Asop Maratarep


por Sebastián Medina Arias


Luego de unos momentos de mirar la poca sangre que brotó de su dedo corazón izquierdo, Dorotea supo tres cosas: “tienes que comer más almendras, señorita”, pensó para sí, mofándose de su propia edad. Supuso también que todo debía ser culpa de Fronilda, no había sido una buena idea tomar una copa de vino con ella antes del concurso. Finalmente, a causa de las dos primeras revelaciones y de asegurarse de la solidez del muro que la había lastimado, Dorotea perdió toda tranquilidad y actitud positiva, características suyas aun en las situaciones difíciles. “No puedes salir de aquí, vieja tonta”, pensó luego de ponerse las manos en el rostro y apretarse los cachetes.

Desde el día en el que perdió la capacidad de hablar, Dorotea adoptó la costumbre de pensar en segunda persona, seguramente por la imposibilidad de hablar y también porque le parecía distante charlar consigo misma en tercera, incluso en primera. Esta manera de configurar sus pensamientos convirtió a Dorotea en una joven gentil y alegre. “Que esté siempre en silencio es tan… cálido”, pensaban los demás. Esa calidez la conservó ininterrumpidamente hasta el día en el cual se rompió una uña de su mano izquierda mientras se despertaba en un lugar del cual no tenía recuerdos.

Todos los años se celebraba el concurso municipal de pastelería. Dorotea participó sin falta desde que decidió adoptar la profesión de su padre, el mejor pastelero del pueblo. Al principio sin mucho éxito, hasta que, tras años largos de dedicación y la influencia de un sentimiento hacia su padre que nunca supo definir con claridad, Dorotea se llevó siete victorias consecutivas, victorias que Fronilda deseó y consideró usurpadas de sus manos largas y huesudas. Cada año el alcalde Romualdo, también uno de los jueces del concurso, explicaba a su esposa antes de dormir, seguramente para salvaguardar su honor y transparencia: “Si tan solo lo supieras, mujer. Ambos bizcochos estuvieron muy buenos, pero el de la señora Dorotea tiene algo más, algo que no tiene el de Fronilda”. Después se disculpaba por anticipado de la cursilería de su discurso y aseveraba con un semblante de orgullo: “están hechos con amor”. Cuando terminaba su pequeña defensa, su esposa fingía estar dormida y apretaba las cobijas con los dedos de los pies, tal vez por tedio o por celos; nunca fue finalista en el concurso.

Fronilda era una anciana rica y refinada. Con solo mirarla daba una sensación escalofriante, como si siempre estuviera dispuesta a ganar lo que se propusiera, así tuviera que hornear animalitos indefensos para luego hacerse una ruana con sus pellejos manchados. Pudo saborear la victoria tres veces seguidas antes de la racha de Dorotea. Fue después de su séptima derrota que decidió recuperar su honor maltrecho. Primero invitó a su rival a una copa de vino adulterado por ella misma, con el pretexto de compartir experiencias y hacer del concurso una competencia sana y amistosa. Gracias a sus influencias y a la plata de su vasta pensión, logró averiguar la única debilidad de Dorotea: más que una anciana supersticiosa, era una mujer que había replanteado su vida por culpa de una superstición. Finalmente, trataría de impedir su participación en el concurso mediante un plan muy elaborado.

A lo largo de su juventud, Dorotea tuvo malas experiencias cuando empezaba el día levantándose por el lado izquierdo de la cama. Las más notables, por ejemplo, cuando tumbó accidentalmente una caja llena de ranas que se usarían en una exposición de su colegio, haciendo que el aula múltiple se convirtiera en un campo de emboscadas de mal gusto para quienes no soportaban los secretos de la culinaria francesa. O también cuando activó sin querer la alarma contra inundaciones de su colegio, de manera que cada salón infló el enorme flotador equipado en sus fachadas, además de los del suelo, causando un pequeño brinco simultáneo y convirtiéndolos en botes dispuestos para deportes extremos acuáticos. Sin embargo, un día en que no sólo se levantó por el lado izquierdo sino que cayó por este a causa de un sueño turbulento sobre piedras calientes, recibió la noticia de la muerte de su padre. “Un accidente laboral, esas cosas pasan…”, “pobre jovencita, que Dios me la ampare”, decían sombras pasajeras y difusas a su alrededor mientras Dorotea corría sin rumbo, buscando por todos los medios acabar con sus desdichas. Ese día lloró tan fuerte y comió tantos panderitos seguidos que su voz se desvaneció como si fuese azúcar pulverizado.

