por Eduardo R. Gutiérrez
El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.
-H. P. Lovecraft
Cientos de fines del fin del mundo engullí
la guerra de los champiñones era mi preferido,
donde alguna potencia atacaba a otra
y la sobreviviente humanidad
una tierra desértica recorría
combatiendo por lo mismo
como cuando aún había civilización;
sea lo que sea que eso fuera.
Tampoco la madre naturaleza
derritió los fríos polos
haciendo un mundo acuático
o expandiendo el invierno
oscuro por selvas y desiertos.
Ni los martillos de Lucifer o Dios,
ni de ninguna otra divinidad
impactaron contra la faz de Gea;
posiblemente todos murieron
como nos advirtió el filósofo.
Tengo boca y puedo gritar
que ni AM, ni Mens Magna, ni Skynet
ni otro ordenador reordenó la realidad.
Los simios tampoco edificaron
sobre nuestras cenizas su planeta.
Del polvo no se levantaron
los vampiros para ser leyenda
entre ellos o los caminantes
que el amanecer no vieron
por obra del virus T.
No retornó el último hijo
de Krypton, ya anciano, para
aniquilarnos y evitar la infección
de la raza humana por el cosmos
—miro al cielo, con frecuencia,
por él implorando—.
Jamás los ángeles aparecieron
para a los blasfemos mechas combatir
creados por los hijos de Lilith,
no sucedió, por lo tanto, el tercer impacto;
para que del líquido fluyeran las almas.
Las trompetas no sonaron anunciando
la realización del bíblico mito del Apocalipsis,
para cumplir la voluntad de Juan.
La fantasía, la menos probable de todas, que sí fue:
El verdadero Necronomicon apareció,
la idea del escritor de Providence,
ese cósmico horror se materializó.
Tras cada frase concluida por los fanáticos,
el rumor de los nocturnos insectos
acompañó a la Locura,
único jinete apocalíptico,
que asoló este terrenal reino.
Portales se abrieron ante ojos mortales,
hordas de criaturas, que trabajo
me cuesta describir, recorren
cada país, ciudad, pueblo y casa…
Ahora me han encontrado…
Al fin estoy ante el fin.
Eduardo R. Gutiérrez, pasante de Letras Clásicas, miembro del seminario de Estéticas de Ciencia Ficción y scifaijin de minificciones.
Ilustración: “La exuberancia de Hades” de Gustave Doré