por Gerardo Hernández
“El sinólogo […] y todos los demás personajes de la novela […] no sólo expresan desdén o falta total de compasión unos por otros, sino que también vienen presentados por su creador en términos inequívocamente despectivos”
—Sergio Nudelstejer, Los espías de Dios: Autores de fin de siglo
Hay acontecimientos que rompen el tiempo, lo quiebran de tal modo que resulta imposible no verse afectado. Hay algo en ellos, algo indecible e inefable, que trastoca las cosas, desde la más pequeña hasta la más grande. Dichas rupturas, tan individuales como colectivas, tienen una naturaleza proteica que les hace posible instalarse en los rincones más dispares del universo: entre los huecos de una voz que será escuchada por última vez, dentro de los diminutos círculos formados por la pequeña cuchara girando en el café que precede a la despedida, sobre los adoquines convertidos en testigos del poder de la idea que cambia el rumbo de unos pasos, o en la paradójica grandilocuencia de las palabras escritas en un libro nacido demasiado tarde para el presente y demasiado pronto para el porvenir.
Acontecimientos inesperados, súbitos, impredecibles, productos de un azar inexplicable que con el paso de los años, y observados desde una privilegiada posición del futuro que se ha tornado presente, termina por convertirse en necesidad. Un día, como cualquier otro, uno se levanta y al mirarse en el espejo se encuentra con un rostro en el que ya no se reconoce; un gesto fugaz, una arruga apenas formada, un inusitado modo de mirar, o cualquier otra aparente pequeñez que, sin embargo, nos cimbra desde dentro. O un muro, ejemplo de la más llana materialidad, se agrieta y termina por caer, demostrándonos nuevamente que la historia se construye a martillazos y que al parecer no hemos encontrado otra forma de preguntar por nosotros si no es derrumbando aquello que fuimos.
Es bajo esta inquietud, la de una ruptura que nos impide seguir pensando, hablando y viviendo como solíamos hacer antes, bajo la cual un joven y precoz búlgaro publicó un libro en 1935. Elias Canetti, autor galardonado con el Premio Nobel, se percató de que algo había pasado. Y ese algo, tan lejano y tan propio a la vez, es la ruptura del mundo, el derrumbe de aquella añeja unidad y el advenimiento de una vida fragmentada.
Es ahí, bajo el horizonte de un universo agrietado, donde surge la necesidad de escribir, como para probar que la escritura sigue siendo posible, pero al mismo tiempo, reconociendo que no se volverá a escribir igual. Auto de Fe, es la creación del mundo después de su colapso, de su disolución.
El autor, en un texto dedicado a su novela, escribe lo siguiente: “el mundo se hallaba desintegrado, y sólo si uno se atrevía a mostrarlo en su disolución era posible ofrecer de él alguna imagen verosímil”.[1] Pensar el mundo, narrarlo, después del quiebre.
Escribiendo sobre ese mundo fragmentado, Canetti se topa con la consecuencia inmediata: la soledad, el aislamiento. “Lo que antes habías sido aislamiento entre novela y novela, se convirtió ahora en aislamientos en el interior de un solo libro”[2] Entonces, la novela de Canetti puede entenderse como la escritura del mundo fragmentado visto a través de su consecuencia más inmediata y propia: el aislamiento que implica la imposibilidad del otro.
La historia, resumida excesiva y casi irresponsablemente, es la siguiente: El Dr. Kiev, eminente y erudito sinólogo, es poseedor de una inmensa biblioteca que se verá amenazada por distintos personajes y situaciones. Es bajo esta premisa general en la que se irán introduciendo los demás personajes, cada uno aislado, cada uno inmerso en sí mismo.
Canetti sugiere que el personaje principal es el Dr. Kiev; fue éste el primero en ser pensado y por ello fungió como hilo conductor.[3] Sin embargo, él también está aislado, en el fondo es otro actor dentro de ese universo desintegrado. Parece ser que la biblioteca es aquello que liga, al menos argumentalmente, a los distintos personajes. Ésta es la que inicia las motivaciones y posibilita el desarrollo de cada uno.
La novela podría pensarse como una especie de fuga incompleta, de fuga pervertida. La estructura general de la fuga se sostiene sobre la interacción de diversas voces. La primer voz entra y da el tema, con ello plantea la línea general de la obra, después, escapa, se fuga y da lugar a una segunda voz que se introduce repitiendo el tema. La segunda voz también se fuga y da lugar a una tercera…el proceso se repite tantas veces como el autor quiera, dependiendo del número de voces.