Cuando se despertó en una habitación extraña, lo primero que Dorotea intentó recordar fue si había o no ganado el concurso de pastelería en el cual se había esforzado tanto la noche anterior. Trató de ignorar el mareo para poder buscar a tientas las pantuflas que solía dejar al lado derecho de la cama, pero, al romperse la uña contra el muro que se hallaba en ese lado y después de pensar en varias cosas y maldecir los instantes, Dorotea se propuso analizar su entorno: primero, la cama en la cual se encontraba estaba arrinconada en una de las esquinas del lugar. Segundo, en seguida de la parte inferior de la cama había un armario enorme de madera maciza que llegaba hasta el techo. Básicamente su única salida era bajarse por el lado izquierdo de la cama.

Al principio pensó en tratar de correr la cama empujándose a sí misma contra la pared, pero estaba fijada al suelo con tuercas y tornillos de seguridad. También pensó en hacerle jugarretas a su miedo y dormirse del lado contrario de la cama, con los pies apuntando a la cabecera, pero esto resultaba imposible: sin almohada, Dorotea no podía conciliar el sueño, y la almohada de esa cama era un pequeño turupe del colchón. Luego fue consciente de la ridiculez de ese plan, era evidente que la orientación de las habitaciones siempre la da la cabecera. Golpeó el muro, los bordes de la cama, pataleó contra el colchón, pero nada funcionó. Quiso ponerse de pie y tratar de alcanzar el techo, no parecía gozar de mucha solidez, pero la sola idea de pararse le suponía un gran temor, pues existía la posibilidad de resbalar con la cobija y caer al suelo, incluso de tan siquiera tener que apoyarse fuera de la cama. La sola idea de que eso podía pasar la dejaba acurrucada y envuelta entre la cobija como una tortilla de arequipe.

Después de varias horas de agotar las alternativas físicas de escape, Dorotea creyó conveniente que alguien le trajera un gran espejo capaz de reflejar la habitación en su totalidad, con el fin de concentrarse lo suficiente como para hacer parte del otro lado del cristal y bajar tranquilamente por el lado derecho de la cama, pero en aquel lugar no había rastros de otro ser vivo. Rogó a los cielos para que el mundo se convirtiera en un espejo de sí mismo y así poder estar del lado correcto de la cama. Sin embargo, luego de unos minutos de silencio, supo que Dios no se prestaría para tales vanidades. Presa del hambre y del cansancio físico y mental, quiso hacer un último intento de escape. Pensó en forzar su capacidad de soñar con el fin de simular la aptitud de levantarse del lado izquierdo de la cama, pues, dedujo, así le sería más fácil disponerse a pararse de la cama, y por qué no, conseguirlo, abandonar el lugar, ir a su casa, empacar el pastel de arazá y curuba que dejó en el horno y ver si todavía podía participar en el concurso.

Su respiración agitada le ayudó a perder lentamente la conciencia de las cosas. La recuperó en una copia del mismo lugar en donde se durmió, pero con un aire de atardecer y aroma a témperas. En el universo apenas concebible de su sueño no existía el lado derecho como referencia ni como posibilidad. Así, cuando tomó el suficiente valor para levantarse de la cama, sintió un pavor desconcertante y quiso regresar de nuevo a las cobijas, luego notó que le era imposible volver, aunque girara siempre hacia la izquierda, ya que esto supondría una dirección contraria a la única posible. No tuvo más remedio que recorrer el mundo entero para volver a acostarse. Este era un universo que le resultaba emocionalmente incompleto a Dorotea, incluso dentro de los cánones internos del ensueño. Era un mundo en el que anochecía si de cinco de la tarde a mediodía (pues el tiempo también tenía que transcurrir al revés) se miraba hacia atrás, ya que el sol no podía estar en el lado derecho de quien pudiera presenciarlo. De igual forma, de mediodía a seis de la mañana todo ser y toda cosa que no concordara con su dirección se veía en la obligación de desvanecerse. Lo mismo ocurría con la luna, pero en un sentido menos estricto.

Antes de emprender su travesía, pero después de salir de la edificación en la que estaba atrapada y que imaginó como la casita colonial de tres pisos en la que siempre quiso vivir, Dorotea vio a Fronilda levantando la cinta azul y la ancheta que se daba como premio en el concurso. Olisqueó el pastel de Fronilda y de su nariz brotó un olor odioso de chocolate belga y banano hawaiano que se posó sobre el postre como tiritas de algodón. Lo más probable era que Fronilda desecharía la ancheta, interrumpiendo así su preciada colección de canastas de mimbre. Dorotea reunió toda su capacidad imaginativa y con ella logró soñar una voz débil, pero clara. Se acercó a su rival y le gritó: “¡Asop maratarep![1]”. Dorotea continuó su camino como si le hubiese arrebatado la gloria de una sola bofetada, mientras Fronilda caía de espaldas y se desvanecía en pequeños murcielaguitos de terciopelo rojo.

