Merced


por Octavio Carreño


Nada se compara a entrar por las puertas de cristal, a percibir el aroma de los muebles, de la ropa y de los perfumes. Da lo mismo si es Best Buy, El Palacio de Hierro o Liverpool. Las tiendas departamentales me obsesionan porque me permiten vivir lo imposible. Recorro sus espacios iluminados mientras fantaseo con lo que nunca poseeré. Hoy me imaginaré caminando por una mansión en Colinas de San Javier, recibiendo invitados de alta categoría. “¡Pasen, que milagro! Disculpen el desorden pero, mi mujer es un desastre cuando pinta. ¿Sabían que acaba de vender un cuadro en Toulouse?”.

Me adentro y siento la mirada de los guardias en mi espalda. No me importa: pronto los dejaré atrás. Me escabullo entre las esbeltas figuras de los maniquíes y llego al área de muebles de piel. Pienso que si yo fuera vaca o leopardo, me gustaría que mis restos descansaran para siempre en una sala de cristal con visión aérea de toda la ciudad.

En días como hoy no puedo evitar sentir melancolía. Me gustaría entrar a la tienda con Raquel, que ella quisiera estar conmigo un día aunque fuera. Podríamos pasar horas juntos mientras ella elige platería que le gusta y que yo aborrezco, alguna tontería que acabamos comprando porque el matrimonio es aceptar lo que de otra forma jamás querríamos. Yo podría conseguir una botella, unas cartas y la Xbox que siempre deseo. Me figuro entrando a la tienda, acompañado de dos ancianos mientras les digo “mira, Mamá; mira, Papá; el sofá que les voy a comprar”. Imagino a Papá respondiendo con un gruñido porque sólo quiere largarse y a Mamá diciendo “déjalo, ya sabes cómo se pone con estas cosas”.

Entrar, observar, soñar. Así suele ser la mayoría de las veces. Igual a cuando era niño, doy vuelta en un estante y me escondo dentro de un perchero de abrigos. La ropa colgada me protege: es un lugar cálido, una cueva a prueba de la mirada de los guardias.

Las horas se escurren. El rumor de la gente se dispersa y el sopor me abraza. Estoy en la oscuridad que me otorgan las pesadas telas. Observo la hora en la pantalla quebrada de mi teléfono. Ya debería ser el único en la tienda.

Salgo. Todo está oscuro. Estoy en casa, en mi elemento. Tomo uno de los abrigos y me lo echo encima. Elijo cinturón y zapatos que combinan. Me recuesto sobre una king size y me estiro todo lo que puedo. Mis huesos truenan de tanto estar agachado. Admiro el Rolex que tomé de una vitrina. Bebo una copa de coñac que parece oro en forma líquida.

No siento remordimiento, pues sé que merezco todo esto. Soy un hombre estudiado, soy noble y he trabajado toda mi vida. Mis conocimientos nunca me han servido para hacer dinero, pero sí para obtener lo que quiero. Esta noche no respondo llamadas en el call center: hoy soy dueño, maestro y amo. Soy el protagonista en este juego.

Me pongo de pie. Recorro el área de electrónica. Enciendo el Xbox, dispuesto a iniciar mi maratón. De pronto, escucho algo.

Pasos. Seguro es un guardia en ronda nocturna.

Ya ha sucedido antes, hago lo de siempre. Me escabullo detrás de la televisión y aguardo hasta que se vaya. El rondín suele durar cuatro minutos, pero los pasos no acaban. ¿Me descubrieron?.

Agarro fuerza y me asomo. Veo a un joven de pie bajo la escueta luz de una lámpara. Es casi un niño. Aunque no veo su rostro, sé que está observando los productos de cocina. Entre la negrura puedo precisar que viste uniforme de intendencia. Nunca había visto a uno de su tipo quedarse a esta hora. El joven se acerca a una batidora de acero brillante. Sus movimientos son silenciosos, no hay arrepentimiento en sus acciones.

Mi alma tiembla: está intentando robarme. No sucederá mientras yo esté presente aquí, en mi casa.

“¡Deténgase!”, grito mientras me acerco. Él, de espaldas, levanta las manos como si estuviera arrestado. Quiere girar, pero lo detengo. No puedo permitir que conozca mi rostro.

“¡Quédese ahí!”. Él obedece, dice que únicamente está limpiando. Caigo en cuenta que lleva una mochila colgada al hombro. Las mochilas no son parte del uniforme reglamentario.

“Si no sale, llamaré a las autoridades”, amenazo mientras investigo sus pertenencias. No hay nada, lo atrapé antes del crimen. Él reclama con molesta curiosidad, exige que me identifique. Mi voz no le suena: seguro conoce a todo el equipo de seguridad. Si no actúo rápido, comprenderá que yo tampoco debería estar aquí.

“Tiene veinte segundos para largarse. Diecinueve, dieciocho…” Él gira. Me observa con detenimiento, no me reconoce. Sus ojos son dos puntos incisivos bajo la sombra de una gorra. Aunque tiene miedo, sospecha. Sabe que cuenta con algo de poder.

