Mictlán. Caminos de vida y muerte


por Julio Ndareje Garduño

 

Mi vida fue un largo viaje, sorprendente y extraño; también lo fue mi muerte. Recorrí los caminos creados por dos vientos, uno que impulsa y otro que nos hace retroceder. Esos vientos de la vida y la muerte algunas veces apenas y se sienten, y otras son tempestuosos y crueles. De los vientos de vida podría decir tanto, pero aún tengo ganas de seguirlos conociendo. El río Apanohuacalhuia es la frontera entre la vida y la muerte, la entrada al Mictlán, el valle de los muertos.

Recuerdo verme rodeado por quienes en vida alguna vez atentaron contra la naturaleza, sus lamentos eran callados por los vientos cruzados de la memoria y del olvido. Se quejaban por no poder cruzar, los xoloitzcuintle les ladraban; uno de ellos se separó de su manada y me invitó a cruzar moviendo su pequeña colita negra. El río es inmenso, su corriente me arrastraba una y otra vez, intenté nadar con fuerza y me vi en más de una ocasión hundido hasta el fondo, luché moviendo mis brazos, pero la corriente era más fuerte. Mis pulmones se llenaron de agua, me parecía imposible salir a la superficie, mis piernas y brazos se agotaron; dejé de intentar y terminé ahogado. Al fin la corriente me llevó hasta la orilla donde me esperaba aquel perro negro, supe en ese momento que estaba muerto y por ello no podría volver a morir. El xoloitzcuintle me guió una vez más. Nadé con fuerza y me volví a ahogar, pero estaba muerto y no podía volver a morir. Lo intenté una y otra vez hasta perder la cuenta; al fin logré cruzar.

Tirado en la orilla intenté levantarme del lodo, resbalando como un niño aprendiendo a caminar. Levanté la mirada y vi a las dos montañas del Tepeme Monamictlán. Me encaminé por el estrecho sendero entre ellas, el final se veía muy lejos. Las rocas caían sin clemencia, el suelo temblaba y las montañas se juntaban haciendo desaparecer el camino, aplastado por las rocas o las montañas me era casi imposible cruzar; sepultado comprendí que debía seguir, porque estaba muerto y no podía volver a morir. El camino se cerraba aplastándome sin piedad. Pero estaba muerto y no podía volver a morir, y después de levantarme tantas veces como fue necesario logré llegar al final.

Frente a mí se encontraba Iztepetl, la montaña de obsidiana. En la ladera de picos afilados mi piel se desgarraba, pero no podía parar. Cuando el dolor me vencía y dejaba caer mi cuerpo, las obsidianas afiladas se me clavaban. Pero estaba muerto y no podía volver a morir. Me levanté siguiendo el camino a pesar del dolor y volví a caer una y otra vez hasta llegar a la cima de la montaña.

Estaba frente el Cehucáloyan, el lugar de la nieve que debía cruzar. A cada paso me daba cuenta de que la nieve que en un principio me parecía hermosa cubría rocas afiladas de pedernal, cuyas aristas se clavaban en mí si no tenía cuidado al caminar. El frío me congelaba, mis pulmones dejaban de moverse y al caer la nieve me envolvía, me ahogaba, me helaba hasta no poder moverme más. Pero estaba muerto y no podía volver a morir. Me puse de pie una y otra vez hasta atravesar el último collado.

Antes de llegar ahí, nunca había pensado que siempre tuve un suelo donde caer, agua sobre la cual nadar, rocas donde sujetarme y algún lugar para sentarme a llorar. Lo supe porque estaba en Pancuetlacalóyan, el vacío donde chocan los vientos de la esperanza y del miedo. Los vientos eran tan fuertes que me arrojaban de un lado a otro; dejé de saber dónde era arriba y dónde abajo, una sensación como de caída eterna invadió mi mente. No había un suelo donde caer y contra los vientos encontrados parecía no poder pelear, pero estaba muerto y no podía volver a morir. Un viento me acercaba al final de la región, pero el otro me arrastraba de nuevo al centro. Aprendí a deslizarme entre las rachas violentas y caóticas, hasta que logré salir.

