por José David Martínez Luna
Es increíble pensar que hoy en día podemos elevar nuestra vista al firmamento y observar un espectáculo similar al que los antiguos pobladores del Valle de México encontraban en su cielo nocturno, tan sorprendente y maravilloso como los mitos que surgieron a partir de esas observaciones.
El Sol, la Luna y el brillante planeta Venus fueron los cuerpos celestes que más atrajeron la atención de los antiguos mexicanos y los que provocaron el mayor florecimiento de creencias y mitos. Los aztecas creían que por encima de la Tierra se elevaban trece cielos en los que moraban los dioses y los astros, por debajo, existía un inframundo que se componía de nueve pisos en los cuales habitaban diversas fuerzas gobernadas desde el piso inferior por Mictlantecuhtli, “el señor del lugar de los muertos”.
Se cuenta, que una de las deidades con las que relacionaron al majestuoso Sol de medio día fue Huitzilopochtli, “el colibrí azul a la izquierda”, es decir del sur, divinidad guerrera por excelencia; a la Luna y las tinieblas con Coyolxauhqui, “la de los cascabeles de oro en la cara”; mientras que los Centzonhuitznahuac, “los cuatrocientos meridionales”, correspondían a las estrellas del sur; todos hijos de Coatlicue, “la de la falda de serpientes”, diosa de la tierra. Fue en torno a estas deidades que se escenificó el mito encontrado en el Templo Mayor, con el que los aztecas explicaban la sucesión de los días y las noches.
Según el mito de la sucesión de los días y las noches, ocurre en Coatepec, “cerro de las serpientes”, cerca de la ciudad Tolteca de Tollan, es decir, Tula. Coatlicue, la vieja diosa de la tierra, era sacerdotisa en el templo de Coatepec y vivía una vida de retiro y castidad, después de haber engendrado a la Luna (Coyolxauhqui) y a los cuatrocientos hijos e hijas estrellas (Centzonhuitznahuac). Un día, mientras barría, cayó del cielo una pelotilla de plumas de colibrí, entonces la recogió y guardó en su seno con la intención de ofrecerla al dios Sol. Sin embrago, poco después de terminar sus quehaceres, comprueba que la pelotilla desapareció; es cuando se percata que se encuentra en cinta, milagrosamente fecundada por la pelotilla de plumas.
Cuando se enteraron los Centzonhuitznahuac, reaccionaron fogosa y vehementemente. “¿Quien la dejó encinta que nos infamó y avergonzó?”, cuestionaban continuamente, hasta que su hermana mayor, Coyolxauhqui, encareció diciéndoles: “Hermanos, ella nos ha deshonrado con este embarazo, hemos de matar a nuestra madre para limpiar la afrenta”.
Coatlicue se encontraba llena de temores por su próximo fin y afligida lloraba, pues ya la Luna y las estrellas se preparaban para matarla, pero el prodigio que estaba en su vientre la consolaba diciéndole: “No tengas miedo, porque yo sé lo que tengo que hacer”. Así, después de escuchar estas palabras, Coatlicue aquieto su corazón y se olvidó de la pesadumbre que tenía.
Mientras tanto, los Centzonhuitznahuac, impulsados por su hermana mayor, se preparaban para matar a su madre: “habían tomado las armas para entrar en combate, torciendo y atando sus cabellos como hombres valientes”. Sin embargo, uno de los cuatrocientos, Quauitlícac, “el que se yergue como árbol”, traicionó a sus hermanos, y le contó a Huitzilopochtli, que aún estaba en el vientre de su madre, lo que decían los Centzonhuitznahuac. Huitzilopochtli le respondió diciendo: “¡Oh hermano mío! mira bien lo que hacen y escucha muy bien lo que dicen, porque yo sé lo que tengo que hacer…”.
Decididos a matar a Coatlicue, los Centzonhuitznahuac con Coyolxauhqui a la cabeza, se pusieron en camino armados para la guerra. Quauitlícac subió corriendo a la cima del cerro para avisar a Huitzilopochtli de la llegada del siniestro grupo, diciéndole:
—Ya vienen.
—“Mira bien a dónde llegan”.
—A Tzompantitlan.
— ¿A dónde llegan los Centzonhuitznahuac? —preguntó con voz serena el dios solar—.
