Mascotas



Viajamos en el metro. En el vagón, hay un señor que carga un perro evidentemente enfermo. El animal tiembla como lo hacía la Mañaña, esa gata con manchitas nebulosas, cuando no despertaba completamente de la anestesia el día que la llevamos al veterinario porque tal vez la habían envenenado, como al Pachón una semana atrás.

Ese mes, el dinero se nos fue en operaciones y taxis. El primer síntoma que notaste fue que ese gato vainilla ya no comía regularmente y se quedaba quieto en un solo rincón, como cansado, rendido. Lo llevamos al médico y nos dijo que algo tenía, tal vez una enfermedad, tal vez algo más. Mandó medicina e indicaciones de alimentarlo con un poco de miel para elevarle la temperatura. Nos dijo que si seguía igual al día siguiente, lo lleváramos de vuelta.

Tuvimos que ir nuevamente con el doctor para que diagnosticara al pobre felino. Tras revisarlo otra vez, dictaminó que lo habían envenenado y que ya era demasiado tarde. Su sistema lenta y tortuosamente dejaría de funcionar.

***

Nos sentamos frente a la mesa de auscultación mientras el veterinario preparaba la jeringa. No recuerdo si tomé tu mano o si te abracé siquiera, tan sólo veo la aguja entrar en el bote y llenarse de un líquido cristalino. Veo a Pachón tendido sobre la mesa metálica, sin maullar, sin oponer resistencia, como si no anticipara lo que realmente vendría, como si esa aguja sólo le trajera alivió tras un punzante y breve dolor.

Y así fue.

Cerró sus ojos lentamente y se quedó dormido. Su vientre, que se inflaba y desinflaba al compás de su respiración, permaneció estático. Así de rápido y sencillo. Tenías semblante serio y dijiste (una vez en voz alta y, estoy seguro, muchas otras veces en tu cabeza para tratar de convencerte) que había sido lo mejor, que así no sufriría.

***

No sé cómo regresamos a tu casa. La siguiente escena que tengo es de nosotros dos en tu pedazo de jardín. Yo, arrodillado, cavaba una fosa para meter su elástico, elegante y tierno cadáver. El sol me lastimaba los ojos. La tierra se metía en mi nariz y me impedía respirar. Dos días atrás, eran los pelos de ese gato los que me causaban alergia y alegría, ahora la tierra me impedía llorar. Me obligó a sacar fuerzas que no tenía y un talante que no quedaba para poder resquebrajarla y hacer un hueco. Alimentamos al polvo siete vidas y le echamos cal.

Una semana después, la Mañaña empezó igual. No exagero si digo que con ella fue peor. Pachón se resignó, pero la Mañaña luchó con arañazos y mordidas para tratar de arrebatarse a sí misma de la muerte.

En cuanto notaste que le pasaba lo mismo que al otro gato, cumplimos el mismo ritual e, incluso, pensamos que habría esperanza porque ya habíamos aprendido y porque lo detectaste a tiempo. La abrieron en canal para apretar sus intestinos y que así lograra expulsar la materia fecal atorada, de ese modo tal vez se salvaría.

Abrió los ojos, pero no había despertado completamente del sedante. Recuerdo sus pupilas enteramente dilatadas, como si en nosotros dos o en cada rincón viera una amenaza latente, un pedazo de lo que se avecinaba. Se arrastró por el suelo, porque las patas no le respondían, para escapar de nosotros. Temblaba horriblemente. Nos arañó, nos mordió, nos obligó a dejarla sola. Sé que estabas triste y yo, desesperado porque, de nuevo, no podía hacer sino empezar a cavar otra tumba. No podía resistirlo. No podía ayudarte sino a enterrarla decentemente. Por fortuna (y por desgracia) tu hermano hizo los honores.

Apenas ahora, varios años después, puedo llorar la muerte de esos dos mientras viajamos en el subte y me abrazas discretamente. Una pena compartida que nos debíamos, porque en aquel instante no pudimos desahogarnos. La teoría del caos indica que un evento jamás pasa dos veces, porque sería exactamente el mismo y el tiempo (al menos en esta dimensión) no se bifurca sobre sí para repetirse: no hay la opción de replay a las jugadas; en este sentido, cualquier evento se ancla a la historia porque es único o se pierde en la incesante repetición de otros similares.

Ahora lo entiendo. No nos lamentamos en el sepelio de Pachón porque jamás repetiríamos ese abrazo ni esa pena. No estábamos en condiciones decentes de acicalarnos la tristeza; tenían que pasar varios años para aceptar esa pérdida porque, aunque entendemos la muerte (de distinta manera, pero la entendemos), no la habríamos padecido sino como dos niños que se negaban a decir adiós a sus gatos.

El señor accidentalmente dejó caer al perro. Por poco se le escapa del vagón. Alcanzó a atraparlo con su chamarra y salió a toda prisa. Detrás de él queda un convoy abarrotado de gente harta de estos espectáculos en las horas pico y dos jóvenes que lo miran alejarse, deseando que el cachorro se recupere pronto.



Arte: Julius Adam II, Tres gatitos juegan

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