por Rodrigo Barra Villalón
Casada con don Pedro Délano, antes divorciado, ingeniero comercial y mañoso, doña Piedad Monasterio de Délano, católica, parvularia y dueña de casa. A sus cincuenta y cinco años soportaba estoica las habituales quejas de su marido, que por lo demás le llevaba varios años, ¡que no me cedieron el asiento en el metro!, ¡otra vez Pedrito no vino a almorzar!, que esto y que lo otro. Quizá por ello la señora Piedad se dijo tantas veces al espejo, ¡gracias Dios mío, por la prematura menopausia!
Obsesivo como era, don Pedro fue escogido presidente de la junta de vecinos. Por supuesto ayudó que no hubiese otros candidatos. Para él, todo giraba en torno al aseo y el ornato. Topárselo en el ascensor era una invitación a preferir las escalas, apúrate apúrate niña, que ahí viene el viejo… decía a su prima la vecina del doscientos cuatro.
Hacia enero de 2001, cuando los bancos estuvieron seguros de que no se desplomaron los aviones, ni desvencijarían las riquezas producto del error del milenio. Ofrecieron al matrimonio un nuevo y revolucionario servicio, el PAC, o pago automático de cuentas. Don Pedro y su mujer fueron por entero felices al inscribir todos sus compromisos: luz, agua, gastos comunes e incluso la mesada del hijo, que arrancó de Chile a la primera oportunidad que tuvo y, como su padre estudió en Chicago, allá Pedrito, con más de treinta años, buscaría ser un artista consagrado.
¡Puchas este cabro?, don Pedro dejaba a un lado El Mercurio para hacer una pausa y tomar con su mano tiritona un sorbo de wiski caro. Su mujer se encogía de hombros. A continuación, ponía el vaso sobre la mesita de cubierta de ónix y terminaban el día conversando acerca del modelo económico neoliberal. Qué felicidad me embarga, vieja, el haber participado en la gestación y nacimiento de un sistema que permite pagar cuentas sin mover un dedo, ¡qué otro país de la región tiene eso! Me llena de orgullo, vieja. Y desde la comodidad de tu hogar –remedaba ella–; a propósito… puedes creer que la china (así le decía a cualquiera que trabajara en su casa), ¡volvió a dejar la plancha enchufada antes de irse! Si no llego a tiempo, nos quemamos. Mejor no me digas nada, vieja, son los hijos de esos resentidos comunistas: vociferan, vociferan y nada hacen bien. Todos locos.
Así pasaron los años, el viejo momio continuaba presidiendo la junta pese a que ya no hablaba con nadie; de vez en cuando se le escuchaba discutir con su vecina, la que usaba faldas apretadas, ¡que su perro no para de ladrar, justo cuando quiero escuchar el discurso!, eso y los ruidos molestos. Para él, la música de Brahms era un ruido molesto.
¿Las cuentas?… las cuentas continuaban pagándose en automático sin que se emitieran recibos, no sólo porque tenían una confianza ciega en el sistema o les molestara tener que botarlos. Es mucho más ecológico y para qué más basura en el planeta, comentaban a menudo entre ellos.
Tras la súbita muerte de don Pedro, por un infarto doble al miocardio, doña Piedad Monasterio, ahora viuda de Délano, con sus setenta y cinco años a cuestas quedó más sola que nunca. Esa misma semana se le fue la nana porque tenía un amorío con el conserje que despidieron, don Manuel Espinosa (con ‘s’): un señor bajito de bigote ralo oriundo de Lolol y mano derecha del difunto.
Contrataron a uno más joven y eficiente y a poco andar era comentario que “trajo nuevos aires el nuevo conserje”: Manuel Cortés, soltero, de Temuco a la costa. De ahí en adelante reinó el buen trato y cordialidad en el condominio. Ahora sí que llegó la alegría, dijeron muchos, que el portero hacía honor a su apellido, apuntaban otros.
La viuda fue pasando desapercibida y su rostro olvidado. Producto del recambio natural y el paso que se abren los nuevos tiempos, fueron llegando diferentes inquilinos. Como Sebastián Salcedo, al departamento cuatrocientos cuatro: arquitecto, con una niñita pequeña de pelo afro a su cargo. Papá, ¿sabes cómo se llaman los hermanos Mario? No mi amor, ¿tú sabes? ¡Sííí! Luigi Mario y Mario Mario, ¡me gustan mucho!, ¿sabes? Ellos recorren mundos compitiendo por tomar monedas de oro.
También pasaron por el edificio la pareja que formaban Joaquín Fuentes y Mateo Pérez, un corto período, porque sólo se quedó Mateo cuando terminaron. Fue memorable la discusión sobre quién se quedaba con Anticucho, el gato.
En el doscientos ocho continuó viviendo Claudette Aguirre, puta que usaba una tarjeta de presentación en francés por el anverso e inglés por el otro lado. Bilingüe, decía trabajar de traductora. Era la dueña del perro que, por alguna razón ignota, se desgañitaba ladrando cada vez que hablaba el presidente por televisión o se topaba con alguien de uniforme cuando lo sacaba a pasear.