Tras la presentación de las voces se pasa al desarrollo; cada voz irá desenvolviéndose, extendiéndose a partir del tema. A lo largo de dicho desarrollo las voces interactúan, entablan un diálogo entre ellas.[4]
En Auto de Fe cada personaje actúa como una voz. El tema, bajo el cual gira todo el desarrollo ulterior de la fuga, es la biblioteca; es ésta, directa o indirectamente, la que posibilita y moviliza las ambiciones. La inversión se daría en el diálogo de las voces, en su relación. Los personajes de la novela de Canetti son incapaces de establecer una relación con los otros, pues, pese a realizar acciones en conjunto, mantener conversaciones o sostener algún tipo de encuentro, los personajes están sumidos en sus propias obsesiones, provocando que todos los demás sean vistos, en el mejor de los casos, como simples medios a utilizar, nunca como fines en sí mismos. En ese sentido puede hablarse de una segunda distinción. Si en la fuga el tema es el que vincula las voces y funge como el principio que dota de coherencia al universo de la obra, en el libro de Canetti, la biblioteca opera como principio dispersor. Es a partir de ella que los distintos personajes emprenden sus proyectos, siempre egoístas y obsesivos.
Tomemos al Dr. Kiev, la primera voz en aparecer. El Dr. es un erudito que vive ensimismado, detesta entablar relaciones con las personas. Su vida gira en torno al estudio y al mantenimiento y acrecentamiento de su biblioteca. La gente le parece insulsa, incluso molesta. El libro inicia con la conversación que el Dr. Kiev entabla con un niño, vecino suyo, llamado Franz Matzinger. Éste le dice a su interlocutor: “Usted siempre desvía la mirada cuando se encuentra con alguien en la escalera”.[5] El erudito crea su mundo a partir de su biblioteca. El inicio del libro versa sobre la vida, monótona, oculta y hermética del profesor. La descripción de ese universo cerrado, de ese aislamiento, planteará la estructural general del personaje.
La soledad autoimpuesta es evidenciada en repetidas ocasiones: “Uno se aproxima a la verdad cuando se aleja de los hombres”[6] o “El mismo no frecuentaba a nadie y rechazaba las invitaciones”[7]. Para el Dr. Kiev el otro no existe, no es posible. No hay nada fuera de su mundo, de su biblioteca.[8]
La segunda voz se introduce con el ama de llaves, Teresa Krumbholz. Al inicio ella se muestra curiosa al ver la peculiar rutina del erudito y no pasa mucho para que comience a sospechar de él. La curiosidad de Teresa desemboca en los libros: son demasiados, y con lo costoso que se torna el mundo parece un desperdicio tener una biblioteca así.
El interés del ama de llaves por los libros, junto a las recurrentes críticas de las personas y su ociosidad, le agrada al Dr. pues cree que Teresa lo comprende, aunque sea un poco, y por ello defenderá la biblioteca al igual que él. Debido a esto, ambos deciden contraer matrimonio. Uno podría pensar, extendiendo la idea de la fuga, que ambas voces dialogan a partir de esa acción, sin embargo, sucede todo lo contrario. Paradójicamente, lo que posibilitó el matrimonio fueron dos proyectos distintos, incluso exclusivos, en los que el otro sujeto queda olvidado. Teresa quiere controlar la biblioteca y administrar el dinero del Dr. Kiev; éste ve en su nueva esposa una vigilante de su biblioteca, no más.
El aislamiento al interior del matrimonio se ve reflejado en la imposibilidad de ambos por mantener una relación sexual; pese a que los dos llegan a pensar en ella, ésta nunca se consuma porque son incapaces de establecer intimidad con el otro.[9]
Poco a poco la situación va complicándose: el Dr. sigue inmerso en su universo bibliográfico, arrepintiéndose por haberse casado, y Teresa se obsesiona por tener un lindo hogar, digno de una mujer de su astucia y bondad. Vemos como sucede lo contrario a la fuga; en ésta las voces establecen relaciones/diálogos armónicos. En el libro de Canetti las relaciones que se dan son disonantes, disruptivas, contradictorias.
