por Yadira Oceguera
No paró de llover aquella noche. ¿Recuerdas? Entre la fuerte lluvia, los vidrios empañados y la oscuridad, parecías conducir a ciegas por una ciudad nada amable: baches, poca iluminación, falta de señalización.
Ante el río en que se convirtió la avenida principal, decidiste buscar la manera de estacionarte, no sin esfuerzo, en aquella calle donde yo, sin saberlo aún, te esperaba.
Intentaste hacer una llamada. Sólo escuchaste el odiado anuncio de que tu amigo te había abandonado. Sin saldo en el peor momento, pensaste, aunque no era la primera vez que te ocurría. ¡Cuánto lamentarías más tarde tu falta de previsión! Tú misma me contaste esto ¿Recuerdas? La manera en que tu familia y amigos te reprochaban que fueras tan desidiosa en asuntos tan importantes. Importantes para ellos, me dijiste sonriendo, aún sin imaginar que ellos tenían razón.
La fuerte lluvia abarcaba toda la ciudad. Por la radio te enteraste de que había un sinnúmero de accidentes reportados y se sugería no salir si no era necesario. ¿Y tú tenías que salir? Te pregunté, casi por preguntar, pero sí, un poco interesado en ti. No. Me contestaste. Tanto como tener que salir, no, pero sí había quedado con un amigo. ¿Amigo o novio? Perdón por preguntar, sólo es por curiosidad. Amigo. Hasta hoy. Tal vez novio próximamente. Sentí un agudo piquete en el estómago, rápido, pero perceptible. Qué pendejo, pensé de inmediato, como si fuéramos algo. Todo esto fue después, cuando te convencí de que bajaras del auto ¿recuerdas? Antes de que las cosas se complicaran tanto.
Fue una larga tormenta. La calificaron de atípica, aunque lo atípico cada vez se vuelve más común. De eso también hablamos, de la manera como ahora suceden muchas cosas que antes no sucedían, de cómo cada vez nos acostumbramos más a ellas. Tú mencionaste que tal vez es que siempre han ocurrido, pero que ahora nos enteramos más por el Internet. Así me lo dijiste y yo pensé que sí, quizás, pero que también era cierto que ocurrían cosas que nadie nos cuenta en Internet, que nosotros comprobamos, que nosotros vemos y hacemos, y de las que no teníamos noticias o de las que nadie se entera. Fue cuando empezamos a hablar de cómo la violencia estaba por todas partes. Es por las drogas, me dijiste y la falta de valores. No sé, te contesté y ya no quise pensar en eso y te cambié el tema. ¿Recuerdas? Empezamos a hablar de la música. Te dije que me gustaba la música y me contaste que te gustaba bailar. Te dije que bailaras tantito y no quisiste. Yo me moleste. ¿Recuerdas? Tú te me quedaste viendo con un poco de temor. Aún no tenías miedo por completo, como después, pero vi el temor en tus ojos y cambié el tono. Está bien, no bailes si no quieres. Te pusiste seria y fue cuando te ofrecí el tequila, porque hacía frío y te habías mojado de tu auto a mi casa, que estaba ahí lueguito, pero con la lluvia tan fuerte, te alcanzó a empapar. No, gracias, no tomo. Nomás un traguito, te dije, te va a quitar el frío y a tranquilizar. Te dediqué mi mejor sonrisa. Mis amigos me dicen que mi sonrisa es mi arma secreta. Puede ser, muchas personas dicen que soy guapo, aunque algo raro. Bueno, un tequilita, nada más, me respondiste entonces para mi sorpresa. Conforme lo fuiste tomando te sentí más ligera, de mejor humor. Hasta conseguí que te rieras con mis ocurrencias. La pasamos bien, hasta eso, por eso luego me dolió tanto lo que pasó después.
Me di cuenta de que estabas en tu carro cuando me estaba asomando para vigilar. Las tormentas son las preferidas del Guantes Rojos. Así le digo yo, el Guantes Rojos. Cuando se aparece, los guantes son blancos por completo y luego ya los trae manchados de sangre, completamente manchados. Yo creo que siente una necesidad, un ansia de que se le manchen los guantes, un ansia de sangre pues. Nunca a nadie le cuento del Guantes Rojos, como todos saben que antes consumía drogas, creen que estoy loco, pero yo sé lo que sé. Lo he visto en varias ocasiones. Su cara me es familiar, y no por las veces que lo he visto, no. Desde la primera vez, sentí que ya lo había visto antes, no sé, quizá en mis propios sueños. Es un hombre común, no da miedo ni nada. No está deforme, no ve raro… pero su descripción es lo de menos, porque hasta ahora sólo lo he visto yo. Le gustan las tormentas porque las calles están solitarias y la gente anda atontada y asustada, bueno, eso creo. Lo que sí sé es que se esconde para matar. Una vez oí cómo mataba un perro. El pobre no dejó de aullar hasta que se murió. Pero nunca vi cómo lo mató. Lo he visto pasar y volver y sé que también mata gente porque al día siguiente siempre hay desaparecidos. Va con los guantes blancos, vuelve con los guantes rojos. No sé porque nadie más lo ha visto, o porque no hablan de él.
