Lecciones de Altaïr


por Darío González


I

Vino el Maestro con su espada y sus banderas,
vino a sentarse en la colina
para hacer de cielo los techos
y, bajo de ellos, bajo todas aquellas sombras,
en la hora más oscura de las meditaciones
con dos ramas prendió el fuego.
El Maestro, aquel que hizo de mundo las piedras,
aquel que trajo del agua el sonido
y el vuelo del ave en las paredes;
el Maestro de las grandes capas,
el que vino primero,
nos dijo que naciéramos bajo el manto,
nos dijo que cantáramos en su lengua inventada;
el Maestro de la gran altura,
el que porta venados y huizaches de humo,
aquel que con los dedos da los nombres a las bestias,
vino a la luz para cubrirla con las manos.
En la sombra dictó nuestros nombres,
los escribió con letras extrañas
y a la primera voz, el Maestro en todas las lenguas
nos hizo sus hijos, nos dio de su sangre
en el recinto de las grandes cadenas
porque era clara como las aguas,
pura como su verdad.
El Maestro vino a sentarse en la colina
y nosotros escribimos las palabras de su boca.


II

Una vez el Maestro cerró los ojos,
el precursor de las grandes cadenas,
una vez soltó las cuerdas de sus manos,
una vez cesó de dictar su discurso
y nosotros, los de la cara afligida,
mostramos las manos al fuego,
mostramos las palmas cansadas,
pero el pájaro no voló ni el caballo corría,
sólo nosotros, los del pesado respiro,
comenzamos a danzar.
De las paredes tomamos el velo
para creer que la noche era noche,
para contar con los dedos la estrella,
pero no había, sólo el silencio;
hablamos con sus palabras dictadas,
quisimos cantar,
pero no había, sólo las sombras,
porque en su noche la hoguera chasqueante,
los pies cansados, el peso en la espalda
y bailando nosotros entre nuestras sombras.
Así aprendimos la danza, así el sueño se fue de los ojos
y el Maestro, el de los largos años,
quiso quitarnos el fuego,
quiso volvernos a la sombra,
porque sólo el sueño nos estaba permitido,
pero nunca el fin tuvo nuestra danza,
ni siquiera en el castigo.


III

El Maestro apagó las luces, se robó los versos,
el Maestro se levantó de la colina y se marchó,
quiso dejarnos sólo el lamento y la súplica,
nos dio el grito para apagar la luz,
pero la danza que aprendimos no la veía,
la danza de las sombras contra sus hijos,
los que cargan las rojas cruces.
No nos quitó la mano, no hizo de humo los suelos
y el velo se cayó a pedazos, su cielo de sombra y diez estrellas.
Sus pilares se rompieron con el leve temblor
y a la caída comenzó el andar,
relumbró el mundo en los ojos cegados,
el aire sopló aroma de pinos,
el ave cantó por primera vez
y nosotros con las capas danzamos a la luz.
“Nada es verdad”, dijo entonces el sabio;
“Todo está permitido”, respondió otro en las sombras.
Con mantos de cielo anduvimos al mundo desde entonces,
con mantos de sombra para cubrir nuestros pasos,
para encontrar al Maestro, para quitarlo del trono.
Con mantos de sombra anduvimos
desde que el mundo era de oro
y los dioses temblaron entre las nubes.



Darío González Rodríguez (Uruapan, 1999) es poeta y escritor, estudiante de Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa. Ha publicado en algunas revistas digitales y antologías poéticas, además ha participado en algunos encuentros de poetas como el Festival de poesía joven Michoacán escribe. Incluido recientemente en el libro La ciudad de los poemas. Muestrario poético de la Ciudad de México Moderna.

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