por Alejandro Pérez Cervantes
La guerra a veces se sueña a sí misma.
-Carl Von Clausewitz
En su cruento libro El hombre sin cabeza, Sergio González Rodríguez nos recuerda aquella cuestión planteada originalmente por Hal Foster: “la actual tendencia a reiterar contenidos traumáticos. Como si la exactitud ante lo fáctico de una imagen trágica dependiera, para vencer la incredulidad pública, de su exposición reiterada. En una realidad acostumbrada a fabricar imágenes, lo imaginario y lo simbólico se unirían para contrarrestar el peso insoportable de lo real. A esta tendencia, el crítico la denomina «ilusionismo traumático».”
Dicha cuestión me da vueltas, luego de leer la reseña de mi amigo, el crítico Alejandro Badillo, en torno a la más reciente cinta del también director de Ex Machina: ahí, Badillo abre un eje central para el debate sobre la representación visual de la violencia:
“Uno de los problemas más evidentes de Guerra civil es la indefinición del punto de vista. En donde algunos críticos ponderan la versatilidad de los registros que se usan hay una suerte de collage que erosiona cualquier lectura y, también, la coherencia del relato. Las secuencias más problemáticas de la película son aquellas en las cuales Alex Garland presenta la violencia más descarnada acompañada con canciones de hip hop, rock y pop convencionales, trasladando la estética del videoclip a una suerte de ironía que nunca funciona y que, peor aún, banaliza una pretendida toma de conciencia.
(…) Cuando no hay preguntas tenemos el peor de los mundos posibles: exhibicionismo e idealización de la violencia en un discurso que promete involucrarnos en un futuro sin ningún tipo de brújula, al que sólo le queda escandalizar.”
El apunte de Badillo me detona una pregunta incómoda y necesaria ¿Puede la foto documental, o en este ejercicio de meta mirada sobre ella, el cine sobre la foto documental, valerse de la estetización de la violencia? Y más ¿Hasta donde ha ido el ejercicio de la propia foto para poder construir su propio impacto, en esta intención estetizante del sinsentido, proveniente del más brutal ejercicio de la violencia?
Hace años el poeta kosovar Xhevdet Bajraj, avecindado en México y refugiado de una de las más terribles guerras de finales del siglo pasado, se lamentaba sobre los límites de esta representación en su poema “La foto del año”:
Cuatro personas fueron asesinadas y no había guerra
No había guerra te lo juro por Dios
Y no se volvió el evento del año en el planeta
Como premio de consolación
La foto de los familiares de uno de los muertos
Llorando aterrorizados junto al cadáver
Se declaró la foto del año a nivel mundial.

Lo que quizá pasaba por alto para Xhevdet es que desde la preeminencia de la foto de guerra como vehículo para la comunicación de lo aparentemente incomunicable, los autores se valieron de este proceso de “estetización”, al encuadrar, componer y tasar los elementos visuales, resultando en una imagen tan bella como espeluznante. Pensemos en el miliciano muerto de Robert Capa (Septiembre de 1936), casi crucificado sobre el aire, o la evidente glosa a La piedad de Miguel Ángel y el manejo tenebrista de la luz para embellecer y a la vez denunciar los terribles efectos del agua envenenada por mercurio en el pueblo pesquero japonés de Minamata en 1971, en la estrujante serie del gran Eugene Smith.

