Así se acaba el mundo


por Ivonne Arisbe

Y así se acaba el mundo
No con un estallar, con un sollozo.

–T. S. Eliot, “The Hollow Men”

 

El primero ocurrió a las 9 de la mañana. Sacudió rítmicamente la silla en donde estaba sentado desayunando e hizo que el foco que colgaba del techo oscilara como el péndulo de un reloj. Antes de salir a la calle, bebí el último sorbo de mi café. Mis vecinos (algunos en pijama) ya estaban afuera esperando, aterrados, la réplica. Poco después la hubo, pero no fue la última.

La televisión se inundó de noticias alarmantes donde anunciaban que el mismo hecho se había reproducido por todo el país, incluso en varias partes del mundo. Algunas capitales habían quedado destruidas por el movimiento telúrico.

Habían activado alarmas de maremoto en las ciudades costeras y todos estaban esperando la siguiente catástrofe.

Ocurrió poco antes de las 3 a.m.; la tierra volvió a despertarse y, con ella, el resto de nosotros.

Me levanté por el ruido de platos y vidrios rompiéndose, más que por el movimiento oscilante de la cama. Como un ebrio saliendo de una cantina, intentaba mantener el equilibrio apoyándome en las paredes, abriéndome paso por la casa.

Cuando por fin salí a la calle el clamor de la ciudad en destrucción se apoderó de todos mis sentidos, me entumeció el cuerpo.

Tenía la sangre congelada por el ruido de los gritos de personas aterradas y moribundas y por el sonido de las alarmas de los autos entonando un concierto macabro. Las bardas y farolas de la calle se estrellaban con fuerza contra el cemento, lluvias intermitentes de vidrios de los edificios caían sobre las personas.

Apenas podía mantenerme en pie, el mar de asfalto bajo mis pies se agitaba terriblemente y ocasionaba ondas que rompían el piso.

Se detuvo.

Pero el ruido sordo de las construcciones desmoronándose y cayendo como migajas desperdigadas en el suelo no cedió, tampoco los alaridos de terror de las personas ni las alarmas de los coches que insistían en su angustiosa advertencia.

Confundido, di media vuelta para ver los escombros de mi casa de un solo piso: parte del techo se había derrumbado, pero las cuatro paredes seguían erguidas. Me arrastré entre las ruinas y saqué lo primero que encontré: mis zapatos para ir a la oficina y una sudadera.

Empecé a caminar entre la oscuridad desgarrada por los alaridos de pánico. Una niebla parda flotaba en la ciudad, que parecía campo de guerra. No había quedado ningún edificio en pie; tropezaba con cadáveres, personas mutiladas o enloquecidas de terror en la noche profunda y caótica. Después de horas de perderme y detenerme a llorar de la desesperación, del miedo que se me iba clavando más hondo en cada paso, llegué a mi destino.

Aunque una punzada en las entrañas me prevenía de lo que iba a encontrar, tenía que verlo con mis ojos, con la vana esperanza de que me equivocara.

Fe, le llaman.

Pero no me equivoqué: mis padres habían sido sepultados bajo los escombros de su casa. El nudo que tenía en las tripas se liberó: estaba solo.

Me senté sobre los restos de la tumba de mis padres, aturdido, escuchando sollozos y gritos de dolor a mi alrededor. Yo seguía inmóvil, se había apoderado de mí una falta de voluntad absoluta.

Antes del amanecer la tierra volvió a temblar, esta vez aún más fuerte. Zanjas enormes se empezaron a formar, devorando el resto de lo que quedaba de la humanidad.

Desde el horizonte alcance a ver que una de esas arterias oscuras se abría paso hacía mí. Escuchaba los crujidos de la tierra resonando en mi pecho con un eco interminable.

Seguí sentado, mirando el cielo esclarecer. ¿Dónde estaban las trompetas? ¿Por qué aún no habían descendido los jinetes?

¿La raza humana está desapareciendo y Dios ni si quiera se asomaba a ver el espectáculo? A proferir: se los dije.

No hay Arca de Noé que nos salve ni paraíso o castigo que nos espere.

Me sentí aliviado de que mis papás murieran pensando que había algo ahí afuera que los esperaba, otra vida, un significado a la pura existencia.

Tuvieron suerte mis padres, al final de todo.

Antes de que fuera engullido por las profundidades de la tierra, antes de sentir el calor de los ríos incandescentes, me superaron la angustia y la desesperación.

Sentí el desamparo de los que saben que están solos en el universo frío e inmenso.

 

 

 

Ivonne Arisbe es originaria de Guadalajara, Jal. Recién licenciada de la carrera en Antropología. Lectora asidua desde los 11. Gusta de leer divulgación científica y novelas contemporáneas. Todo lo que escribe termina siendo trágico, sombrío y/o pesimista. Aún intenta averiguar por qué.

Ilustración: “Pintura abstracta (894-5)” de Gerhard Richter (2005).

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