por Gisela Lima
Como un chispazo, surgió de tanto frotarse la cabeza en su almohada. Tenía el tiempo contado para planear todo esa misma tarde, pero antes debía hablar con su mamá sobre lo que les dijo el veterinario en la mañana y saber sus intenciones. La encontró sentada en el comedor.
—Mami, ¿es verdad lo que dijo el doctor del señor Titino?
—Me temo que sí, Rita. Ya no hay nada que hacer.
—Pero… yo no quiero que se muera —respondió casi llorando.
—Escúchame, mi cielo. Titino no morirá —le contestó mientras acariciaba su pequeña mejilla—. ¿Y sabes por qué? Porque él siempre estará en tu corazón. ¿Me entiendes?
—Sí, mamá. Entiendo.
—Por ahora, cuídalo y apapáchalo mucho. Mañana dejará de sufrir. Te lo prometo.
Ella, en ese instante, bajó la cabeza y comprendió todo: su mamá estaba dispuesta a llevarlo mañana a que el veterinario lo durmiera y quién sabe, tal vez nunca volvería a ver a su hámster. Cuando terminaron de hablar, Rita fue en busca del libro que le daría su última esperanza, su última oportunidad. Había recordado leer en la escuela un capítulo donde se explicaba que los humanos y los animales eran como plantas, pues necesitaban agua y sol para vivir sanos y fuertes por muchos años. Una verdad absoluta que se le quedó grabada en la mente y que hoy quería explorar.
Al encontrar el libro, comenzó a hojearlo con brusquedad y nervios. Buscaba las palabras “planta, vida y agua” en un mismo capítulo. Por suerte, las halló casi al instante y leyó lo que decía aquel texto didáctico con dibujos ilustrativos de niños sonrientes y colores divertidos. Se alegró de saber que en esas líneas estaba la cura para el señor Titino, pero todavía tenía algunas dudas que solo su papá, la persona que cuidaba del jardín los domingos, podía contestarle. Lo esperó en la puerta hasta que este llegó del trabajo.
—¡Papá, papá! —le gritó con desesperación mientras corría a recibirlo.
—¡Mi pequeña! Ven, déjame abrazarte. Ya me dijo tu mamá las malas noticias.
—¡Es que papá! —le respondió cuando él la abrazaba—. Quiero preguntarte algo.
—Ven, vamos a la sala. También quiero que hablemos sobre lo que le va a pasar a tu amiguito.
—Pero papá, es que yo…
—Nada de peros. Ven, siéntate.
—¡No papá, no quiero! ¡Quiero preguntarte otras cosas! Es importante.
Su papá hizo una mueca de asombro al ver la mirada de su hija sin ningún rasgo de tristeza por su mascota. Estaba sorprendido, pero también pensaba en la posibilidad de que ella quería distraerse y decidió seguirle la corriente.
—Bueno, pues. A ver, dime. ¿Qué es eso tan importante que quieres saber?
—¿Es cierto… —Y tomó aire para terminar la pregunta— que las personas y los animalitos somos como las plantas y que necesitamos de agua y sol para ser grandes y fuertes?
—Así es.
—Y si la plantita se va muriendo… ¿qué haces para que se salve?
—Bueno, tengo que saber por qué se está muriendo la plantita. Si es por falta de agua, pues hay que ponerle más agua; si es porque le salen bichitos, hay que eliminar a los bichitos, pero si es porque se está enfermando, pues a veces tengo que rescatar lo más que se pueda de la plantita y volverla a plantar.
—¿Rescatar lo más que se pueda?
—Sí, nena. Tengo que buscar algunas partes de la plantita que estén en buen estado para que las pueda volver a plantar.
—¿Y si está mal toda plantita?
—Sólo queda esperar, Rita. Sólo queda esperar. Buscar otro lugar en dónde plantarla, ponerle agua y esperar a que la naturaleza haga lo suyo.
Rita se quedó pensando por un rato al mismo tiempo que miraba por la ventana todo el jardín completo. Dio la media vuelta y le sonrió a su papá.
—Ya entendí. ¡Gracias, papi!
—Pero, Rita, ¿tienes pensado plantar algo? ¿Es para una tarea de la escuela? ¿Estás bien?