El conflicto entre el Dr. Kiev y Teresa Krumbholz estalla. Teresa piensa que su marido tiene dinero pero no quiere dárselo todo por culpa de los libros, él es malvado. Por eso es necesarios controlar la administración del hogar y expulsarlo.[10] El Dr. por su parte cree que su esposa es un obstáculo para la biblioteca. Ella no entiende la valía de su acervo bibliográfico, es egoísta. Lo único que importa es la biblioteca, los deseos y anhelos de su esposa se muestran insignificantes a lado de la obsesión del profesor.
Tras el inicio de la disputa se integran a la trama las demás voces/personajes: Guarro, un vendedor que se hará el amante fugaz de Teresa con tal de quitarle algo de dinero; el portero del edificio, un hombre misántropo, golpeador y experto en ahuyentar a los méndigos; Fischerle, un enano antisemita que sueña con ser campeón mundial de ajedrez, etc. Cada uno de los personajes toma partido por algún bando, ya sea por Teresa o por el Dr. Pero en el fondo, lo único que les interesa es sacar un beneficio de ello. Una vez más cada voz se une para generar una disonancia, para actuar como agente dispersor, para romper cualquier tipo de armonía que pueda insinuarse.[11]
Cabe señalar que una falsa armonía se presenta en la estructura de la novela, dicha ilusión se da en al menos dos formas. 1) Cuando un personaje se introduce en la novela hace parecer que se interesa por el otro. El Dr. Kiev, por ejemplo, inicia platicando con un curioso niño, Franz Metzinger, al que invita a conocer su biblioteca. Pero pronto se arrepiente y aniquila de ese modo cualquier conexión con el inocente infante. O el enano Fischerle. Él se muestra comprensivo con el Dr. Kiev, recién expulsado de su casa, pero no tarda en idear un plan para estafar al sinólogo. 2) Los personajes tienden a considerar sus obsesiones como bondadosas. El Dr. Kiev cree que su tarea, salvar los libros, es casi divina y por ello está legitimada; todo aquel que se oponga es malvado y/o imbécil. Teresa también hace algo similar pues cree fervientemente que ello sólo exige lo justo e incluso, al apoderarse de la administración del dinero y con ello obtener un lindo hogar, piensa que le está haciendo un bien a su esposo. Ella vela por su marido. Estamos frente a un mundo lleno de egoístas que se creen altruistas.
Los únicos casos de empatía que pueden rastrearse en la novela son tres: 1) Franz Metzinger, el niño que admira y respeta al profesor. Este pequeño no busca utilizar al erudito ni dañarlo, quiere aprender de él y con él. 2) La enana enamorada de Fischerle. Ella, a pesar de sólo recibir insultos y desprecio por parte del perverso ajedrecista, le salva la vida en una ocasión. 3) Georg, el hermano del Dr. Kiev, se preocupa por el erudito sinólogo sin importar que éste no muestre ningún interés por él. (Además, Georg es un psiquiatra que aparentemente se preocupa por sus pacientes).
Sin embargo, la aparición de estos personajes es limitada y, en el fondo, no establecen relaciones con otros personajes. El niño y el hermano no son correspondidos por Kiev y Fischerle no se cansa de repudiar a la enana. Es por eso que no hay un diálogo como tal, sólo el intento, sólo un frágil atisbo de ello.[12]
Plantear la novela de Canetti con relación a la fuga permite entender qué está sucediendo. La fuga es un “modo musical” que fue ampliamente desarrollado durante el barroco. Su máximo exponente es, sin lugar a dudas, Johann Sebastian Bach. El filósofo español Eugenio Trías plantea en su libro El canto de las sirenas la existencia de un fuerte vínculo entre Bach, maestro de la fuga, y Gottfried Wilhelm Leibniz, eminente filósofo racionalista.
Según Trías, la relación consistiría en que ambos construyen, en sus respectivos campos, los principios generales de la armonía.[13] Bach, mediante la fuga, reunía la polifonía bajo un principio unificador. Cada voz, pese a ser individual, independiente y finita, era parte de un universo coherente y armónico. Unidad y multiplicidad, finito e infinito, se unen en su obra. Lo mismo sucede con Leibniz y su teoría de la mónada. Cada mónada es individual, un pedacito finito de la infinitud del universo; sin embargo, la parte no se separa del todo, cada mónada da cuenta, incluso es un reflejo, de la totalidad. En otras palabras, el mundo, pese a estar dividido infinitamente, adquiere consistencia gracias a un principio unificador.[14] Es por ese principio por el cual la multiplicidad, aparentemente dividida y separada, puede entablar diálogos y relaciones armónicas.
