Gomitas


por Kevin Zúñiga

 

Por aquellos días su tristeza había descendido por lo menos unos tres mil escalones. La verdad es que la pobre estaba desesperada. No había salido de su cuarto por semanas, y como no tenía nadie a quien acudir, decidió ir al cine. Las películas siempre la tranquilizaron. O mejor dicho, siempre la transportaron. Bastaban tres pestañazos frente a la pantalla para escapar a ese colorido mundo sin tiempo ni sentido.

Cuando apagaron las luces sintió un temblorcito por todo su cuerpo. Se sentía terriblemente mareada. El silencio de la sala le produjo un repugnante vértigo acompañado de unas náuseas del demonio. Como si tuviera un infierno en el estómago que estaba a punto de salirle por la boca. Apoyó los pies en la butaca de enfrente, cerró los ojos, y de su bolsillo izquierdo sacó una funda con gomitas de colores que encontró tirada en la puerta.

Las gomitas sin duda eran una buena señal. Un dulce guiño del destino. Patético pero dulce. Seguro son pastillitas para la felicidad, susurró autocompadeciéndose mientras revolvía su temblorosa manita en la funda. Las gomitas estaban pegajosas y desprendían un aroma embriagante. Un aroma celestial como arrancado de las nubes del país de Alicia. Tomó una al azar, y cuando estaba a punto de tragársela, pensó que era buena idea echarle un vistazo.

Una nunca sabe, pensó, podrían estar envenenadas.

Regresó su brazo y escupió la gomita en el centro de su palma, creando una deliciosa piscinita de babas. La gomita era púrpura, y al compararla con las demás notó que era la única teñida con ese color tan deprimente. Tenía la forma de un oso. Un pequeño oso de transparencia viscosa. Un triste osito purpúreo con una melancólica mueca eternizada en la carita.

Hola pequeño, dijo la muchacha mirando sus diminutos ojos, te vez triste, no me digas que lo estás porque las gomitas no deben estar tristes, más bien alégrate porque te voy comer, y luego de que desciendas por mi sexi sistema digestivo te disolverás en mis tripitas y así yo me alegraré, ji ji ji.

Claro, muñeca, dijo el oso.

La muchacha casi se disuelve por debajo de la butaca. Casi vomita el infierno que venía incubando en la panza desde su nacimiento y que, sin duda, habría incinerado con su lava a cada uno de los idiotas que decidieron ir al cine ese día. Pero no. No se disolvió ni vomitó ni incineró a nadie. Logró contenerse. Las psicodélicas imágenes de la pantalla la serenaron. Respiró profundo y luego volvió a respirar profundo y luego reclamó a la gomita por el tremendo susto que le había propinado.

Tú solo cómeme, replicó la gomita con un prolongado suspiro gelatinoso.

¡Nooo ya no!, gritó la muchacha silenciosamente.

Es que ya no quería comérsela. Ya no. Cómo iba a matar a una gomita parlanchina. Nunca antes había conocido gomitas parlanchinas. Gatos, insectos, plantas sí, pero nunca gomitas parlanchinas. Ahora más que nunca necesitaba un amigo y qué mejor amigo que un triste- osito-púrpura-parlanchín condenado a ser gomita.

Sabes, nunca he venido al cine sola, ¿te gustaría hacerme compañía?, preguntó la muchacha con una melosa sonrisita que delataba sus grandes y amarillentos dientes que a su vez delataban su fuerte adicción a las golosinas. Bueno, quizá no estaban amarillos por las golosinas. Quizá era su otra adicción: la tristeza. Sí, quizá era la tristeza la que le amarillaba la vida. Con dientes incluidos.

Claro muñeca, respondió el osito acomodando su triste traserito en el pulgar de la muchacha, pero que quede claro que odio esta película.

También la odio, aclaró la muchacha, bueno, la verdad es que odio todas las películas, no sé por qué me obsesionan tanto pero las odio. Las odio completitas. Desde la primera escena hasta la última fila de los créditos. Desde la primera palabra balbuceada hasta la última rola del soundtrack. Así, completitas.

¿Tanto así?

¡Sí!

¿Por?

Porque me recuerdan lo triste de la vida.

¿Entonces por qué te obsesionan tanto?

No sé. Quizá porque también me recuerdan que la tristeza es pasajera, que la vida termina…

Cuando abrió sus ojitos ya todos en la sala se habían ido. Qué triste: tan solo fue un patético sueño. Sintió un vacío desgarrador en su pechito al ver a su alrededor los desechos que se acumulan siempre después de cada función. Sabía que pronto barrerían la sala. Trató de levantarse pero no pudo: las demás gomitas estaban sobre ella.

 

 

Kevin Zúñiga, estudiante de periodismo y cinépata.

 

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