—¡Luego te cuento! —Y corrió a su cuarto para encontrarse con el señor Titino.
Subió las escaleras rápido. Su alma estaba al borde del quiebre por tanta información; quería contárselo todo, decirle que llevaba consigo excelentes noticias. Al llegar, se paró por unos momentos frente a la puerta y trató de calmar su respiración; entró despacio para no hacer ruido.
El pobre hámster estaba en su jaula, acostado y diminuto como una bola de pelos mojados por el sudor y el dolor. Se veía tan pálido que su color amarillo apenas se lograba distinguir en los ojos casi llorosos de Rita. Ella, con tristeza, metió el dedo para tocar su nariz seca. El animal, al sentir el roce, la miró con los ojos hundidos y sus bigotes se le encresparon como signo de alegría por ver a su dueña asomándose en su casita.
—Señor Titino, ¿me escuchas? —le dijo susurrando, como si tuviera miedo de que su voz lo rompiera—. Perdón si te desperté, pero ya me dijeron qué tengo que hacer para que no te mueras y vuelvas a la vida.
El hámster, cansado, volvió a mover sus bigotes y cerró los ojos cuando sintió que Rita lo volvía acariciar.
—Yo no voy a dejar que te mueras, señor Titino. No voy a dejar que mi mamá te lleve con el veterinario a que te duerma para siempre.
Y como si el hámster supiera lo que iba a hacer con él, cerró los ojos despacio para volver a sufrir en silencio, dejándole a ella lo poco que le quedaba de vida.
Esa misma noche, cuando sus papás dormían, Rita salió de su cuarto sin hacer ruido con el Señor Titino entre sus manos. Llevaba consigo unas tijeras filosas con las que su mamá cortaba algunas piezas de carne y un vaso lleno con agua. Iba hacia el jardín en silencio, buscando entre la noche templada, el lugar más hermoso para poner a su querido amigo. Decidió que estaría al lado de unas buganvilias. Es el lugar más bonito, pensó. Y con sus pequeñas uñas, excavó un hoyo lo suficientemente profundo.
Recordó, como buena niña, el consejo que su papá le había sugerido sobre quitar lo más feo y rescatar lo que valía la pena, así que tomó al señor Titino con una mano y con la otra, comenzó a cortarle el pelaje mojado y blanco que ya no tenía nada de amarillo como en sus mejores tiempos. Los chillidos del hámster se escuchaban por todo el patio, ahogados, desesperados, que hasta los grillos que estaban en el pasto dejaron de frotarse las patas para escuchar, atentos, la agonía. Las manos de Rita se habían barnizado de rojo vivo y como una gran artista, logró quitarle todo el pelaje. El hámster, con sus pocas energías, chillaba y daba pequeños giros entre las manos resbaladizas, revolcándose del dolor; tratando de morder alguna parte de las manos de su dueña, pero solo conseguía que su cuerpo le doliera más y más por el esfuerzo. Rita estaba contenta, mirando con orgullo lo que había logrado hacer. Luego, con dificultad, le cortó las patas ásperas y la nariz seca y las aventó, junto con el pelaje, lejos de donde había hecho el hoyo. El hámster intentaba respirar, pero los coágulos lo ahogaban; cada movimiento que hacía chorreaba sangre de su cuerpo. Estaba casi sin color. Los ojos se le comenzaron a cristalizar y la lengua se le hacía cada vez más blanca. Ella, al ver que se había deshecho de todo lo malo, besó el cuerpo ensangrentado y lo colocó en el hoyo. Con la tierra removida lo tapó hasta quedar un pequeño montículo. Tomó el vaso con agua y con felicidad, regó su nueva plantita.
Y ahí se quedó Rita, arrodillada, inmóvil; con la boca pintada de rojo entre la oscuridad de su jardín, esperando a que la naturaleza hiciera lo suyo.
Gisela Lima (Puebla, 1988). Escritora en proceso de cuento y crónica literaria. Fue médico veterinario porque le dijeron que eso dejaba dinero y distinción, pero vio que no era lo suyo, además de que nunca se hicieron presentes ambas cosas. Algunos de sus textos se han publicado en la página web bandapalabra.com.