Por J.M. Vacah
«Hay dos clases de decepciones en la vida, la primera: que tu ídolo (el Rayo de Jalisco jr., por ejemplo) no te quiera firmar tu máscara. Y segunda: todas las demás», pensaste, mientras salías de la convención, en apoyo a la creación de la Casa del Luchador Retirado, con tu máscara del Rayo virgen (sin la mácula deseada: firma autógrafa de su dueño) entre las manos. Con la palma de tu amigo el gordo Sebastián en la espalda. —Pinche Rayo culero, ya no serás mi ídolo —farfullaste, mientras el gordito se llevaba una galleta a la boca. —Perdónalo amigo —masticaba, mientras las migajas le botaban de la boca como semillas de tristeza.
Los recuerdos te venían en fragmentos, lo primero era la sensación de haberte caído. Luego no te dolía nada, sólo sentías adormecido el cuerpo, sin poder levantar un músculo, ni el más mísero. ¿Por qué te caíste? En el suelo está tu sangre encharcada, pero no te puedes levantar. Con la cara pegada al suelo sólo ves el primer escalón, de las escaleras por donde rodaste viene bajando uno de tus gatos, lo escuchas ronronear. El escalón es igual de cotidiano que siempre, un escalón como cualquier otro, pero si lo miras bien ahora se diferencia de los demás porque tiene un hilo rojo, brillante. Hay más recuerdos en tu cabeza.
—Los ídolos son en esencia humildes, nacidos en el calor de la plaza pública, cobijados en los senos del pueblo y amparados por la virgencita que todo lo ve y todo lo destruye; con la ira de Dios y con su amor; por el amor a la raza, por el amor a la poesía que es la raza, por el amor a los dioses aztecas cuyo panteón reposa en el pecho de la patria que nos arde en el pecho, con el corazón ardiendo, ahíto de hazañas como astros en el firmamento… —Salmodia tu amigo, de pie sobre el asiento, mientras la gente que viajaba en el mismo vagón lo escucha atentamente, contagiada por la belleza de su discurso, a pesar del calor sofocante de las horas rabiosas del tráfico en el metro.
¿Dónde está Sebastián ahora? Quisieras que entrara, para saber por qué chingados te caíste o cómo, o por qué no te puedes mover, qué carajo es lo que tienes. ¿Y si llegara ahora? ¿Estará abierta la puerta? No recuerdas. Si llega y la puerta no está abierta, tocará el timbre. Pero no podrás abrirle. ¿Cuántas veces seguirá tocando? Tocará cuatro veces el timbre, en intervalos de dos minutos por cada timbrazo, cuatro es un buen número, pasarán diez minutos antes de golpear la puerta. Seguro te gritará, pensará que no quieres abrirle, que lo detestas, que te cae gordo, porque a él sí le quisieron firmar sus máscaras y porque él fue quien tuvo la pinche idea de jugar a la ouija.
«¡Pinche ridículo!», querías salirte por la ventana, pero el tren iba en el túnel. «No hacía falta tanta mamada, pinche ridículo. La neta sí estoy triste por lo que me hizo el Rayo, pero no es para tanto, no te la jales, Sebastián», mascullabas. «Sí estoy triste pero no es para tanto», te repetiste todo el trayecto, mientras tu amigo hacía gala de sus grandes dotes de orador. —…El público fiel colma arenas de cualquier región mexicana, desde la mugrosa ciudad hasta el pueblo rascuacho, el pueblo procura a sus ídolos y los encomienda a la Virgen del Costalazo, entre alaridos que son besos que son versos. Etcétera. Y yo pregunto, respetable público cautivo, ¿acaso el ídolo no tiene que retribuir un poco de lo que el pueblo le ha dado? Etcétera. ¿Acaso un ídolo debe actuar como político priista, dando la espalda a su pueblo hambreado? Etcétera. ¿Qué otra cosa se puede ser cuando se es precisamente un ídolo? Etcétera. Etcétera. Etcétera.
Etcétera.