—Vienen ya por Coaxalpan.
— ¿Y ahora?
—Vienen por la cuesta de la sierra.
— ¿A dónde vienen ya? —una vez más preguntó Huitzilopochtli a Quauitlícac—.
Entonces le dijo Quauitlícac:
—Ya están en la cumbre, los viene guiando Coyolxauhqui.
Y fue en ese preciso instante en el que Huitzilopochtli vino al mundo. Salió del vientre de Coatlicue, trayendo consigo un escudo en forma de rodela llamado teueuelli, con un dardo y varas de color azul, su rostro pintado (con líneas transversales de color amarillo), sobre la cabeza un penacho de plumas, los dos muslos pintados de color azul, así como sus brazos y la pierna izquierda delgada y emplumada. Entonces Huitzilopochtli dijo a Tochancalqui que encendiese una culebra echa de teas que se llamaba Xiuhcóatl, “serpiente de fuego”, la cual ardía como un rayo de sol, y tomándola entre sus manos hirió mortalmente a Coyolxauhqui, cuyo cuerpo quedo hecho pedazos; su cabeza la arrojo al cielo y se convirtió en la Luna, mientras que su cuerpo quedo en aquella sierra que se llama Coatepec, y cayo despedazado a la falda de la misma.
Huitzilopochtli se levanto y salió en contra de los Centzonhuitznahuac, persiguiéndoles y echándoles fuera de la sierra de Coatepec, peleando hasta abajo contra ellos, rodeó cuatro veces la sierra. Por su parte, los Centzonhuitznahuac no pudieron defenderse de Huitzilopochtli. En vano trataban de hacer algo contra él al son de los cascabeles y haciendo golpear sus escudos; pero al final fueron vencidos. Ellos mucho le rogaban a Huitzilopochtli que se retrajese de la pelea, le decían: “¡Basta ya!”. Pero él no quiso ni les consintió, hasta que mató a la gran mayoría. Sólo unos cuantos pudieron escapar de su presencia, librándose de sus manos, y se dirigieron hacia el sur, huyendo a un lugar llamado Huitzlampa.
Para cuando Huitzilopochtli les hubo dado muerte, cuando hubo dado salida a su ira, les quito sus atavíos, sus adornos, y las armas que traían (anecuyotl), se los puso, he hizo con ellas sus propias insignias.
Por eso, Huitzilopochtli es el Sol, el joven guerrero que nace todas las mañanas por el este, del vientre de la vieja diosa de la tierra “Coatlicue”, y empuñando su Xiuhcóatl “el rayo solar”, aniquila las tinieblas y con ellas a la Luna (Coyolxauhqui), a las estrellas del sur (los Centzonhuitznahuac) y a las estrellas del norte (los Centzonmimixcoac). Todos los días se entabla este divino combate y su triunfo significa un nuevo día de vida para el ser humano. Al consumarse su victoria, Huitzilopochtli es llevado en andas durante la primera mitad de su curso por las almas de los guerreros muertos en guerra o sobre la piedra del sacrificio, quienes cantan y agitan sus armas en honor al dios. Al cabo de cuatro años se convierten en colibríes y vuelan de regreso a la tierra.
Así, al llegar el Sol al cenit, los guerreros desandan su camino y se van al oriente. No obstante, un nuevo cortejo viene al encuentro del astro: el cortejo de las Cihuateteo, las “mujeres divinas”, que entonan cantos bélicos y simulan combates. Las Cihuateteo son las mujeres muertas durante el parto y también son llamadas Mocihuaquetzque, “mujeres valientes”. Ellas lo conducirán hasta el ocaso, donde, una vez ahí, el Sol morirá como todas las tardes, para alumbrar con su luz apagada al mundo de los muertos.
Bibliografía
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KICKEBERG, Walter. Mitos y leyendas de los Aztecas, Incas, Mayas y Miscas. Editorial Fondo de cultura económica. México, 1968.
LEÓN, Miguel. México Tenochtitlán, su espacio y tiempos sagrados. 1ª ed. Editorial Plaza y Janés. México, 1987.
SOUSTELLE, Jacques. El universo de los Aztecas. Editorial Fondo de cultura económica. México, 1979.