Para todos los vecinos de la comunidad, la señora Piedad Monasterio se había convertido en un lejano recuerdo. Ella debía contar ya más de ochenta años. Sin embargo, pagaba sin falta con cargo a los gastos comunes cualquier acuerdo tomado en el condominio: reparación preventiva de algún ascensor, control de plagas o recambio de caldera. Amén de las boletas de agua, luz y cuánto servicio habían endosado a su cuenta corriente. Donde ingresaba mes a mes y religiosamente, su montepío.
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El tema es que Piedad Monasterio viuda de Délano, llevaba muerta varios años.
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Los bomberos Andrés Camus, estudiante de ingeniería civil civil y pésima relación con sus padres, tanto así que prefirió vivir en el cuartel de la compañía a soportar la envidia que generaba en su hermana, y Juan Valdéz (un alcance de nombre con el productor de café colombiano) ajustaron la escalera corta y accedieron al segundo piso por la pequeña terraza; antes de morir la señora dejó las llaves puestas y doble chapa en la puerta de calle.
Ellos abrieron para que entraran los pacos.
Al cadáver lo encontraron momificado, conservado en ese estado porque Piedad murió de muerte natural y se daban las condiciones idóneas de humedad y ventilación para tal proceso.
¿Cuándo ocurrió todo esto? Todo ocurrió el último día de junio de este mismo año, cuando los operarios municipales Pedro Almonacid, de veinticuatro años y Yieninson Piñera, a quien sus compañeros no paran de molestar por su apellido (tenís que ser pariente del piraña, lo embroman a cada rato) removían los escombros de la protesta que la noche anterior hicieron los vecinos del campamento aledaño al edificio en Lo Barnechea. Un transeúnte que pasaba por allí, Diego Pérez, paró a conversar con el par: cabros, esto prendió y ya es en todas paaartes, y cómo no si estamos todos choreaaados con este gobierno, lo dijo alargando las aes, ¡hasta cuando con esta cuarenteeena! (esta vez alargó las ees); la que se va a venir cuando la levanten. Como dijeron, no fueron los treinta pesos, son treinta aaaños. El par asintió con la cabeza. No importa quién esté arriba compadre, seguimos igual, mi papá hacía lo mismo que yo, ni pa los remedios alcanza. No da más esta cuestión –acotó el otro y miró arriba.
Loreen apuntó Pérez al vidrio quebrado entre el balcón del departamento y un farol de la calle. Tiene que haber entrado una lacrimógena, o bien hay una molotov no incendiada.
Avisaron a los de seguridad ciudadana, que llegaron en enjambre con las balizas encendidas y no hicieron nada. Pérez se quedó porque aún le quedaba hora y media de salvoconducto y tenía bien pocas ganas de regresar a su casa. Pero se fue rapidito, en cuanto llegaron los pacos y empezaron a hacer preguntas.
Cortés, después de años de conserje, juntó sus cinco días legales de permiso nupcial a las vacaciones acumuladas y en la costa de Temuco lo pilló la cuarentena y tuvo que quedarse. Fue a presentar a su mujer a sus padres.
A carabineros (ellos llamaron a Bomberos por radio), el portero de reemplazo, que también se llamaba Manuel, les dijo que creía que en ese departamento vivía una anciana. Si es así, la señora no molesta en nada y nada me ha llamado la atención en el tiempo que llevo de reemplazo, porque los recibos y pagos están todos al día… mire, y sacó un cuaderno ajado en donde archivaba a los morosos. Por lo mismo –dijo– no hay razón alguna para preocuparse.
¿Pero cómo nunca nadie sospechó algo? No era la primera vez que alguien sospechaba algo, el ejecutivo del banco, Boris Alfaro, alto, panzón, casado y también fresco, porque se iba los viernes que salían más temprano con la niña de los seguros al ‘Motel PK2’ a unas cuadras de la sucursal. Él reparó en que su clienta sólo pagaba cuentas por PAC, pero no tenía otros gastos. Justo cuando auditaba las cartolas fue despedido y reemplazado por un ingeniero comercial recién salido de la Universidad Desarrolladora Integral (UDI), que fue la evolución natural del Instituto Integrado (IU).
Meses antes, un vecino bien facho quefue miembro de la Secretaría Nacional de la Juventud en tiempos dictatoriales; subió de categoría producto del cuarto cambio de gabinete y, al saber que se mudaría del edificio a una casa en La Dehesa, quiso despedirse de la veterana y llamó a un teléfono de contacto. Desde Chicago, Pedrito contestó que creía que la señora Piedad, su madrastra, vivía en una residencia de retiro desde la muerte de su padre, a la que no pudo asistir porque, si llegaba a entrar al país, se iba en cana.
Asunto zanjado.
Y así… sin que nadie la hubiese echado de menos por años y mientras del departamento de al lado llegaba música de Brahms, los bomberos encontraron a la vieja momia sentada en el wáter, como implorando el nombre que sus padres le habían dado.
¿Y el perro? Con todo el barullo que armaron, el animal se coló por la puerta entreabierta de la calle, llegó al baño y se puso a ladrarles como un loco.
Arte: Gabriel Kuri