Me dice que seguramente soy ratero, igual que él. En su voz existe un dejo de invitación, el cálculo de probabilidad de una complicidad. A pesar de ser menor que yo, se refiere a mí como “m’ijo” y eso me molesta muchísimo.

Me quedo en silencio ante sus acusaciones. Podríamos ser iguales si no fuera por una diferencia crucial. Él roba y yo no, pues todo aquí me pertenece. “Soy el propietario”, digo con autoridad. El joven se sorprende y me pregunta si soy el hijo de los Borkovski. Se refiere a los dueños de la tienda. Pienso que nadie podría confundirme con un joven polaco heredero de fortunas millonarias. Estoy seguro de que el joven no ha visto un europeo en su vida. Recuerdo que llevo encima un reloj, un abrigo de visón y aliento a coñac. Todo tiene sentido.

“Siéntese”, ordeno, señalando una silla. El joven cede de nuevo, aunque su mirada ahora tiene rebeldía. Pronto dejará de escucharme; mientras tanto, lo distraigo con mis palabras. Soy experto, es lo que hago todos los días en el trabajo.

Lo amenazo, le digo que lo demandaré y que llamaré a mi amigo el fiscal para que se encargue de la situación. Lo sostengo en la silla mientras lo amarro con cinta de embalaje que saqué de una gaveta.

Él me responde con ofensas previsibles para alguien de su clase: sabe que es víctima de alguien más inteligente que él. Descubrió muy tarde mis mentiras: ahora está a mi merced. Le digo al oído todo lo malo que voy a hacerle si se libera.

Me cuestiona por lo que sigue. “¿Lo que sigue?”, pregunto. Desde su silla me observa con furia, me dice “Sí, m’ijo. ¿Ahora qué hacemos?”. Lo miro sonriendo, fingiendo control. No tengo idea de qué sigue.

¿Qué hacer con un rehén despojado de su libertad y puesto al capricho de alguien más? ¿Cuánta libertad puede tener un avatar en un mundo virtual, cuando sus acciones son controladas por alguien fuera de la pantalla? Yo controlo a este joven, mis decisiones serán su destino.

Puedo abandonarlo, pero mañana será rescatado y él explicará la situación a los guardias. Me buscarán en los registros de las cámaras, el joven señalará mi rostro y dirá “Ese es el hijo de la chingada”. Dejarlo aquí no es opción.

Desaparecerlo sería lógico, aunque matar requiere eficiencia y experiencia. Imagino su cuerpo sucio llenándome de sangre, su boca contorsionándose y a mí, metiendo y sacando un cuchillo sin saber si estoy cortando las arterias adecuadas. Solamente he matado en videojuegos.

“Quédate donde estás”, grito mientras me alejo. Necesito inspiración y sé donde encontrarla. Corro a toda velocidad por mi hogar, el sonido de mis pasos reverbera como si estuviéramos en un templo. Entre la oscuridad alcanzo a notar figuras que me siguen, que me juzgan. Me detengo. Es mi reflejo que me observa a través de los cristales de las televisiones apagadas. Nadie me sigue. Estoy a salvo.

Llego al área de películas y videojuegos. Elijo título tras título. Algo aquí debería indicarme el camino. No tengo tiempo para razonar sin ayuda: seguramente aquí llegaré a la respuesta.

Entran y salen discos de la consola. Llevo dos horas sentado en el suelo, golpeando con furia los botones en el control del Xbox. La única luz que me ilumina es la que emana de la televisión. Descarto juegos como quien cuenta las horas para subir a la horca. He encontrado varios que tratan de sometimientos, pero ninguno posee alguna enseñanza convincente. ¿Por qué es tan difícil hacerse cargo? ¿Por qué no puedo ponerle pausa a mi vida, desaparecer y fingir que nada ha sucedido? Desde la pantalla, los juegos insisten: presiona play para continuar. Quizá necesitamos jugar acompañados por unos minutos y entonces podremos irnos cada uno por su lado.

Regreso con lentitud, consciente que mi trabajo es hacer al joven mi amigo. Espero que no se encuentre dormido, pienso en las palabras que debo decir. ¿Debería hablarle de mi vida? ¿Le cuento de los días monótonos, de cómo la gente hermosa que se pasea por la avenida en sus autos de lujo me recuerda mis fracasos y a las promesas que he fallado?

Seguro él podría entenderme. Quizá somos más parecidos de lo que creo.

Llego al área de cocina. Me detengo. Estoy petrificado. La silla está vacía, la cinta en el suelo. El cabrón se fue. “¡Joven! ¡No te vayas! ¡Quiero hablar contigo!”

El silencio me responde. Recorro el pasillo y veo que la batidora ha desaparecido. Enojado, agarro la silla y la aviento hacia el piso inferior. El ruido es estrepitoso.