Siempre he sido sensible para estas cosas; hasta a mi mamá le daba miedo cuando me quedaba viendo a la nada, como tonto, y ya sabía que algún aparecido andaba por ahí. Entonces sacaba su agua bendita y nos poníamos a rezar y luego a decir muchas groserías para correrlo. Yo no tengo agua bendita, ni me acuerdo de los rezos. Así que sólo digo todas las groserías que se me vienen a la mente.
Como te digo, estabas en tu carro. Te vi desde la ventana cuando vigilaba. Sacaste el celular y se te iluminó la cara. Tiene cara de ángel, pensé. Sería una lástima que la agarrara el Guantes Rojos. Salí de mi casa y te toqué en el vidrio. Tú cara de susto me dio risa. Te hice señas para que bajaras el vidrio y me decías que no con la mano. Prendiste el carro y fue cuando te señalé la llanta ponchada. Entonces bajaste el vidrio y te dije, trae ponchada una llanta señorita. Se la podría cambiar, pero con la tormenta, pues. Sí, ya me había dado cuenta, por eso me detuve, pero no traigo saldo en mi teléfono para…Si quiere le presto mi teléfono, el fijo, porque yo no tengo celular, te dije de inmediato, para que llame a alguien, o si se baja la tormenta le ayudo a cambiar la llanta ¿Sí trae refacción? No sé, me dijiste, aún con desconfianza. Mejor pásese, te dije. Este barrio es peligroso. Yo me quedo afuera mientras habla. No, me espero un rato, me contestaste. Bueno, yo aquí estoy por cualquier cosa, dejo entreabierto. Me metí a la casa todo frustrado, pensando cómo hacerle para convencerte. De pronto ya estabas en la puerta. ¿Qué pasó? Te pregunté. Es que creo que vi a alguien rondando el carro y me asusté. ¿No le vio unos guantes blancos? No, pues es que no se distingue nada, pero sí percibí una sombra, algo o alguien rondando. El Guantes Rojos, pensé, pero me quedé calladito. Mejor sí présteme su teléfono, por favor. Te acerqué el teléfono inalámbrico. No da línea, me dijiste. ¡No me diga! Espérese tantito. Mi mamá no tarda, ella sí trae teléfono. De hecho, ya debería estar aquí, pero por la tormenta…
Te quedaste en la puerta. Ahí te dejé un rato mientras entrabas en confianza. ¡Qué lástima todo lo que pasó después! Creo que hubiéramos sido buenos amigos. Me diste buena vibra, nada despreciativa, muy alegre. Cuando por fin te quisiste sentar, yo aproveché para cerrar la puerta. Es que está entrando mucha agua. Te dije. Al ratito ya estabas bien despreocupada, risa y risa. Hasta a mí se me estaba olvidando el Guantes Rojos. Calculé que eras como de mi edad, entre veinte y veinticinco años, pero me dio pena preguntarte.
Luego se nos fue la luz, ¿recuerdas? Pegaste un gritote. Saqué una vela y la prendí. Fue cuando vi los guantes blancos. Un sustote que me metí, porque no lo había visto nunca adentro de mi propia casa. Hijo de toda tu puta madre, pendejo de mierda, vete a la chingada por donde llegaste…empecé mi sarta de groserías, tal como recuerdo a mi mamá diciéndolas. Tú te asustaste porque no lo veías y te me quedaste viendo toda sacada de onda. Luego lo perdí de vista, volteé para todos lados con la vela y sólo miraba de vez en vez iluminarse tu cara ¿Qué pasa? Me dijiste ¿Qué tienes? De pronto vi clarito como me rodeaba y llegaba hasta ti. Nunca lo había visto actuar. Me paralizó el terror, perdóname, perdóname por favor. Ni siquiera te pregunté tu nombre.
El Guantes Blancos usó un cuchillote, como el que tengo yo, que me dejó mi mamá, que ni uso. Se manchó todo de sangre, no nomás los guantes. Luego desapareció. Cuando reaccioné tú estabas ahí, tirada en el piso, yo estaba de pie, salpicado con tu sangre.
Ya ni llorar es bueno. Disculpa que te venga a aventar a esta barranca tan fea, con todo y tu carro, tan bonito. Comprenderás que no puedo ir a contar esta historia a nadie. Nadie me va a creer. No puedo avisarle a tu familia. Ni sé quiénes son, pero no pienso averiguar. Yo rezo por ti. Terminando voy a ir con el cura, que me venda tantita agua bendita y unos rezos. Las groserías me las sé de memoria.
Yadira Edith Oceguera Guareño nació en Guadalajara, Jalisco en 1973. Escribe cuento y poesía. En 2010 participó en el primer Slam de Poesía organizado el grupo Slam Poetry Guadalajara. En 2016 formó parte del Verano Literario de la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco en su emisión de narrativa. Ha publicado en las revistas literarias Nocturnario, Penumbria y Monolito. En abril de 2017 ganó el concurso “Cuenta con Nacho” en homenaje al escritor Nacho Padilla, organizado por la FIL de Guadalajara.
Ilustración de Christian Muller.