por Daniel Carrillo
La era del cine mudo tocaba su fin. Nuevos sistemas se acoplaban a la película, prometiendo la inevitable revolución sonora. Solo Murnau, el mayor exponente de la década, podía forjar ese parteaguas donde antes y después se reunieran en íntimo abrazo.
Sunrise es al mismo tiempo un cierre y una bienvenida: la culminación de años de desarrollar un lenguaje a base de fotogramas y la prefiguración del sonido que se avecinaba. Es, como expresión de dos características destinadas a entrelazarse, una canción visual, una canción de dos humanos: “Esta canción del Hombre y su Esposa es de ningún lugar y de todas partes; la puedes escuchar en cualquier sitio, en cualquier momento”. En su universalidad se encuentra la disposición a abarcar la vida: la vida del cinematógrafo, de una pareja, de la ciudad y el campo, la vida misma; el ciclo que compone un día.
Vacaciones de verano. Único momento del año en que los citadinos acuden en masa a los desplazados parajes naturales. Urbe y campiña se encuentran para su idilio anual. Dos porciones de humanidad se toman las manos. Semanas después, una vacacionista (Margaret Livingston) que ha prolongado su estadía en el campo sale de noche para reunirse con su amante (George O’Brien), granjero casado y con una cría. El silbido que ella emite a modo de llamado no es audible, pero nos dibuja los primeros acordes de la canción perdida tiempo atrás entre el hombre y su esposa (Janet Gaynor), manteniendo una nota larga cuando aquél avanza a través de la neblinosa ciénaga hasta el punto del encuentro, seguido por el travelling más portentoso de todo el filme. Tanto el paisaje à la Caspar Friedrich como los intertítulos que se amoldan al sentimiento y significación del diálogo dan una esencia nueva a la vieja melodía del affair y la conspiración homicida. Movimientos de cámara y fundidos convierten la ensoñación y el debate interno del protagonista en una voluptuosa interiorización fílmica.
Pero aún mejor resulta la inclusión de nuevos instrumentos del entorno en la siguiente escena para enriquecer la pauta principal de la canción. Cuando marido y mujer zarpan en el bote de remos, la actitud celosa del perro, que sale corriendo tras ellos, provoca el regreso de él con el animal. Murnau compone en este tiempo un delicado crescendo de sospecha que Gaynor, por su parte, ejecuta maravillosamente con las ondas del río a sus espaldas. Tal expresividad nunca se vio mejor complementada.
La desazón de ambos, con diferentes tonos en cada caso, encontrándose lejos de la costa, alcanza un contrapunto que tiende una fuga intensa y dolorosa en las subsiguientes imágenes. El bote regresando a toda velocidad, la persecución hasta el tranvía; la canción rompe su propia tensión con un profundo lamento, pero a su vez aprovecha esa fuerza para transitar hacia la siguiente parte casi imperceptiblemente: el campo se transforma, visto desde la perspectiva de un pasajero, en urbe. El ajetreo de vehículos y gente incrementa la confusión de sentimientos encerrada en ella; en él, el remordimiento; las notas de la canción sobre el vínculo desmoronado entre ellos, un estribillo: “Don’t be afraid of me!”. La cámara los sigue como otro transeúnte en su penoso intercambio de congojas.
Irrumpe un sonido familiar. Las campanas de una iglesia cercana les indican una sucesión de bodas que se está llevando a cabo. Ahí, y solo ahí, donde yace el recordatorio de los votos, se consuma la primera mitad de esa canción que está presente todo el tiempo, pero que se tiene que redescubrir cada vez. En contadas ocasiones ha sido tan emotiva una reconciliación en pantalla.
Murnau abre su segunda mitad con la fantasía de los recién re-casados y su obstrucción del tráfico, filmando una de las primeras escenas con “sonido”, en que la orquesta hace las veces de bocinas. O’Brien y Gaynor muestran una química hasta entonces ignorada: el físico imponente y rostro bonachón de él junto con la ternura y candidez de ella los vuelven una pareja entrañable; suficiente para nosotros, espectadores, durante las siguientes secuencias como uno lo es para la otra y la una es para el otro. Si ellos se dan el tiempo de divertirse en pareja, el director también se da tiempo para montar algunos chascarrillos típicos del cine mudo: el lechón ebrio, el vestido con tirantes inestables; todo es jolgorio en esa feria expresionista. La noche se enciende igual que los ojos embelesados.
El último pasaje arriba prestissimo. Se desata la tormenta y el que fuera antes un plan frustrado parece ser cruelmente realizado por el destino. Sin embargo, la esposa es rescatada y recibe al hombre con los dorados cabellos sueltos y radiantes, como señal de la confianza plena que, al fin, puede depositar en su canción; la canción que termina con la nota gloriosa del alba, el nuevo inicio. La canción de dos humanos que es de ningún lugar y de todas partes, que se puede escuchar en cualquier sitio, en cualquier momento: el amor.
Daniel Carrillo es estudiante de cinematografía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla desde 2014, se ha des(em)peñado como escritor de cuentos, poemas, artículos, y, más recientemente, blogs y críticas de películas, sin llegar a completar ninguno satisfactoriamente. Prefiere usar pseudónimos.