«Sí estoy triste, sí estoy triste, sí estoy…», te seguías repitiendo para no escuchar los lamentos de tu corazón herido y para no oír la voz del gordísimo orador desde su púlpito improvisado.
Bajaron en la estación Hidalgo, la gente despidió al gordito con aplausos. —¡Adiós guapo! —le gritó una muchacha cuya falda apretadita de colegiala ceñía sus piernotas.
—Mira, mano, ¿qué te parece si para mejorar el día nos vamos por unas cervezas? Ya no te agüites. —Llevo dos años de abstinencia —le contestaste. —Ah… bueno se me ocurre una gran idea, tengo una ouija en mi casa, ¿por qué no acusamos al Rayo de Jalisco jr.? —Con quién chingados lo vamos a acusar. —Con su chingada madre, ¿qué te parece?
Pinche gordo majadero.
Reímos. Los insultos a la madre son, en esencia, ejercicios de conciliación. —Sabes qué, pinche gordo, lo vamos a acusar con el Santo. —Y la palabra “santo” rebotó en el pasillo del transbordo de la línea verde a la línea azul con tal intensidad, que una anciana tuvo que sujetar su peluca para que no se la llevara el potente eco.
Llegaron a la casa del gordito. De un baúl cubierto de una gruesa capa de polvo, oculto en el armario gigantesco donde tu amigo guardaba su ropa y su voluminosa colección de máscaras de luchadores autografiadas, sacaron la ouija que se hallaba cubierta con bolsas de plástico, mediante una cuerda estaban atadas a la tabla un par de botellas con agua. —Es agua bendita para que no se escape. «Así la tenía mi madre», pensaste. Cuando eras niño, en la casa había un cuarto en el que no dormía nadie, era una habitación que tenía la función de guardar las cosas más viejas e inservibles de la familia. Sobre un armario viejísimo estaba la tabla envuelta en bolsas y cercada por cuatro botellas con agua bendita, una por cada una de sus esquinas. A menudo entrabas al cuarto, seducido por la soledad y los cachivaches: artefactos rarísimos algunos, otros objetos de lo más corrientes. Jamás viste nada extraño, a pesar de que tus juegos a menudo se prologaban horas y horas. Hasta que un día, una mujer entró a la habitación para llevarse la tabla de los espíritus. — ¿Por qué se la lleva? —le preguntaste, y ella te dijo: —la vamos a quemar. —¿Puedo ver? —la sola idea de quemar algo te entusiasmaba demasiado, como a todo niño, porque ni siquiera sabías qué era la tabla o para qué servía. —No, porque salta. A veces no se deja quemar y salta del fuego y puede ser peligroso. Nunca has olvidado aquella respuesta. Desde entonces tienes el mismo sueño recurrente donde aquella mujer, salida de no sé qué circunstancia soñada, aparece y te dice: «a veces no se deja quemar y salta del fuego y puede ser peligroso».
Muchos años después supiste para qué chingados servía esa tabla, tu madre la jugaba con tus hermanos mayores, cuando tú ni siquiera habías nacido. Después de espantosas apariciones, desencadenadas por el juego macabro, tu madre decidió terminar con el terror que iba apoderándose de la familia y, con ayuda de una santera, arrumbaron la ouija, entre cadenas y agua bendita, en la habitación solitaria. Ahí permaneció algunos años hasta que la misma bruja pudo quemarla, pues era necesario que pasara el tiempo para que el portal de energía se cerrara y la tabla perdiera su fuerza, o algo así fue lo que te explicó tu madre.
