José: la nave no ha partido


Tan lejano como el tiempo
y tan cierto como el sol…


José nació a unos diez minutos de mi casa —tal vez quince si uno va en camión—, y sin embargo siento como si siempre se hubiera estado alejando. No de Azcapotzalco ni del barrio de Clavería en específico, sino de un Aquí abstracto, absoluto, imposible de tocar. Del Aquí de la vida.

La luz de los otros ídolos era más familiar, más cercana al fulgor plástico de las celebridades que hacen cosas de celebridades; sonríen como celebridades, enseñan sus casas en la revista Hola! como celebridades o se pelean con su familia vía Ventaneando como celebridades. No es que la vida de José no haya tenido drama (¡vaya si lo tuvo!), sino que lo suyo nunca pareció un artefacto de mercado ni la bien sabida serie de tropiezos genéricos en el camino de toda estrella pop, sino la tragedia de un hombre sencillo que nunca supo no sufrir.

José se volvió célebre de una forma inaudita: por su talento. No era escandaloso, no era un showman, no tenía palancas, no era espigado ni tenía el rostro de un Adonis, no era un buen actor y apenas parecía dar entrevistas.

Simplemente era el mejor interprete de canción romántica en español. A pesar del largo silencio artístico que marcó sus últimas décadas, nunca fue nada menos. Pero tampoco fue nada más. Como figura pública, era el esbozo de una silueta opaca, silenciosa, un enigma cóncavo resumido por completo en su dolor, sus batallas y sus canciones.

Tal vez por eso es que José es tan importante, a pesar de que no compuso sus propios éxitos como lo hicieran Juan Gabriel o José Alfredo. Aunque las palabras las hubiera escrito otro, uno reconocía en el intérprete que estaba allí parado no sólo un talento vocal enorme, sino un corazón roto real. Tal vez otros cantantes habrían podido intentar las notas de “El triste”, pero nadie podría jamás ser el Triste del mismo modo: un modo impersonal, fuera del tiempo, como una emoción hecha carne.

Al convertirse por completo en sus canciones, nos permitió convertirnos en ellas también. Entrar en ellas, como en un traje o una piel. Al lado de ellas, lo particular de su persona palidece: ni siquiera las películas y las bioseries han podido dejarnos más que detalles escuetos. Los tres matrimonios. Alguna anécdota amarga. Noticias de su gran humildad. Un joven de clase baja cuyo talento extraordinario lo hace entrar en un mundo falso, donde se mitifica y se pierde. Un poco como Elvis, si Elvis hubiera cantado también desde su tragedia. Pero ante el poder comunitario de su música, esta historia individual es secundaria: el dolor suyo es el dolor de todos.

Más que una celebridad normal, José fue el lienzo donde conseguíamos embellecer nuestro sufrimiento.

Y sin embargo, lo que más me conmueve es saber que, en el fondo, esto es una mentira. Una ilusión creada por la fama: esa conexión imaginaria con gente que uno no conoce. Me entristece saber que tras la imagen plana siempre hubo un hombre agazapado, y me preocupa que recordemos a ese hombre por su peor faceta.

José no había probado el alcohol en todo lo que yo llevo de vida. Es fácil de olvidar. Fue entre 1992 y 1993 que se entregó al abismo, y que llegó a dejar a su familia —para no dañar más a sus hijos— y terminó viviendo en un taxi de Tulyehualco junto con otros “compañeros alcohólicos”. De allá lo fueron a sacar dos amigos suyos, quienes relatan que les abrió la puerta demacrado, destruido, y les pidió: “Déjenme morir”.

No lo dejaron morir. Lo mandaron a una clínica en Minneapolis, donde logró superar su enfermedad, aunque nunca la comprendió del todo. Era un impulso incontrolable, misterioso; una predisposición genética legada por su padre como una maldición. Pero la dejó atrás.

Sin embargo, en el mito no ha sido así.

En el mito, que ayer se desbordó con su muerte, José sigue en el abismo. Es glorificado por su enfermedad; la enfermedad que destrozó su cuerpo, nubló su mente y terminó por derrotar incluso a la más poderosa de sus armas: su voz.

La borrachera por desamor es un lugar común de la cultura sentimental mexicana, y acompañarla con canciones de José también. Ayer, eso fue lo primero que muchos dijeron al enterarse de su extinción: que se había muerto en sábado para que hubiera peda, que ya estaban sacando el Bacardí para recordarlo mejor, en fin, alguna variación del viejo tema del alcohol, la amargura y el cantante como vehículos para la algarabía.

Por supuesto, tenemos derecho a eso. Las canciones lo justifican y hasta lo exigen. Pero me entristece que sea así; que recordemos a este hombre por su dilatada autodestrucción, como si no fuera más que un símbolo para nuestro consumo.

Aunque tal vez sea lo más justo que esta historia sea triste hasta el final. No sé.

La tarde de ayer, cuando me enteré de su muerte, prendí la televisión. Allí, ya había comenzado el torrente previsible de charla, especulación, remembranza y homenaje que seguramente seguirá corriendo toda la semana. Lo que más recuerdo es algo que dijo Lucía Méndez. Parafraseo: “Tenía un autoestima bajo. No se valoraba. No entendía quién era, no entendía que era lo más grande. Y nunca entendí esa tristeza interna. Como amiga, se lo preguntaba. ¿Por qué te pones triste? ¿Por qué tienes que tomar tanto? Pero no me lo contaba”.

No presumo saber más que una amiga suya, pero algo me dice que José sí entendía quién era. Ese era el problema: lo entendía demasiado bien. No era un cantante más, sino la síntesis de todas las heridas y los anhelos del viejo romanticismo. Y uno no puede serlo sin conjurar tinieblas.

Pero también era un ave.

Todos sabemos que el imaginario de sus canciones está lleno de aves. Él no escribía las letras, pero es imposible que la recurrencia y el tino de su aparición sean coincidencia. Es el gorrión doméstico que busca agua. El amante inasible que se eleva en el aire como las águilas. La paloma indefensa que se pensaba gavilán. El pobre ruiseñor que es sometido. La golondrina que emigra presagiando el final.

Imágenes tortuosas casi todas, pero que dejan entrever un gran deseo de libertad. Un deseo que tal vez nos sea imposible conseguir estando en el Aquí, sujetos a la tierra. Por eso él siempre ha ido alejándose de Aquí. Y creo que lo entendía.

¿Y qué es ahora, que ha conseguido ser libre?

Quizás un azulejo como el del poema de Bukowski, que por fin ha conseguido escapar del pecho atribulado que era su prisión y hacer del aire su principado. Volar realmente en otro cielo.

¿Y nosotros?

Bueno, tenemos el mito. Tenemos la música. Y nos tenemos a nosotros mismos, al río contradictorio de nuestros sentimientos y desencuentros, que en su cauce violento va encontrándose una y otra vez con las notas precisas o las líneas certeras que José fue plantando, como rocas entre el agua, para ayudarnos a vivir.

Sin importar lo que digan los cánones de la actualidad, la emoción nunca morirá. El dolor nunca morirá. El amor seguirá surcando el aire con la belleza y la fragilidad que José comprendió tan bien. Y él estará allí, siempre: un eco o un remolino de plumas azuladas que caen del cielo como lentas lágrimas.

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