Ya en las afueras del pueblo miró al cielo y vio a las moscas de la fruta convertirse en larvas y a las garzas migratorias que migran al oeste caer al suelo en forma de huevos. Siguió caminando durante un par de minutos y logró ver a los cangrejos ermitaños del pacífico colombiano rechazar a sus parejas, mientras regresaban al agua y dejaban que la marea causada por los vientos andinos los llevase al fondo del mar, donde eclosionarían debajo de una roca y regresarían al vientre de un calamar gigante. Sopesó la temperatura del mar con la punta de la nariz y, animada por el ejemplo, se impulsó de espaldas como lo hicieron un grupo de manatíes de pecho blanco. Continuó nadando durante un tiempecillo y luego se montó en la panza de una ballena jorobada. Poco después pudo saludar a los neonazis animalistas que habitaban pacíficamente en las islas Galápagos, también a los separatistas que apoyaban a la salamandra como animal emblema de la Polinesia Francesa e incluso a los pobres granjeros hawaianos de piñas que quebraron debido a que solo podían exportar sus frutas enlatadas a los japoneses, quienes las rechazaban porque consideraban moralmente ofensivo un alimento que lastimara la lengua. A propósito del país del sol condicionalmente naciente, después de sacudir el agua de su vestido, apenas si pudo presenciar unas contiendas de boxeo que siempre terminaban en un doble knock out: no existía guardia que protegiera sus delicadas mandíbulas de los poderosos ganchos izquierdos del karate. Pensó que ya había ocurrido demasiada violencia con el grito que le propinó a Fronilda, por lo que abandonó Japón y siguió nadando, no sin antes ver a las buceadoras japonesas mientras adornaban el fondo del mar con algas marinas y conchitas de almejas. En Vladivostok contrató a un oso nómada con el que recorrió gran parte de China y Medio Oriente sobre su lomo. Esta vez decidió no detenerse ni curiosear en ninguna parte, ya que no quería tener inconvenientes con el tiempo. En El Cairo el oso le recomendó a un compadre altísimo suyo para continuar, el clima africano le sentaba fatal para su hibernación. El resto de su viaje, como consecuencia de un temor leve a las alturas, lo padeció con los ojos cerrados, aferrada como una garrapata al cuello de una jirafa bastante extrovertida. La jirafa no sabía nadar. Por suerte, el estrecho que unía a Senegal con Venezuela era lo suficientemente pando como para que el agua apenas humedeciera los botines de Dorotea.

Después de una larga persecución desde Maturín hasta el páramo de Iguaque, pues la jirafa había olvidado su pasaporte, Dorotea llegó al edificio en el que estaba encerrada. Sin darse cuenta debido al largo viaje, Dorotea se había convertido en la misma jovencita que, en un pasado turbio, había tratado de acabar con su miseria comiendo panderitos a raudales. La jirafa le dijo con la mayor decencia posible que la dejaría sobre el tejado del lugar en el que había roto su uña, no sin que antes Dorotea le explicase con señas la ruta que había tomado para encontrarse con él. “¿Entonces solo camino en esa dirección?”, preguntó la jirafa con un acento africano muy marcado. Dorotea asintió. Se despidieron con un abrazo. La jirafa la sujetó del vestido con la boca y, no sin antes guiñarle el ojo, la condujo hacia la cima del edificio con los vientos que causaron sus largas pestañas. Dorotea cayó sobre el tejado, lo atravesó y aterrizó de forma suave sobre la cama donde dormía una anciana apacible.

El sonido que hizo una teja al romperse despertó a Dorotea de un susto. Abrió sus ojos, vio un agujero en el techo y el pedazo de una teja podrida en medio de sus piernas. Ya era de noche. Miró hacia la puerta de la habitación, luego hacia el suelo y las lágrimas brotaron de su rostro: “La jirafa te trajo aquí para nada”, pensó.

Los días pasaron. Las lluvias torrenciales de la temporada que se colaban por el hueco del techo, la falta de alimento, la poca higiene de su pequeño refugio y la fragilidad de la vejez hicieron que Dorotea enfermara de gravedad. Quizá porque no tenía mucho por perder logró vencer su temor con sus últimos alientos. Titiritando, poco a poco, colocó la punta del pie en el suelo. El lugar empezó a temblar. Dorotea cerró los ojos y apenas si pudo estrujar la cobija contra su panza.

Las personas del pueblo se asombraron al ver cómo el edificio viejo y abandonado de las lejanías se derrumbaba serenamente.


Notas
[1] Escuchado al revés: ¡Perra tramposa!



Sebastián Medina Arias ha colaborado en algunas revistas literarias como La Caída, Alapalabra y, por último, pero no por ello menos importante, Marabunta, la más linda de todas. No es lambón en absoluto. Como pueden notar, es un fastidio y espera poder vivir de ello algún día. Compensa sus chistes malos con su belleza descomunal, su increíble fuerza, su inteligencia sobrehumana y, sobre todo, su humildad inquebrantable.


Entrada previa El agua
Siguiente entrada ¿Por qué no fuimos al zoológico, Fini?