Antes de morir, te heredó los gatos. Un par de mininos avejentados que no hacían otra cosa que dormir sobre la cama de tu enferma madre. Al morir ella, te llevaste los gatos, porque te hizo prometerle, en su lecho de muerte, que cuidarías bien de ellos. Pues tú eras el único hijo capaz de hacerlo. «¡Viejo micho! ¡Mefisto! ¡Amado compañero! Tus ojos, tu maullido son demoniacos», cuando leíste el poema por primera vez quedaste fascinado, te gustaba recitarlo a tu madre. «¡Pobre minino!, ¡cuántos años hemos pasado juntos! Me hablas, te contesto. Comprendemos el tono, la mirada, pero nada sacamos en limpio de eso que decimos» Viene bajando Marchisio, el favorito de mamá, pobre gato viejo, ¡cuánto esfuerzo gatuno para posar la pata en el escalón de abajo! En otras circunstancias lo ayudarías a bajar, pero no puedes moverte, la única maldita cosa que puedes hacer es recordar, te duele la cabeza y sientes en el pecho un calor insoportable, si no fuera por este ardor, sabrías que estás muerto y que la muerte es un instante eterno en el que existes a través de los recuerdos que tú mismo te narras, tras el último momento de tu vida. ¡Al carajo! Ya estás muerto, y sí, la muerte es esto. Entonces sigues: «Yo pesco tu comida, tú calientas mi cama. En tus ojos de ámbar, yo veo el infierno. Y si trazas un círculo alrededor de una gaviota herida, eres el diablo mismo que se apresta a matar. ¡Todo de acero!, ¡todo en terciopelo! ¡Tú me enseñaste que también Satán es parte de la gracia!» ¡Marchisio! ¡Apúrate cabronsete! ¡Ven! ¡Ayúdame! ¡Dile a Sebastián que ya estoy muerto! ¡No! ¡Mejor dile que venga a ver si ya estoy muerto! ¿Me oyes? ¡Maaaaaaaaaarchiiiiiiiiiiiiiiiisiiiiiiiiiiiiiiioooooooooooooo!
No puedes entenderme, gato tonto. Siempre supe que eras el más imbécil de los dos. ¿Dónde está Chielini? ¡Ve por él! ¿Están tocando el timbre? Sí, están tocando. ¡Es Sebastián que ya llegó! ¡Rápido dile a Chielini que baje y que abra! ¡No! ¡Mejor abre tú! ¡Rápido!
Sólo tocaron una vez. Si llega Sebastián tocará cuatro veces, cuatro es un buen número. Alguien que sólo toca una vez no está realmente interesado en que le abran. A lo mejor fue uno de esos niños que tocan y luego se echan a correr. Sí, eso ha de haber sido, pues sólo fue un timbrazo, si hubieran sido dos a lo mejor se podía pensar en otra persona. Si llega Sebastián tocará cuatro veces. O a lo mejor no toca, quizá le presté mis llaves. ¿Marchisio, puedes revisar si están las llaves en mis bolsillos?
—¿Podemos hablar con El Santo? «SÍ.» Sobre la punta de nuestros dedos, hacíamos girar el triángulo, del sí al no, y viceversa. La tabla nos jugaba una broma.
—¿Eres tú el El Santo? «NO.»
—¿Quién eres? «S-A-N-T-O.»
—¿Cuál es tu nombre real? (todo mundo sabe que el nombre real del enmascarado de plata es Rodolfo Guzmán Huerta). «C-A-R-L-O-S». Al terminar de señalarnos la s, la sangre se nos heló en el cuerpo y la saliva se nos hizo piedra en el gañote. —Ya la cagamos, pinche gordo, hemos traído un espíritu desconocido, esto no me da muy buena espina.
—Sigamos con las preguntas, amigo, no podemos dejar todo a la mitad, si ya trajimos a un espíritu desconocido, mínimo debemos saber quién es. —¿Cuál es tu apellido? «M-O-N-S-I-V-Á-I-S.»
¿Habíamos traído el ánima de Monsi al portal?
—¿Estás mintiendo? «NO.»
— ¿Cómo podemos saber que eres tú? «F-U-E-R-O-N-L-O-S-G-A-T-O-S».
Habíamos traído el ánima de Monsi a nuestro portal de energía.