Pensar el libro de Canetti bajo estos términos permite entenderlo como el intento de construir un universo (una fuga) en donde ya no existe el principio encargado de dar coherencia y armonía al todo. El mundo colapsado, ese acontecimiento dispersor del que se habló antes, es justamente eso, la desaparición de un principio que vincule y una la multiplicidad. Canetti muestra las consecuencias de la caída de ese principio: una soledad inexorable, un aislamiento profundo y la imposibilidad de otro. No es posible escribir como antes, algo ha pasado, no somos los mismos, el mundo se ha roto.
Al final, Canetti se despide con una imagen ambigua: la luz proveniente de la biblioteca en llamas, una carcajada, no más. “Cuando por fin las llamas lo alcanzaron, se echó a reír a carcajadas como jamás en su vida había reído”.[15] ¿Será aquella luz, símbolo de la caída de ese principio excluyente que movía las obsesiones individuales, el principio de un mundo nuevo? O, por el contrario, ¿será el inminente descenso de un mundo ajeno y desolado cuyo único destino es su propia aniquilación?
Auto de Fe fue
escrito, con un tono trágico y casi profético, casi una década antes de la
Segunda Guerra Mundial, consecuencia explícita de un mundo roto y desmembrado,
del nihilismo que, tiempo atrás, ya había sido anunciado.
Notas
[1] Canetti, Elias. (2013). El primer libro: Auto de Fe en Arrebatos Verbales: Dramas, ensayos, discursos y conversaciones. Debolsillo. Barcelona, España. Pág. 540
[2] Canetti, Elias. (2013). Pág. 542
[3] Es interesante resaltar la anécdota que da cuenta de cómo se originó el personaje del bibliófilo. El 15 de julio de 1927, Canetti presenció la quema del Palacio de Justicia. El suceso fue causado por el asesinato de unos obreros y la posterior absolución de los responsables. La quema del lugar provocó la intervención de la policía. Al final de la jornada habían muerto noventa personas a manos de las fuerzas del orden. Canetti observó a un hombre que corría desconsolado por las actas que se habían perdido durante el incendio. El autor lo increpó, diciéndole que las actas pasaban a segundo plano, ¡habían muerto personas ese día! Sin embargo, el hombre no se inmutó y siguió lamentándose por los papeles perdidos. El Dr. Kiev surgió al ver un hombre incapaz de sentir empatía por sus semejantes.
[4] Ese diálogo es, al menos en esencia, el contrapunto. Una voz llena los espacios de la otra.
[5] Canetti, Elias. (1982) Auto de Fe. Círculo de Lectores. Bogotá. Pág. 12.
[6] Canetti, Elias. (1982) Auto de Fe. Círculo de Lectores. Bogotá. Pág. 17.
[7] Canetti, Elias. (1982) Auto de Fe. Círculo de Lectores. Bogotá. Pág. 19.
[8] Recordemos la anécdota de la quema del Palacio de Justicia. El hombre que se lamentaba por actas parecía ajeno al mundo exterior, atrapado en el estrecho universo de su obsesión por los papeles perdidos.
[9] Sobre este problema uno puede analizar el papel de la falda de Teresa. La prenda opera como una barrera, la muestra de que el otro permanece cerrado.
[10] Crear un matrimonio de uno. Así de paradójicas son las relaciones que se entablan en el libro.
[11] La profunda incapacidad por convivir con el otro llega a puntos inverosímiles. Hay ocasiones en las que el Dr. y Teresa ni siquiera pueden pelear porque cada quién habla sólo para sí. Cfr. Canetti, Elias. (1982) Auto de Fe. Círculo de Lectores. Bogotá. Pág. 112.
[12] Es como si Elias Canetti dejará una diminuta puerta abierta para la llegada de un mundo distinto.
[13] En el campo de la filosofía el trabajo de Leibniz se enmarca en el problema de lo infinito y lo finito. Problema que, al menos en sus líneas generales, irá desde René Descartes hasta el idealismo alemán, encontrando en Georg Wilhelm Friedrich Hegel a su último gran exponente.
[14] El principio unificador sería, no sin ciertos matices, el mismo: Dios.
[15] Canetti, Elias. (1982). Auto de Fe. Círculo de Lectores. Bogotá. Pág. 442.
Gerardo Hernández. Escritor de a ratos, lector aficionado y ocioso de tiempo completo.