por Darío Espejo
Te vio sentada al borde del camino, con los codos apoyados en las piernas y la mirada perdida. Repleta del polvo seco de una mañana llena de calor y vacía de humedad. Me dijo que tu piel lucía escamosa y que tus labios estaban llenos de pellejos resecos que se te descolgaban por el mentón.
Siempre que me hablaban de la lluvia, ya sabía que me iban a tratar de preguntar por ti. Entonces me hacia el duro y cambiaba de tema a como dé lugar. Si la persona se pasaba de insistente, le decía que no iba a hablar de ti simplemente porque no me daba la gana y que si tanto quería saber que le preguntara a otra persona o que se aguante las ganas porque conmigo no iba a saber nada de ti. Así solía ser hasta que vino el muchachito ese a hablarme de la lluvia y, ya cuando yo me ponía todo enfadoso a decirle que no sabía nada de ti, él me termina diciendo que te había visto en un lugar donde no llueve nunca y que te estabas secando de a poco.
Ojalá nunca te hubieras ido de aquí. Ojalá hubieras seguido siendo la chica que salía y corría como loca cada vez que las nubes nos mojaban el alma con gotas saladas, la chica que jugaba con su chico a dejarse empapar el rostro con la lluvia. ‘Ni tú me besas tan bien’, me dijiste una vez. Armábamos alboroto jugando a estupideces mientras el suelo se salpicaba de agua. Algunas veces otros se nos unían. Entonces el bullicio era peor y los vecinos salían a pedirnos que nos calláramos o que nos metiéramos a nuestra casa antes de que la humedad se nos meta en los pulmones. ‘El día en el que se mueran por andar jugando a lo pendejo’, nos decía mi tío Felipe, ‘ese día ni crean que les voy a llevar flores a su casa’. Nosotros solo nos reíamos. Y tanto amábamos jugar bajo la lluvia que los vecinos se terminaron acostumbrando a vernos ahí. Ni bien comenzaban a caer gotas del cielo, todos aguardaban a que saliéramos a empaparnos. Algunos incluso salían solo para reírse de como jugábamos en medio de tanta mojadera, para ver cómo nos revolcábamos en el suelo y terminábamos empapados, rodando por el suelo como idiotas.
Nuestra piel siempre andaba húmeda. Acá llovía casi a diario, al menos unas dos horas cada vez. Se me hacía raro sentir tu piel completamente seca. Me acostumbré al resbaladizo placer de tocar tu piel humectada por el hidratante de la lluvia. Así siguió siendo hasta que una tarde, cuando comenzó la llovedera, no hubo chiquillos jugando y seguramente que todos los vecinos se sorprendieron al notar nuestra ausencia, seguramente algunos pensaron que por fin nos cansamos o que ya nos habíamos muerto de una buena y más que bien merecida neumonía. Pero no era así. Lo único que había pasado es que tú te habías ido del pueblo la madrugada anterior y yo me había quedado mirando el techo de mi cuarto todo el día, aguantándome las lágrimas, deseando que lloviera por todos lados menos en mi rostro.
Ni siquiera me avisaste que tu familia quería irse del pueblo. Ni siquiera sabía que se habían hartado de este lugar lleno de lodo y lluvia, donde nunca se puede pensar en otra cosa que no sea barrer el agua empozada. Ni siquiera me pude preparar para el impacto de tu ausencia. Todo me vino de sopetón y yo esperando que llegara la otra lluvia para ir a mojarnos el alma un poco más. No te imaginas como hui de la lluvia, de su ruido, de su humedad, de su olor. Cuando empezaba a caer, me encerraba en el cuarto, me tapaba las orejas con la almohada y me secaba la piel así no estuviera mojada. Pero lo verdaderamente inevitable era su olor, ese olor que no se va nunca. Huele a mojado por todas partes, a pasto embarrado, a tierra removida, a piso inundado que luego hay que barrer como se pueda. Como se pueda, asi como tenía que barrerte de mis entrañas. Pero no pude, cuando comenzaba a pensar que podía vivir para siempre escondiéndome de la lloradera de las nubes, apareció ese niño a revolverme toda el agua de lluvia que se me había ido empozando entre los huesos.
