La leche de antes


por Luis Mario de León


Es curioso que, al escuchar a personas de generaciones anteriores, sea común quedarse con la sensación de que en épocas pasadas todo era mejor.

 “La leche de ahora no es como la de antes”, me dijo un día un amigo contemporáneo de mi padre. “¡No! Si vieras. Antes la leche estaba espesa, sabrosa, sustanciosa. Te la llevaban a tu casa en un envase de vidrio, bien fresca. Es más, cabrón, todavía traía la nata hasta arriba… era lo más sabroso”. Yo, joven e imberbe, ni siquiera tan cabrón como él afirmaba, no podía más que creerle. ¿Quién era yo para dudar de lo que me decía el hombre de experiencia?

A todo esto, nunca he sido fanático de la leche; en mi opinión es un modesto acompañante del pan o del cereal, tal vez de las galletas, pero no es difícil sucumbir ante aquellas exageradas afirmaciones. “Bien fresca” suena a fría, sudando el envase, “recién ordeñada” por alguna razón la hace mejor y, por si fuera poco, era entregada a la puerta de tu casa, de la ubre a tu mesa. Que lujo.

Pasaron los años y llegué a escuchar decenas de afirmaciones melancólicas similares: “Ya no hacen las cosas como antes”. “Las cosas ya no saben igual”. “Antes todo era mejor”. Se referían a coches, a platillos, a programas de televisión y hasta a personas. Todo tenía, según ellos, mayor sustancia. Mejor sustancia.

Resultaba inevitable que con el pasar el tiempo, ya armado con el cinismo tan característico de la adolescencia, comenzara a cuestionarme. ¿En verdad todo era mejor antes? ¿Habría manera de comprobarlo?

Para empezar, creo que es necesario remitirnos a aquella nostalgia por épocas pasadas tan representativa de los románticos. Woody Allen, en su película Midnight in París (2011), intentó articular la nostalgia de otras épocas en las que, inexorablemente, no nos tocó vivir. En el filme, los escritores, pintores y artistas de principios del siglo pasado se reúnen en un bar Parísino y son clichés caricaturescos de su persona: Hemingway, Cole Porter, Zelda Fitzgerald, Picasso, todos están ahí.

Woody Allen (encarnado por Owen Wilson en uno de sus tan conocidos alter egos) se fantasea estando ahí, interactuando con ellos en un encuentro imposible. If only

Es precisamente ahí donde radica el núcleo del sentimiento nostálgico: en lo que no nos tocó vivir. La fantasía irreal, fundamentada por libros viejos, canciones y películas sobre lo no vivido. Resulta irónico entonces que varios escritores y cinéfilos más recientes, entre los que me incluyo, seamos nostálgicos sobre la época que a Woody sí le tocó vivir. Sus noches en Manhattan, la joven y extravagante Diane Keaton, aquellos departamentos maravillosos donde grababa sus películas. De ello ya solo queda el anhelo que nos evocan sus películas.

Encontramos otra particularidad. De lejos las cosas se ven mejores porque se ven parcialmente. Como un suéter fabuloso en el escaparate de un centro comercial, que una vez en nuestro closet, perdida su novedad, se convierte en un suéter de mierda. De lo fabuloso a lo mierda sólo existe la propiedad y la costumbre.

Lo desconocido se suele idealizar arbitrariamente.

Muchas veces me he preguntado cómo sería acostarse con una supermodelo sueca. Una parte de mí sabe que la fantasía nunca se asemeja a la realidad, porque la fantasía es más potente que la materia. He conocido y salido con chicas guapísimas —no me pregunten cómo— que después de escucharlas hablar por cinco minutos me daban ganas de dispararme en un pie. Es mi fantasía rompiéndose, que ha creado una imagen insostenible de una persona, encapsulándola en un simple concepto. Ahora, no estoy diciendo que haya relación entre la belleza e inteligencia; más bien que tanto la belleza como el enfoque de la inteligencia y los temas de interés son relativos. Es tan sólo un ejemplo de la peligrosa idealización a la que sometemos a las personas y a las cosas. Aquella engañosa y nunca fundamentada en la realidad mirada idealizadora.

Podemos, por ejemplo, idealizar París. Yo nunca he ido, y sólo la conozco por películas y fotografías. ¿Qué imagino de París? Imagino una atractiva pareja parisina, ambos con blusas a rayas —por supuesto—, que caminan por Champs-Élysées tras hacer el amor. Ambos fuman un cigarrillo y por alguna razón Edith Piaf suena de fondo. La chica huele a una mañana lluviosa y el hombre a pan recién horneado. Todo es en blanco y negro, como en un comercial de perfume.

El experimento consistiría en que en este preciso momento yo viajara a París y me enfrentara con una realidad totalmente diferente, y que en el encuentro resultara decepcionado al punto de la catástrofe.

Me temo, estimado lector, que me es imposible viajar a París en este momento. Tengo cosas que hacer y escribir, compromisos y deudas. Pero que esto no nos detenga. Para nuestra fortuna, nuestros amigos japoneses —tan disponibles y financiados como siempre— viajan a París casi en invasión diariamente, donde les sucede algo sumamente extraño, pero ahora ya clasificado: el peculiar Síndrome de París.

El síndrome de París es un trastorno psicológico transitorio encontrado en algunos individuos, usualmente japoneses, que visitan París por primera vez. Está caracterizado por un número de síntomas psíquicos tales como una aguda desilusión, alucinaciones, sentimientos de persecución (la percepción de ser víctima de algún perjuicio, agresión u hostilidad de los demás), despersonalización, ansiedad, y manifestaciones psicosomáticas tales como mareos, taquicardia, aumento de la sudoración y otras más.

En palabras vulgares, cuando un japonés llega a París y se da cuenta que la ciudad es mucho más que una fotografía de la torre Eiffel y el museo de Louvre, se ve enfrentado con la realidad de que la ciudad es habitada por personas normales con empleos normales, que el metro huele a axila, que abundan tanto las ratas como los carteristas y que los parisinos, hastiados de los millones de turistas que reciben diariamente, son un tanto hostiles. Nuestro hipotético amigo japonés se siente traicionado, decepcionado más allá de lo posible.

París no es en blanco y negro, Edith Piaf no suena por ningún lado. Hay más McDonald’s que bistrós. El metro está más rayado que la novia de un tatuador, las chicas Parísinas no son tan amables como en los videos de internet y la Mona Lisa es del tamaño de una hoja carta. ¿Qué mierda es esto?, se pregunta en japonés nuestro hipotético amigo. París ha pasado de ser la legendaria Ciudad de las Luces® a ser una mierda, y de lo único que es culpable es de ser como es.

Si la experiencia previamente expuesta nos ha enseñado algo, es que lo mismo aplicaría con el tiempo, con las épocas pasadas. No es difícil imaginar a Woody Allen llegando al París de los 20s, con su blazer café y sus gafas, sólo para decir con su característico acento de Brooklyn: “I mean, what─what is this shit?”

Las cosas de antes, incluida la leche, no eran mejores que las de ahora. El mundo siempre ha sido igual de maravilloso y pútrido.



Luis Mario de León. Psicólogo. Escritor. Cinéfilo. Amigo de sus amigos. Dicharachero. Romántico en remisión. Buena persona entre semana. En busca de algo que perdió y que nunca va a recuperar.

Arte: Antoine Blanchard

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