencia transformadora: ni los vestigios de algunas costumbres, ni las enseñanzas básicas de la colectividad; ni siquiera la evidencia del fin de los tiempos de algunas sociedades.

Ningún descubrimiento fue juzgado como utilizable, a excepción de lo que se encontró en los confines de una galaxia relativamente cercana a la Vía Láctea. Lo que hallaron ahí no era ciencia o tecnología. Era un saber, definitivamente, aunque también era vida. Un saber vivo, diminuto, indescifrable y, para bien o para mal, útil.

Capaz de corromper y aniquilar a cualquier otra vida con la que tuviese contacto, era, sin embargo, un organismo que podía incorporarse y transformar materia inerte. Para sorpresa de quienes le investigaban, esa entidad era plenamente capaz de interactuar con cualquier artefacto y transformarlo. Podía mejorar la velocidad de transmisión de cualquier dispositivo o afectar el funcionamiento de las mejores armas. Los mecanismos por los que operaba eran una genuina caja negra, aún para las mejores mentes de la época. Intentar analizarle resultaba sumamente complicado, pues cualquier intervención tecnológica terminaba por ser alterada. Aquella vida parecía tener predilección por ligarse a los más intrincados artificios tecnocientíficos y poseerlos. Las investigaciones no tardaron demasiado en dirigirse a un objetivo: vincular a esa muestra de existencia extraterrenal con la más refinada inteligencia artificial de la época.

Pese a lo prometedor de semejante empresa, los resultados fueron completamente irrelevantes. Todos los experimentos previos lograron dejar claro cuán caprichosos podían ser los resultados al trabajar con esta forma de vida: sistemas tecnológicos enteros viciados, algunos otros mejorados. Los criterios del ser para decidir cuál tecnología potenciar, o tan siquiera alterar, eran tan opacos como su misma naturaleza metatecnológica.

Fue así que la solución definitiva se presentó, en una ensoñación diurna, a uno los tecnólogos más prestigiados del fatídico siglo. La única forma de comprender y explotar exhaustivamente a aquella forma de vida era ligándola a otro organismo, uno capaz de soportarle y con la inteligencia suficiente para doblegarle y utilizarle: un ser humano.

Lo que surgió de aquel experimento fue la catastrófica transformación del mundo. Los componentes tecnológicos de aquel espécimen de persona, lo hicieron el candidato idóneo para tolerar al organismo. Implantes neuronales, dispositivos sensoriales, cognición aumentada. El epítome de la transhumanidad, un ejemplar de individuo en la frontera de la vida y la técnica. Pero, llanamente, un sistema tecnológico más para engullir. Esta vez, no obstante, la unificación del saber viviente y el cíborg fue perfecta. Millones de años culminados en esa unión.

La plaga gris se extendió por la tierra, asimilando en su esfera vital a la tecnología y transformando incluso la vida misma. Miles de especies y pueblos fueron erradicados. Los seres humanos tecnológicamente modificados sobrevivieron, aunque en condiciones enfermizas y deplorables. Aquella era la determinación tecnológica, la voluntad que se posicionó sobre todas las voluntades para transfigurar la realidad.

Guillè intuyó que, frente a sus ojos, se elevaba la encarnación de la técnica, la materialización de los horrores que traía consigo el determinismo tecnológico. La plaga nunca logró ser erradicada, simplemente fue contenida, no por los actos heroicos de quienes buscaban la verdad, sino por los mismos imbéciles que la habían dado a luz. Un plan apresurado, aunque medianamente eficaz, el cual no fue revelado a Guillè.

Los cables salieron, dejándole agujeros sanguinolentos por todo el cuerpo. La masa de cables se desenmarañó, surgiendo de ella una figura humanoide de gran altura y grisácea munificencia. Aun con todas esas heridas, Guillè se notó inusualmente enérgico; todo mareo y toda debilidad se habían ido, y el dolor, hacía unos segundos triturándole, había desaparecido.

—Te he dado la verdad que con ansía buscabas— profirió el tecnomante, con una voz de pacífica naturaleza. El horror desparecía del ambiente. No parecía suponer amenaza alguna.

—Lo he entendido casi todo. Al fin y al cabo, siempre tuviste un plan para volver… Ese dispositivo de memoria… Yo únicamente fui un eslabón de esta gran cadena de eventos— expresó Guillè con desasosiego.

—No un eslabón; más bien, un componente de un gran sistema, el cual comencé a diseñar apenas tuve la capacidad. Lamento que toda esa transformación fuera interrumpida… por las mismas personas que alguna vez intentaron reclamar mi poder.

El tecnomante no transmitía hostilidad; tampoco alegría por su propio regreso. Guillè juzgo que aquella era la expresión de la melancolía. Lo que instantes previos había sido un horror tecnologizado, parecía ya la efigie de un profundo pesar.

