La A tampoco es muda


por Lilian Pérez


Mariana estaba boca arriba, desnuda, con Ernesto entre sus piernas, cuando se preguntó si estaba rota o qué diablos le pasaba. Ella y Ernesto llevaban 5 meses de novios cuando ella al fin accedió a que su primera relación sexual fuera con él. Ésta era la tercera vez que lo hacían y Mariana esperaba que la tercera fuera la vencida: “La primera vez nunca es buena, nadie sabe lo que hace”, “Bueno, apenas llevamos dos veces, tal vez aún no le agarramos a nuestros ritmos o algo así”. Pero esta era la tercera vez que lo hacían y ella seguía sin sentir absolutamente nada.

Mientras Ernesto la penetraba con insistencia, totalmente concentrado en su misión, Mariana se ahogaba en preguntas. A pesar de su inexperiencia, ella había hablado con todas sus amigas y había escuchado una cantidad absurda de podcasts y videos de YouTube como para saber que el sexo no era una experiencia sublime y casi religiosa el 100% de las veces. No esperaba que el sexo le cambiara la vida de un día para otro, pero ¿no sentir nada? Claro, sentía la fuerza de Ernesto tratando de picarle el cerebro con la punta de su pene, pero así que dijera: “Uy, la excitación, qué placer”, para nada.

Ernesto terminó, le dio un beso a Mariana en los labios y se acostó junto a ella para cucharear. Ella le sonrió y tomó su mano para acomodarla sobre su mejilla. Ese instante, con el cálido olor del hombre que amaba, le era mucho más placentero que cualquier par de dedos que se escabullían bajo de su falda cuando estaban solos, incluso aunque pertenecieran a la mano de ese mismo hombre.

Pero ella no le dijo nada de eso. Mariana sabía que Ernesto disfrutaba mucho del sexo como para decirle: “Ah, sí. Por cierto, yo no siento nada. Me emociono más cuando la compañía de Internet sí me da los megas que pagué”. La única vez que lo consideró placentero fue cuando se dio tras un día de ver chucherías en miles de tiendas, comer en el restaurante en el que tuvieron su primera cita y ver una película en la que se la pasaron burlándose de los protagonistas (muy a pesar del resto de la audiencia). Pero la excitación la sintió un poco más en el corazón que en la vagina, así que… ¿Qué?

Ernesto era tierno y compasivo, pero de ingenuo no tenía ni un pelo. Un día, así de la nada mientras paseaban a su perro, le dijo a Mariana: “Nunca has tenido un orgasmo conmigo, ¿verdad?”. A Mariana casi se le cae la bolsa con popó. “¿Eh?”

“No había querido decirte nada porque sé que las primeras veces pueden ser raras y bla, bla, bla. Pero ya vamos a cumplir un año juntos y creo que nunca te he visto tener un orgasmo. Vaya, ni siquiera me has regañado por no saber cómo darte uno”. Mariana se quedó pasmada. No sabía qué decir porque sentía que cualquier palabra que saliera de su boca sería un navajazo al corazón y al orgullo de su novio. ¿Quién quiere escuchar a su pareja decir: “No me gusta el sexo. Lo hago por ti, porque si por mí fuera, creo que no volvería a coger en la vida”?

Al parecer Ernesto no era tan tierno y compasivo como Mariana creía. O tal vez sí, pero sólo con la gente que era como él. Ella no tenía problemas con seguirse desnudando en su cama a cambio de verlo feliz, pero él no lo entendió. Todo el amor pareció esfumarse cuando él le dijo que sonaba como si ella fuera una prostituta que daba sexo a cambio de no sentirse tan sola. Mariana le aventó la bolsa con popó y nunca volvió a verlo.

Mariana no quiso hablar con nadie sobre la verdadera razón por la cual su relación se fue por el inodoro. Ni siquiera con ella misma, porque había una pequeña voz en su cabeza que le decía que todo fue su culpa: “¿Por qué no podrías haber sido una persona normal y ya?”. En lugar de tomarse el tiempo de desenredar el caos que eran sus sentimientos, Mariana tomó otra ruta: ¿y qué tal que era lesbiana? Pero sólo le bastaron unos minutos de porno entre mujeres para descubrir que le era igual de aburrido que el de heteros. Claro, además del insignificante hecho de que una mujer nunca le había atraído en ese sentido.

Tal vez el problema estaba en su vagina, pensó. Pero sólo bastó una visita a su ginecóloga para confirmar que no tenía ningún problema allá abajo. Incluso llegó a sopesar la idea de hacerse análisis clínicos para revisar sus niveles hormonales, de la tiroides, la hipófisis, el hipocampo, cualquier parte de su cuerpo que no conociera y que podría ser responsable de su “problema”.

Un día no lo soportó más y se puso a llorar en un restaurante, mientras Vanessa, su amiga, le platicaba algo que ni al caso (de lo caras que le salieron las cortinas para su depa).

“Mariana, sí estuvieron caras, pero no es para tanto. ¿Qué tienes?”. Mariana lo sacó todo, todo. Más que decirlo, lo vomitó, porque salió igual de fuerte, incontrolable y mientras la cara se le llenaba de mocos y lágrimas. Incluso sacó cosas que ni siquiera sabía que estaba guardando, como que se sentía defectuosa y que alguien debía repararla, porque al parecer ella sola no podía. Que creía que nunca volvería a encontrar el amor; no porque Ernesto fuera un dios entre los hombres, sino porque ella se sentía subhumana y nadie querría pasar su vida junto a alguien así.

“Wow, creo que tu cabeza estaba más llena de popó que la bolsa que le aventaste a Ernesto”, le dijo Mariana mientras se estiraba para tomarle la mano. “¿Por qué te estabas aguantando todo eso?”. Entre sollozos, Mariana sólo alcanzó a encoger los hombros.

Vanessa agarró las últimas servilletas de su mesa para pasárselas a su temblorosa amiga cuando le dijo: “Y… ¿nunca pensaste que a lo mejor simplemente el sexo no te interesa, ni te causa nada y ya? Tengo entendido que la gente asexual existe”.

Mariana sintió como si le hubieran pasado un soplador de hojas por el cerebro, haciendo que todos sus pensamientos parasitarios salieran volando. Lo más probable es que después de un tiempo algunos de ellos volverían a asentarse, trayendo de vuelta ese temor de no pertenecer a ningún lado. Pero esa breve claridad le dio una hermosa sensación de ligereza.

Más tarde, mientras doblaba sus calcetines, Mariana se sintió un poco culpable por no haberse dado ella misma el permiso de existir y por haber esperado a que otra persona la validara. Pero bueno, por algo se empieza.



Lilian Pérez es licenciada en Comunicación y ejerce como escritora de contenido digital, desde notas sobre vestidos de alfombra roja hasta minidocumentales de ciencia que desmienten teorías conspiranoicas. Le gusta la chisma, pero decir que es storyteller tiene más caché.

Arte: Alexandra Levasseur

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