Es en este lugar donde el señalamiento de Badillo coincide con mis preocupaciones como estudioso de la imagen, en específico de la fotografía documental contemporánea.
Otro entrecruce: en su artículo “De niños y aves de carroña”, Sergio Rodríguez Blanco, a propósito de la polémica foto del niño y el buitre que le valiera el World Press Photo a Kevin Carter en el año de 1994, se pregunta a su vez “¿Cuánta realidad es capaz de transmitir una fotografía?” Es decir, ante formas de registro privilegiado y de un mayor alcance en detalle como la captura digital en video ¿Cuánta realidad es capaz de soportar el espacio limitado de una imagen fija? Ampliando esta conjetura no sólo a las implicaciones físicas del sustrato fotográfico –análogo o digital-, sino también a las obvias limitantes del marco de acción del fotógrafo, a sus prejuicios o miopía frente a la realidad, al condicionamiento obtuso de las técnicas y los mecanismos (ópticas, distancias focales, ISO, rango dinámico)… el teórico mexicano insiste en esta delgada frontera entre la realidad y la invención:
“La fotografía es siempre constructo, pero no siempre es posible ver su artificio”, así, uno de los valores más significativos en las imágenes sería su potencial simbólico:imágenes que no se agoten en su sola literalidad o su arsenal metafórico y formal, sino que sirvan como camino hacia una reflexión más aguda: imágenes que en su ambigüedad, anomalía y paradoja sustenten el poder icónico de reventar esta burbuja de ensoñación derivada de los vaivenes esquivos de la hiperrealidad.
Desviar o no la mirada
Un apunte personal: en un reciente coloquio nacional sobre historia de la fotografía, me tocó participar con un análisis a la terrible foto del saltillense Christopher Vanegas “Víctimas de la delincuencia organizada”, merecedora del World Press Photo 2014 en su categoría de Temas contemporáneos. Con esta impactante escena, Vanegas se unió al selecto grupo de mexicanos que han merecido el galardón en los últimos años: Fernando Brito, Daniel Aguilar, Christopher Blanquet, Pedro Pardo, Yael Martínez y Narciso Contreras.
Durante la lectura de mi texto a propósito de estragos de la guerra contra el narcotráfico en el estado de Coahuila hace algunos años, la proyección de la misma fue interrumpida. Los organizadores consideraron que la fotografía era demasiado fuerte, aún sin ser de una violencia completamente explícita. Incluso al final de mi participación, durante la ronda de preguntas algunos colegas cuestionaron si era necesario mostrar una imagen de esa naturaleza. En un país con más de 100 mil víctimas directas e indirectas de una guerra interna que dura ya más de tres sexenios, mi pregunta en respuesta fue, ¿Por qué no se tendría qué mostrar, y además, estudiar?
¿Qué hace singular la fotografía de este autor frente a las miles que con idéntica temática y crudeza inundaron las páginas de los medios de nuestro país aquellos años? Quizá porque la imagen de Vanegas se plantea similar a la previa intención de Pedro Valtierra o Fernando Brito, quienes buscaron articular un discurso visual más allá del impacto brutal de la nota roja y se desmarcaron hacia una preocupación propia, que muchas veces aludió a cierta reflexión sobre el paisaje, una intención estética o a la oblicuidad inédita de un fuerte cuestionamiento social. Me dice Christopher Vanegas que en la convivencia posterior a la entrega del premio en la ciudad de Ámsterdam, un fotógrafo brasileño le comentó del enorme parecido con la imagen de unos jóvenes colgados de igual manera, a raíz de una embestida gubernamental en aquel país contra el tráfico en las favelas. En una nota para Milenio, a raíz de la exposición en el Museo Franz Mayer, el comisario de la exposición ―Laurens Korteweg― se refirió a su imagen como “una instantánea poética y sofisticada”. Es aquí donde quiero señalar los principales logros de esta fotografía: su carácter contradictorio; un tema ominoso, de una violencia terrible, (re)tratado con una evidente intención estética. Peter Bialobrzeski, en “La fotografía documental como práctica cultural”, coincide en esta característica:
“La fotografía documental (y periodística, agregaría aquí) no puede existir sin establecer referencias históricas relacionadas con dichos acontecimientos. La fotografía es tanto más efectiva cuando más parezca que la concepción estética contradice los supuestos contenidos”.
La imagen de los cuerpos colgados en el puente de Valle Dorado está construida para generar un fuerte choque o contradicción entre los elementos de su contenido y la manera tan sobria y equilibrada en la que está compuesta. Casi todo en ella está resuelto en el potente contraste de los tonos complementarios de su luz: amarilla y violeta. En segundo término, los cuerpos brutalmente expuestos para su escarnio y eso que algunos estudiosos de la violencia reciente han nombrado “violencia disciplinaria” en la imagen buscada-interpretada-construida por Vanegas se vuelven motivos casi minimalistas, seudo abstractos, apenas figuras simbólicas, casi desprovistas de gestualidad y sangre. Casi como una suerte de larvas suspendidas en un nido futurista de concreto. En otro sentido, la parquedad en sus elementos, potencia el peso visual de cada uno. Y la relación de contrastes, tamaños, proporciones es de una nitidez pasmosa: la hoja de periódico tirada en el suelo, se vuelve casi un símbolo autorreferencial, una suerte de meta literatura de la propia imagen.

Conclusiones preliminares
Así, el destino y tránsito de una imagen como la construida por Vanegas no podía concluir ahí: recientemente se ha convertido en portada de un libro fundamental para entender los tiempos actuales: La Necromáquina. Cuando morir no es suficiente, de la investigadora mexicana Rosana Reguillo, que en su presentación se propone como “una investigación que ha buscado en el tiempo y en diversos territorios, develar, visibilizar, volver inteligible los lenguajes de las violencias, sus gramáticas y sus caligrafías en un horizonte en el que colapsan la razón y las palabras… se trata de traer aquellas escenas que por su condición aparentemente marginal o excepcional, trazan un mapa que estalla la noción de normalidad. En definitiva se relata los malestares, los horrores y los síntomas de un tiempo de colapso en el paradigma civilizatorio de la modernidad.”