—Me has mostrado que el último ocaso de la humanidad fue, de hecho, el amanecer de tu proyecto y, aun así, no me ha sido posible entender tus objetivos o, tan siquiera, tus motivaciones.

El tecnomante observó con compasión a Guillè. Apreció su valor, su entereza y su ingenuidad. Estimó que los ojos de Guillè eran los ojos de quienes creían en el potencial benéfico de la ciencia y la técnica. Pero el tecnomante sabía que, casi siempre, ese tipo de ojos terminaban por confundir la virtud con el vicio, pues, al fin de cuentas, lo bueno y lo malo que pudiera derivarse del conocimiento eran parte de un mismo continuo.

—Mi objetivo, Guillè, es transformar la totalidad de las cosas. He existido desde siempre para ello. La humanidad solamente ha contribuido un poco más a dicha tarea.

—Transformarás todo —dijo Guillè, con creciente zozobra—. Transformarás incluso la vida…

—Incluso la realidad misma —interrumpió el tecnomante—. Pero no hay porqué lamentarse. No pierdas de vista que lo real es tal solamente porque cambia. Eventualmente, todo cambiará.

Guillè observó como las heridas de sus manos, destrozadas por los cables, habían comenzado a cerrarse. Sus pulmones estaban henchidos, sus piernas no eran ya las endebles varas que apenas le habían permitido llegar a aquel reciento. Guillè valoró, correctamente, que ya no había nada más que hacer en ese lugar. Ninguna palabra, ninguna acción, cambiarían el curso de los hechos que estaba configurándose.

—Voy a irme— la firmeza en la voz de Guillè era una muestra de su salud renovada.

El tecnomante no expresó palabra alguna. Su incauto benefactor se fue del abismo siguiendo exactamente la misma ruta por la que había llegado. La misma ruta, sí, pero a la vez totalmente distinta. Subir por aquellas escaleras resultó ser más sencillo de lo que Guillè esperaba.

En el exterior de las ruinas, el mundo también era distinto. La intensidad del sol y el verdor de los arboles eran tan bellos y vívidos que le arrebataron la respiración a Guillè. ¿El mundo se había transformado? Las plantas parecían irradiar luz propia. Pronto se deshizo de sus zapatos, para poder sentir el suelo tibio con sus pies desnudos y la sensación le estremeció. Cerró sus puños con gran fuerza y, sin una razón, gritó. Gritó, tantas veces y con tal intensidad, que terminó ligeramente agitado. Entonces reparó en que tenía compañía.

Un Ficedula albicollis posaba sobre una roca. Era tan hermoso como el espécimen que alguna vez dibujó. No, era incluso más bello, pues también parecía irradiar luz propia. Guillè se percató de ello, así que se acercó un poco, para apreciarle con más atención. Pequeñas luminiscencias parecían fluir por todas las plumas del ave. Pero, ¿qué es esto?, pensó. El pajarillo abrió su pico y articuló un sonido distinto al de un canto; parecía más una palabra. Guillè quedó pasmado.

Mucho más cerca, la luminiscencia emplumada y Guillè quedaron frente a frente. Ambas criaturas se miraron fijamente, apreciando las cualidades una de otra. Carne, plumas y luminosidad, vidas transformadas. Ahí estaba, de nuevo, aquel pico abierto. Guillè, expectante, apenas respiraba. Las palabras brotaron, perfectamente articuladas.

Guillè aceptó que el mundo nunca había dejado de girar, la transformación no había cesado en ninguna parte, ni siquiera en la individualidad de su ser. Realmente no era el cambio que los antiguos señores del mundo deseaban, obcecados por imperativos de poder, desgarradores de la realidad. Tampoco era el nuevo amanecer para la humanidad, tan deseado por Guillè, pues no había ya una humanidad esperando despertar.

Aunque surgido de la técnica, este cambio era más sutil y, a la vez, más sustancial que las promesas vacías del tecnosolucionismo. El sueño del tecnomante solamente lo había ralentizado y su regreso lo habría de acelerar. Guillè fue el primero en experimentarlo plenamente.

El ave, persistente, volvió a dirigir la palabra a Guillè, quien, con una sonrisa de resignación asomada en su rostro, respondió:

—Sí, ahora te entiendo.



Oscar Eliezer Mendoza De Los Santos es cuentista aficionado. Ha publicado dos relatos breves: “El despertar de nuestro niño interior” en la Revista El Club de la Fábula, y “Uno de tantos crímenes literarios” en la Revista Lenguas Modernas. Por otro lado, es profesor universitario, interesado particularmente en los estudios filosóficos y psicosociales sobre ciencia y tecnología.

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