Los prefiero crujientes


por Mauricio Amparán Díaz


Si tuviera que elegir entre los chilaquiles crujientes o blandos, yo elegiría los crujientes sin vacilar, aunque confieso que me he llevado mis decepciones. Para mí, unos chilaquiles remojados que pierden la consistencia y se tornan apelmazados no se disfrutan igual, pero extrañamente también tienen sus fugaces brillos, dependiendo el lugar. Siendo este un tema que ha generado polémicas desde el nacimiento del platillo, ha separado amistades o romances e incluso causado guerras, me dispongo a considerar los pros y contras de los dichosos totopos en sus variantes de estado físico, llámese aguaditos o crujientes, para convencer al distinguido lector de que los crujientes son la mejor elección al momento de sentarse a desayunar o almorzar, pues considero que este platillo es madrugador de naturaleza: su encanto se marchita suavemente al transcurso del día; por eso mismo, cenar chilaquiles se puede volver pesado para el cuerpo, una osadía apta solo para los cuerpos cargados de colágeno, cuyo acelerado proceso digestivo está en apogeo.

Como comentario adicional para el lector, he decidido no abordar el tema del picante en la preparación de la salsa en la que se bañan los totopos para preparar el platillo, ya que es un tema increíblemente extenso tanto el chile como el poder definir la cantidad del picante en cada platillo preparado en México. Y a modo de receta de la salsa, se consideran los ingredientes de una salsa de chilaquiles básica, ya sean rojos o verdes, es decir; tomate (jitomate en caso de los rojos), cilantro, cebolla, ajo y chile serrano o de árbol y sal. Dejaremos de lado las salsas pretenciosas elaboradas con los “inmisericordes chiles de salsa Tenango”[1] sus variantes con habanero o chile manzano, y por supuesto los molequiles, cuya base es de diferentes tipos de mole mexicano. Igualmente, no entraré en el campo de las carnes que acompañan a los chilaquiles, ya que podría extenderse más de lo necesario este ensayo.

Comenzaré con el único panorama favorable para los chilaquiles aguados, es decir, la presentación más justa que encontrarás para poder comerlos: me refiero a la famosa tecolota, perteneciente a una antigua tradición del chilango, que consiste en poner cuanta madre se le ocurre en un bolillo, una torta de chilaquil ya sean rojos o verdes bastantes aguados pero no escurriendo, apelmazados, ya que se requiere esta consistencia para poder darle la forma del bolillo al chilaquil, que por cierto en esta presentación se acompaña de una milanesa de pollo empanizada o pollo cocido y deshebrado, además de frijoles untados en el pan, cebolla, crema y queso. Estos dos últimos ingredientes hacen un cambio significativo en la tecolota, ya que si quien prepara la torta es mañoso, rebajará la crema con leche para obtener una consistencia más aguada y mayor cantidad de crema, sacrificando su espesor. El queso que le ponen es conocido como queso rallado, pero en este queso también existen un gran número de calidades. Por último, algo que agrega un valor singular a la tecolota es la procedencia del bolillo. Mientras más crocante y fresco sea, la combinación de estos sabores genera una sensación increíblemente satisfactoria. Ahora, en muchas esquinas de la Ciudad de México se encuentran las dichosas tecolotas, pero unas recomendables para que se conozca un clásico de una manera decente son las de La esquina del Chilaquil, ubicadas en Alfonso Reyes 139 en la Condesa. Pasadas sutilmente para el ojo del inexperto en su precio por estar en un barrio atiborrado de turistas y con una fila de espera de más de veinte personas, valen la pena.

Hago una breve pausa en este punto, para mencionar que el mexicano, siendo un Dr. Frankenstein con cualquier platillo que se encuentra, creó a un descendiente de la tecolota y los molletes, más juvenil pero no tan flexible: me refiero a los mollequiles, que básicamente es un mollete clásico (bolillo, frijoles, jitomate, cebolla y cilantro picado, queso gratinado) con una dosis de chilaquiles, más queso rallado y crema. Un platillo que te permite mantenerte satisfecho por muchas horas.

Para poder ganar el punto del planteamiento inicial, es necesario fijar un escenario que sea objetivo, casi neutral. Es decir, no me voy a poner a añorar los chilaquiles que me hacía mi mamá los sábados en la mañana y que me devoraba para poderme ir a jugar, donde el recuerdo se vuelve lo que brinda un valor casi imposible de compartir con los demás. O el escenario clásico donde un tipo llegó borracho la noche anterior y, al despertar, la esposa (en algunos casos la madre aún) le hizo unos chilaquiles bien picosos, porque obviamente esta encabronada. Pero al tipo le saben a gloria y, para él, esos serán los mejores chilaquiles del mundo. Son tan diversas las situaciones donde se presenta este platillo que tomaré algo básico. Funciona tanto para un martes antes de ir a la oficina o la escuela como para un sábado donde no tenemos ganas de cocinar. Lo que generalmente hacemos es recurrir a las prácticas fondas de la ciudad, estos locales que funcionan perfectamente como una cocina de cualquier casa y que tienen gran variedad de sazón. Yo nunca he ido a dos fondas y he afirmado que tengan la misma sazón. Así, se llega a la fonda, si hay mesa se sienta uno, si no, si se es desafortunado desde la mañana, se forma. Al sentarte generalmente hay un paquete que incluye jugo, café de olla o café soluble y plato fuerte por setenta pesos, dependiendo de la zona donde este la fonda. Basados en este escenario casi neutral, pienso lo siguiente del platillo:

  1. Los chilaquiles crujientes son mejores porque me los como con huevo, el huevo me gusta estrellado y tierno, visualiza la imagen de la yema del huevo rompiendo en un chilaquil crujiente salsoso y calientito, casi como unos huevos divorciados, y pregúntate si tendrías esa misma experiencia con la masa apelmazada de los totopos.
  2. Los chilaquiles generalmente van acompañados de frijoles refritos, con un totopito y un gramo de queso rallado encima, los frijoles refritos son secos y de una consistencia igualmente apelmazada. No hay manera en la que tal yuxtaposición provoque algo que no sea sed.
  3. Los chilaquiles van acompañados de un bolillo, que, si la fonda hace bien su trabajo de buscar buen pan, será crocante, esa sensación, el remojar un pedacito del bolillo en la salsa, es invivible en los chilaquiles apelmazados.
  4. La cantidad de totopos es menor en los chilaquiles crujientes, por ende, se consumen menos carbohidratos y la sensación de sentirse satisfecho es más ligera, cuando se apelmazan los chilaquiles te llenas de totopos a lo bruto.
  5. Encuentro mayor placer al morder algo crujiente que algo masudo, pero esto sí, es muy personal.

Y bueno, si en este punto no se está convencido de que son mejores los chilaquiles crujientes que los blandos, me temo que no puedo hacer más por usted. Yo si pienso que no hay un deleite al paladar matutino que sea superado por los chilaquiles crujientes con un huevo estrellado por encima y un café de olla.

Me abstengo a nombrar los ahora casi famosos chilaquiles rellenos, donde cada totopo esta relleno de un guisado como tinga o chorizo con papa. Porque no los he probado y no creo hacerlo de momento.


Notas

[1] The Mysterious Voyage of Homer – Wikipedia, la enciclopedia libre



Mauricio Amparán Díaz (1986) escribo cuentos y poesía. Publiqué reseñas de películas en una revista ahora extinta llamada CAPITAL 55, colaborador de algunos números de Iguales revista y Marabunta. Soy estudiante de la carrera de creación literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

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