Subo por las escaleras hasta el tercer piso. Alguien me toma por la espalda. Intento defenderme: a pesar de su menor tamaño, es mucho más fuerte. Me giro y lo veo. Es el joven, con su frente sudorosa. Me sostiene, jala mi abrigo. Noto su peste encima de mí, intento alejarlo sin éxito. Nunca he peleado en vida real. Veo un puño, siento que me falta el aire. Lo empujo, lo quiero lejos. “¡Quiero que seamos amigos!”, le grito.

Pasos entrecortados. Un alarido. De nuevo, silencio.

No lo siento, no lo veo. ¿Se ha escondido? ¿Habrá aceptado mi invitación de amistad? No está por ningún lado. No sé si lo imaginé o fue real.

Un quejido en la oscuridad. Viene de abajo. Me asomo hacia la fosa que interconecta los diferentes pisos. El tragaluz cuela el tenue fulgor de la luna y puedo ver con cierta claridad el fondo de la tienda. En la planta baja alcanzo a notar que algo se mueve.

Lo empujé por el borde. Tres pisos de caída. Mi boca tiembla, balbuceo aunque no quiero decir nada.

Bajo a toda velocidad. Lo primero que noto es la sangre. Es más espesa y pegajosa que en las películas. Más allá se encuentra el bulto agonizante. “Háblame, dime algo”, le ruego. Su rostro está manchado, su respiración suena como silbido. Algo brilla en el suelo. Me agacho y lo tomo. Es la batidora robada.

El joven intenta pronunciar el nombre de alguien. No lo comprendo bien. Creo que es un nombre femenino, pero no logro descifrar sus alaridos. La mano ensangrentada señala de nuevo el aparato robado. Comprendo que se trataba de un regalo. Este ladrón quiso tomar algo de mi mundo para llevárselo a alguien verdadero.

Miro mis manos, manchadas de sangre. La batidora cae al suelo con un estruendo. Me parece que el ladrón ha dejado de respirar. En los videojuegos, los cuerpos se desvanecen una vez que se quedan sin vida, pero este joven no irá a ninguna parte. ¿Soy un asesino?

Corro y me alejo. Huyo como nunca lo he hecho. Intento abrir las puertas de cristal. No ceden: están cerradas con cadenas y candados. Empujo de nuevo hasta que la alarma se dispara.

La policía debe venir en camino. Me precipito de nuevo al interior de la tienda sin saber a donde me dirijo. Mi plan original era regresar al perchero y aguardar a que volvieran a abrir la tienda. Todo ha cambiado, ya no hay plan que importe. La alarma continúa sonando. Me adentro al perchero y lloro por el joven, por la muerte, por todo lo que nunca he tenido. Los abrigos que me rodean se sienten helados al tacto.

Pienso en mi víctima. Él tiene alguien por quien vivir, una persona de carne y hueso. Yo no tengo a nadie, Raquel ni siquiera responde mis mensajes.

Recuerdo que en los videojuegos, el protagonista aprende algo al final. Si esto fuera la historia de un juego, el ladrón seguiría vivo y ambos podríamos comenzar una amistad improbable. Lo tenebroso desaparecería y ambos aceptaríamos nuestro destino. Aunque tenga miedo, debo hacerme responsable. Debo presionar play, y quitar la pausa en este reto.

Camino de regreso al piso de abajo. Jamás había sentido tanto pánico en mi vida. Caigo en cuenta que ni siquiera estoy seguro de su muerte. Me sentaré a su lado, le diré palabras de aliento y lo abrazaré. Llamaré a una ambulancia y esperaré a las autoridades para que me lleven preso. Quizás estoy a tiempo y mi historia pueda encontrar un final satisfactorio.

Llego a la planta baja. Mi rostro está empapado de sudor y lágrimas. Estoy en medio de la luz nocturna, pero no hay rastro del joven. Volvió a suceder: ha desaparecido. En donde antes yacía su cuerpo, ahora solo queda una mancha oscura.

Entonces entiendo que nunca fui el personaje principal de esta realidad. Soy el enemigo, el jefe final al que el verdadero protagonista debe enfrentarse.

Miro alrededor. El camino de sangre se pierde en las profundidades de la tienda. Desde las sombras siento una mirada que me observa, que me analiza y que cobrará venganza. Este lugar ha dejado de ser mi casa. Ahora debo encontrar al joven, aunque aquello signifique llegar a mi destino.

Acepto mi condición y me adentro en la oscuridad. Al fondo, la alarma continúa sonando.



Octavio Carreño es guionista y escritor. Se ha desempañado como creativo en diferentes agencias de publicidad, así como copywriter para diferentes medios y formatos. Entre sus reconocimientos se encuentra el premio a “Mejor guion” en el festival de cortometrajes SHORTS MÉXICO, al igual que el primer lugar en el concurso internacional de cuento Rulfiano de Sayula, México. Fue becario del programa “Jóvenes Creadores” del FONCA en el periodo 2020-2021.

Entrada previa Comentario editorial [Año 8, Núm. 22, Literatura y videojuegos]
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