Frente a mí se encontraba el sendero que atraviesa el bosque de las sombras. Caminé hasta dejar de preguntarme en qué momento llegaría al final; ahora sé que había pasado la mitad cuando llegué al Temiminalóyan. Una batalla invisible se libraba a mi alrededor, no podía ver a los guerreros pelear, pero les escuchaba y las saetas beligerantes atravesaban el camino. Esas saetas impactaron mi cuerpo, lo atravesaron, me hirieron y derribaron. Pero estaba muerto y no podía volver a morir.

A cada paso mis sentidos se agudizaron aprendiendo a esquivar las saetas, sintiéndome con valor indomable llegué a donde el bosque se volvía más espeso, los sonidos de la batalla habían quedado atrás. Me encontraba en Teyollocualóyan, era ágil y estaba alerta, pero las fieras de las sombras dominaban la oscuridad. Caminaba sin detenerme, esquivando y peleando, los animales del bosque habían abierto mi pecho, desgarraron mis brazos y piernas. Al final del camino un enorme jaguar me emboscó y devoró mi corazón. Había perdido mi valor, pero estaba muerto y no podía volver a morir.

Un olor fétido me hizo desorientar, el Itzmictlán Apochcalocán era una región de agua estancada, después de todo no me resultó tan difícil de cruzar, algunas veces me quedé atorado entre el lodo putrefacto, pero sabía que estaba muerto y no podía volver a morir. Así fue como logré cruzar hasta la región final, el Chiconahualoyán, lugar de las nueve aguas.

Mi decepción y enojo me hicieron tirarme al suelo y llorar hasta no tener más lagrimas que derramar, aún me faltaban nueve ríos por cruzar. Un profundo odio me hizo levantar, sabiendo que estaba muerto y no podía volver a morir. Ahora sé que estaba por cruzar los nueve estados de la consciencia. Me lancé al primer río tan desesperado que olvidé que estaba muerto y no podía volver a morir. La corriente no era tan fuerte, pero me aferraba a una vida que ya no tenía, y no podía cruzar. Cuando reconocí todo mi dolor y esfuerzo en vida y muerte es que pude valorar mi mente. Pude pensar en otros que como yo vivieron, amaron, rieron y sufrieron. Comprendí el esfuerzo de los demás en el momento que logré cruzar. Al entrar al nuevo río tenía la mente saturada, teniendo tanto en qué pensar, nadé por inercia sin poder salir. Cuando pude ordenar mi mente es que pude cruzar.

En el tercer río comprendí que la riqueza y el poder personal eran lastres que no poseía en muerte pero pesaron mucho en vida. En el cuarto río comprendí que siempre tuve una razón para avanzar: mi familia, mis amigos, también mis adversarios, el suelo sobre el que había caído, las aguas que he cruzado e incluso el viento que he surcado. Las aguas del río me parecían claras y bellas cuando logré salir. Nadando en el quinto río me di cuenta de todo lo que aprendí en los caminos de la vida y la muerte. Me había vuelto más reflexivo, en el sexto río me di cuenta que no soy nadie sin los otros y la naturaleza, tanto en vida como en muerte. En el séptimo río supe que mi vida y mi muerte a pesar de ser contrarias no negaban mi pertenencia a la naturaleza. Al entender mi vida y muerte como parte de un todo había cruzado el octavo río. El noveno río lo crucé en calma, tomando el tiempo necesario.

A pesar de la oscuridad, la morada de ustedes Mictecacihuatl y Mictlantecuhtli no me parecía extraña, llegué ante ustedes sabiendo que formo parte de éste mundo, ustedes me dijeron que el camino había terminado y puedo elegir descansar bajo su cuidado, alimentando a la tierra con mi cuerpo y con mi mente o resurgir siendo mis restos semilla sembrada. Considero y pienso que regresar a la vida es pasar de nuevo por las alegrías y las penas de la vida y de la muerte. Yo les digo con el respeto que ustedes merecen que ahora sé que estoy muerto y quiero volver a vivir.

 

11 de Octubre, 2018

 

Julio Ndareje Garduño es un trabajador mazahua, migrante y lector disléxico, de 30 años. Promotor cultural, recopilador de la tradición oral indígena mazahua. Autor de cuentos y relatos cortos. Recientemente publicó Ra-Jyasu (nuevo amanecer), novela corta publicada por Gosivi Ediciones. Estudió Derecho en la Universidad Autónoma del Estado de México. Actualmente vive en Montevideo, Uruguay, dedicando su tiempo a la promoción cultural, la lectura y el desempeño de diversos oficios.

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