Decidí ir a buscarte, a salvarte del polvo seco, a decirte que te iba a robar, que no importaba tu familia, que tu vida era tuya y también mía, si querías. Y que podíamos fugarnos así como mi abuela fue robada por mi abuelo. De ese robo nació mi padre y de ese padre todo macetudo salí yo. ‘Hagamos otro robo a ver si de un par de generaciones más abajo aparece otro así tan de aguante como yo’, te dije. Entonces me sonreíste, te me tiraste a los hombros y me apachurraste tanto los huesos que clarito sentí como se me chorreaba por los poros de la piel toda el agua de lluvia que se me había empozando adentro. Te dije que parecías una pasita arrugada y que te pegaras a mi cuerpo para que te chuparas toda mi humedad. A ver si así se te animaba un poco la sangre.
Nos escapamos esa misma madrugada. Subimos en burro hasta el pueblo cuidando bien que la bestia no haga tanto ruido por el camino de piedras. Ni bien llegamos a la plaza, fui a devolverle el burro a mi tío Felipe. Tras despedirme de él, te fui a esconder a mi cuarto, como si fuera nuestro último cuartel de reposo. No tenía ni idea de lo que íbamos a hacer. Esa misma noche me dijiste que de seguro tu papá vendría a buscarte a este pueblo. Ninguno de los dos sabía que tu padre no iba a poder subir y que de veras este cuarto en este pueblo de tan arriba era el único refugio que nos quedaría para cuando comenzarían a inundarse uno a uno toditos los pueblos de abajo, incluido el que te había estado secando la piel.
El río se llevó toda tu casa y nunca volvimos a saber nada de tu familia. A ella y a varias otras se los llevo el rio y el lodo. Nadie supo anticipar las inundaciones. La gente creía que los muros de siempre le aguantarían una posible crecida del rio. Ahora no queda nada más que este pueblo mojado. Como si el agua supiera que ya no hacía falta mojar más este lugar y se hubiera escurrido entera por otros lados. Al día siguiente te bajaste de nuevo a los pueblos inundados y yo me fui detrás de ti, cuidándote de que no te llevara la corriente.
Cinco días después de que supiste todo lo que había pasado. Cinco días después de que te enteraste de que ahora estabas sola, me dijiste que te debiste morir con ellos, con tu familia, y que nuestra relación no podía seguir porque todo lo hermoso que vivimos fue bajo la lluvia, bajo esa misma agua que seguramente también se terminó llevando a tu familia y que olerme, tocarme, sentir mi piel mojada, te haría recordar siempre todo el dolor que tu familia debió pasar instantes antes de que se los llevara la muerte disfrazada de lodo. Te fuiste con tu mochila al hombro, bajando más por el valle, de camino a la gran ciudad, donde solo chispean gotas menudas del cielo y donde los sueños pueden llegar a ser mucho más grandes y poderosos. Como el olvido, eso que tanto necesitabas.
Cada vez que alguien me pregunta por ti, me hago el duro y cambio de tema a como dé lugar y si la persona se pasa de insistente, le digo que no voy a hablar de ti simplemente porque no me da la gana y que si tanto quiere saber que le pregunte a otra persona o que se aguante las ganas porque conmigo no sabrá nada de ti. Dije tantas veces esto que lo puedo decir mil veces más de la misma forma. Cada vez que lo repito, te vuelvo a imaginar caminando por la gran ciudad, con la piel seca de lluvia y los labios cuarteados y resecos, como si toda la humedad de tu ser se te escurriera por los ojos de tanto llorarle a tu familia muerta.
Ahora, como la vez en la que te fuiste al pueblo que desapareció, yo me sigo escondiendo de la lluvia, pero ella me persigue por todas partes. Me acecha de madrugada cuando estoy desprevenido y me carcome el alma con su sonido infernal. Se me mete a las tripas por la nariz y me infecta los órganos con su aliento húmedo y mohíno. Mis huesos están empozados de agua y sé que así me voy a morir. Sé que un día, cuando mi madre venga a verme, no va encontrar más que un montón de huesos mojados y podridos. Todo lo demás estará disuelto en la lluvia empozada. Esa lluvia que mi madre tendrá que barrer de mi cuarto con mucha pena.
Ilustración: “Acantilados en Pourville, lluvia” de Claude Monet.