Como cierre parcial a esta discusión interminable, mirando las revisitaciones a la crucifixión en las fotos de soldados heridos en Vietnam del inglés Don McCullin, hasta la extrema violencia contemporánea capturada en las fosas comunes de Yugoslavia o Ruanda por James Nachtwey y su refinado detalle en las texturas de las cicatrices de los machetazos en los rostros de los sobrevivientes, exaltada con aquella luz lateral, o el maravilloso resplandor sobre los rostros de los funerales gitanos en la obra del cuasi centenario Josef Koudelka, llegando al extragavante colorismo pop del recién fallecido Chris Hondros, la foto de guerra es perpetua construcción, dramaturgia ayudada por el azar puesta en escena, estallido que en las imágenes se sueña a sí misma

Sobre esto, el teórico James Curtis nos advirtió antes que “la fe pública y académica en el realismo de la imagen fotográfica se basa en la creencia de que la fotografía es una reproducción mecánica de la realidad”. Así, desactiva la supuesta neutralidad de la fotografía como un artefacto objetivo y el proceso mismo que llamamos “documental”, como una mera observación pasiva.
Los autores toman partido, posición: ejercen un discurso personal, no siempre surgido de un cabal conocimiento teórico o incluso técnico, donde este registro se vuelve testimonio tamizado por la visión personal, la interacción social, las limitantes contextuales y tecnológicas, la cultura visual, el peso de lo empírico ―factores todos que diluyen una pretendida objetividad. Lo ha resumido mejor nuestro decano John Mraz: “El buen fotoperiodismo es un creador de metáforas”.


Resumen de esta breve reflexión, ensayemos algunos planteamientos finales, siempre mutables, incompletos, transitorios, preliminares:
- Hoy, la imagen es poliédrica, flexible, multiforme. Esta multiformidad, este nuevo plano autoral separado del dominio técnico o del esfuerzo ―una no especialización e independencia derivada del avance tecnológico― reconfigura la imagen fotográfica de una manera radical: no importa, ni se requiere, su materialidad, mucho menos su calidad técnica.
- La evidente dependencia y posibilidades tecnológicas han desplazado la necesidad decimonónica y ortodoxa de una idea de “verdad”. La imagen fotográfica participa hoy como nunca de una relatividad que no le resta valor a su consumo o interpretación, sino que en cambio, potencia su lectura y sus usos.
- Finalmente, la conversión y el trueque de sus propósitos y alcances han vuelto a la fotografía de un espacio discursivo de entrecruce y de intercambio, donde su papel convencional se ha diluído ya: la conmemoración, lo fijo y la evidencia, por nuevas condiciones: mutabilidad, disponibilidad y virtualidad. -¿Qué es hoy la imagen fotográfica? Más que categoría o disciplina delimitada, un campo de fuerzas e interacciones, una erótica: estetización y voracidad permanente. Iconósfera: universo de usos incipientes, forma del pensamiento, depurada acción, mérito tecnológico, invisibilidad técnica, sinsentido, práctica de lo lúdico, registro fugaz; espejo fantasmático y mutable del mundo: habitamos la imagen y la imagen nos habita.
Más reflexiones sobre foto periodística y documental, aquí:
https://www.academia.edu/83946360/Luz_mirada_y_tiempo_Lo_documental_y_lo_fotoperiodístico_Tentativas_estéticas_cercanías_y_diferencias
Alejandro Pérez Cervantes nació en Saltillo, Coahuila, en 1973. Doctor en Arte y Teoría Crítica por 17, Instituto de Estudios Críticos, es miembro del Sistema Nacional de Investigadores CONACYT y colaborador de medios como Vanguardia, Luna Córnea, Relatos e historias, Nexos, Pez Banana y las revistas norteamericanas Rio Grande Review, Literal y Contratiempo. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila en los géneros de narrativa y ensayo. Autor de los libros sobre fotografía Luz, mirada y tiempo y Los estatutos de la mirada, en los últimos años ha sido curador de proyectos sobre artes visuales y fotografía documental. Desde 2005 se desempeña como profesor en el área de artes visuales y humanidades en la Universidad Autónoma de Coahuila. Su último libro es Edward Hopper en el norte de México (UANL, 2024).
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