por Jesús Larsson
Aún en la confusión de los recuerdos, Wilmar imaginaba el potente silbido del tren retumbar en sus ojos. La oscuridad cubría casi por completo el lugar al que había llegado; excepto por los rincones donde se escurrían las luces de una fogata. En la penumbra, Wilmar había distinguido la silueta de una docena de personas. Le habían dicho que ese espacio, en un pasado desvanecido, funcionaba como bodega para el narcotráfico, pero debido a la leyenda sobre aparecidos que lo envolvía, ni el mismo ejército se atrevía a poner un pie en las cercanías.
El azar había convertido a ese sitio en refugio para los migrantes del sur. Según ellos, se encontraba en la selva, posiblemente entre los límites de los estados de Oaxaca y Chiapas. Nadie sabía precisar con exactitud. Una mujer de El Salvador había llegado unos seis días atrás, otros llevaban meses, algunos mucho más. Wilmar sentía en sus historias los sueños rotos de alcanzar el Norte y sus corazones enraizados a la desesperanza del olvido.
Aquel joven mulato llamado Wilmar, había vivido hasta sus dieciocho en un pueblo costero llamado La Ceiba. Era un poblado donde solamente la muerte tenía trabajo; les contaba a los demás que escuchaban con atención. Wilmar había tomado una bicicleta afuera de un local. Robar se hizo un hábito. Robaba para comer, robaba para beber, robaba para comprar su pasaje al otro lado, le robaba las horas al día para cruzar la hermana República de Guatemala lo antes posible.
En la frontera con Chiapas, unos transportistas mexicanos se ofrecieron llevarlo hasta Arriaga a cambio de la bicicleta. En ese punto podría tomar el tren hacia Estados Unidos. Había cruzado la aduana mexicana sin problemas, tal cual se lo prometieron. Faltaban cuarenta y siete kilómetros para llegar al pueblo de Arriaga, era la tarde de un lunes; ése fue el último recuerdo que guardaba del viaje. Al anochecer de ese día, se encontraba en la comunidad de migrantes, a los que había narrado su historia.
Con las primeras luces del amanecer, Wilmar cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta que el sol se ocultó. Pensó que el esfuerzo de los días anteriores lo había derribado en un sueño demasiado profundo. La fogata seguía igual, los rostros de ayer contaban las mismas historias, de anhelos derrotados, de parientes en espera, de una mejor vida en aquel país del cual no conocían siquiera su idioma.
Wilmar no soportó el derrotismo de aquellos hombres, y salió a la negrura de la selva, a buscar los rieles que lo conducirían a la gran ventura llamada Norte. No se preocupó de advertencia alguna. Corrió sin el miedo de tropezar o encontrar animal salvaje que acabara con el palpitar ardiente de su deseo. Corrió sin la pesadez de su cuerpo, como espíritu libre de la noche; temeroso únicamente de las ánimas que vivían en la espesa vegetación, de las ánimas que gobernaban aquel lugar y de las que le habían contado, y que lo vigilaban mientras corría, de lo cual estaba consciente, pero no detenían su huida. Corrió sin pasado ni futuro ni respiración ni pensamiento, hasta que se estrelló con la imagen de su propio cuerpo inerte e hinchado a unos metros antes de llegar a la carretera.
Entonces reconoció en las caras de los espíritus de la selva las mismas de los refugiados. Eran aquéllos que no llegaron nunca y, como aquéllos, ahora estaba condenado a recibir a los que tampoco habrían de llegar.
Jesús Larsson nació en la ciudad de Guadalajara el 28 de febrero de 1981. Ingeniero de profesión (egresado de ITESM), escritor de pensamiento (egresado de SOGEM). “Escribo para dejar una huella mínima de mi existencia, de que fui, de transmitirle a la gente cómo percibí el mundo en el que viví”.