por Eurípides Rendón
Aunque no lo crean, yo peleé en la Segunda Guerra Mundial; estuve en el desembarco en Normandía, en ese momento no estaba enterado de donde me encontraba, sólo veía como pasaban las balas sobre los cascos verdes de los soldados, como zumbaban, estrellándose contra la arena y el agua del mar. Contemplé soldados mutilados, disparé un M-1 Garand, aunque tampoco sabía qué arma era.
Así fue como las películas me hacían imaginar aquellas batallas campales, con bolas de lodo o tierra dura, en los pozos cavados para instalar, el nuevo techo de la cancha de basquetbol de mi pueblo. Hollywood hizo bien su tarea, pues lograron que viéramos a los soldados gringos como máquinas de matar invencibles, “Los Buenos”, les decíamos; éstos peleaban, como se imaginarán, contra “Los Malos”; los alemanes metían gente en campos de concentración u hornos, pero en ese entonces no teníamos ni idea, simplemente así los mostraba la película y por su puesto le creíamos.
Aquellas pelas de “Buenos” y “Malos” eran interminables, casi nadie se animaba a ser de “Los Malos”, todos querían ser de “Los Buenos”, pues mataban a cientos de enemigos sin que les pasara nada, pero cuando Pancho el grandulón prefería ser malo, más de uno se animaba. Ahora sí, cada equipo agarraba unas tablas de la obra para tapar su trinchera, esperando resistir los ataques del enemigo. Volaban las pedradas, tronaban las tablas y los gritos desesperados de los combatientes, pidiendo municiones de todos los calibres posibles: “Necesito balas del 23”, “a mí me faltan balas de 41”, “ya no hay bombas del 19”, los gritos de auxilio de los heridos, no faltaba quien se le metía tierra en los ojos, se enojaba o se ponía a llorar, sus compañeros pidiendo tiempo para atender al lesionado, una vez que se recuperaba, la débil tregua se rompía, comenzando de nueva cuenta a escucharse el estruendoso ruido de la batalla.
Como siempre sucede donde hay niños jugando, todo terminaba hasta que un trabajador llegaba gritando o una señora pasaban regañando a todos por andar agarrando las tablas, mientras nos tirábamos piedras dentro de un pozo.
Muchas veces los adultos llegamos a ser tan absurdos e incongruentes ¿Qué esperaban de unos niños en el campo? Éramos libres de correr por todos lados, como vacas cuando las acaban de sacar del corral. Después llegaron las maquinitas, todos nos regañaban por estar pegados a esas pantallas, “busque jugar a otra cosa” ¿Así o más incongruencia? En fin, la hipocresía…
No tuvimos más remedio que volver a tomar las armas para pelear la guerra interminable; entonces las trincheras de la cancha ya no existían, la tía Goya tiró un ropero viejo que se convirtió en uno de los bunkers de la playa Omaha, y ahí nos agarramos a pedradas, digo a balazos y granadazos. Algunos de nosotros teníamos armas de juguete, pues nuestros padres podían darnos ese lujo, la mayoría utilizaban palos que encontraban en cualquier rincón del pueblo, al final terminábamos intercambiando las armas, nos parecían mejores las hechas de palo, al entrar en combate cuerpo a cuerpo no se rompían fácilmente, como la vez que Tito le receto un buen culatazo a Beto con una escopeta de plástico y hasta ahí llegó la diversión.
Perdí la cuenta de cuantas veces fuimos a buscar al soldado perdido, nadie nos dijo por qué lo buscábamos, sólo era nuestra misión encontrarlo, el ultimo combate que recuerdo, fue en un terreno lleno de monte, nos tiramos pecho a tierra para ocultarnos entre la maleza, les caímos por sorpresa a los contrarios, se defendieron heroicamente, aniquilamos a todos, fue una celebre batalla, digna de una película sin duda. Volaron limones, piedras, palos, tierras, gritos, nos movíamos cual artistas circenses por todo el campo, terminamos revolcados, con las ropas rasgadas por las ramas y espinas.
Después de esa batalla, nos desmovilizamos; ya estábamos muy viejos para pelear guerras, la mente no nos daba para tanto, la imaginación se ocupaba de otros asuntos. Así llegó la paz, la calma volvió a las calles, nadie nos regañó más por andar agarrando tablas, por gritar o por tirar piedras, ya no hubo descalabrados, no hubo tierra en los ojos. Los niños cambiaron las armas por el celular, ahora tienen guerras virtuales por internet, ya no ven películas, no hay necesidad, la cosa es matar por matar, sin una historia u objetivo de por medio. Hoy todos aquellos veteranos de la última guerra nos reunimos a tomar unas cervezas, a rememorar glorias pasadas, cuando codo a codo compartimos los rigores de las lides donde participamos; es muy difícil imaginar que los recuerdos de una guerra te puedan hacer reír o hacerte feliz. Ojalá los niños de Siria y Palestina tuvieran nuestra suerte. Quisiera ser ahora de “Los buenos” para ir a defenderlos, pero “Los Malos” sí existen en la vida real, así como salían en las películas. Nunca pensé que fueran ellos quienes las filmaban.
Eurípides Rendón (El Porvenir, Florencio Villarreal, Costa Chica de Guerrero, 1994). Estudié Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, escribo inspirado en temas de la realidad social, política y económica de nuestro país y el mundo, aunque los temas de la vida cotidiana, las costumbres y tradiciones costeñas no me son indiferentes.
Foto: Reinhard Schultz