Rápidamente fuiste al librero del gordo. —¿Dónde tienes los libros de Monsi?, rápido enséñamelos. El gordo te miraba distraído, con el dedo del corazón te señaló el rincón izquierdo de su biblioteca, miraste los tomos y sólo había un pinche libro del autor de Días de guardar. El libro se llamaba Aproximaciones y reintegros, una compilación de la obra de crítica literaria que Monsiváis publicó en su suplemento de La Cultura en México. Abriste una página al azar: 69. Y leíste: «En la formación más honda de los entusiastas de la vida espiritual a su credo religioso y la educación sentimental (la gran educación latinoamericana) aún imperan las respuestas clásicas y típicas a las preguntas “eternas”: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? O en la versión de Nervo: ¡Piedad para mi muerta! ¡Piedad para los muertos!/ ¿A dónde van los muertos, Señor, adónde van?». —¡Gordo es una señal! ¡Es una señal!
Tu amigo estaba pálido, los cachetes le colgaban como un globo fláccido, ¿dónde estaban aquellos receptáculos de oxígeno abombados y bombonescos que habían conquistado los corazones de tantas damas? —¿Te sientes bien, amigo? —Le preguntaste con la voz entrecortada, porque a mitad de tu pregunta, él ya te había mostrado la respuesta: su mano señalaba un charco de sangre en el centro de la ouija. El gordo se levantó rapidísimo, mientras tú estabas paralizado del susto, fue a la cocina y trajo un trapo mojado en agua bendita para limpiar la sangre pero…
Ya no había sangre.
Decidimos, después de discutirlo durante una hora, seguir jugando y preguntarle a Monsiváis cómo podíamos ayudarlo, qué necesitaba de nosotros, o qué era lo que nos quería decir mostrándonos su sangre. «F-U-E-R-O-N-L-O-S-G-A-T-O-S», respondió.
«F-U-E-R-O-N-L-O-S-G-A-T-O-S», volvió a responder. «F-U-E-R-O-N-L-O-S-G-A-T-O-S», era su respuesta para cualquiera de nuestras preguntas.
—¿Qué pasa con el maldito Monsi? —Sebastián se levantó de la mesa, aterrorizado, tanto como tú, comenzó a girar alrededor de ti, pensativo. Tenía una mirada febril. Te dijo: tengo que salir un momento, necesito tomar un poco de aire, si seguimos con las preguntas me voy a volver loco. Discutimos. Forcejeamos.
Salió.
Te sentaste en el sillón, sacaste un Marlboro, te buscaste en los bolsillos el encendedor. No estaba. El primer lugar donde se te ocurrió buscarlo fue en la cocina. La cocina del gordo estaba limpísima. Ayer fumaste mientras preparabas la cena, y te comiste la ensalada con un poco de ceniza. No estaba en la cocina. De pronto una voz te llamó por tu nombre. Era la voz de Monsiváis. Ahí fue cuando decidiste regresar a casa, saliste rápido, como alma que lleva el diablo, sin dejarle una nota Sebastián. Tomaste el primer taxi que pasó, era bastante tarde, habían jugado muchas horas.
Entraste a casa, reconfortado por la idea de irte a la cama y olvidarte de todo, de pronto te sentiste muy cansado. Subiste las escaleras corriendo, estabas impaciente por llegar a tu cama y cerrar la habitación con llave, no pensabas salir en toda la noche y si era posible nunca, el miedo te apresuraba. En las escaleras tropezaste con Marchisio, le pisaste la cola, y caíste golpeándote la rodilla con el filo del escalón. «Maldito gato, un día me vas a matar», pensaste eso, lo recuerdas muy bien. Entraste a tu habitación, estabas a punto de cerrar la puerta, cuando comenzó a sonar tu teléfono celular. Sonaba abajo en tu sala. De seguro lo habías olvidado ahí abajo, o se te había caído. «¡Maldita sea!, tal vez es una llamada importante.» No podías encerrarte en tu habitación para no salir nunca si no tenías tu celular a la mano, y tu computadora, al menos. Decidiste ir por tu celular y por la computadora. «Tengo que bajar rápido, lo más rápido que pueda.» Y corriste.
Fotografía de Angel Saldivar. Conoce más de su trabajo.