Milagro de vida


por Sabeth Martínez


La obligaron a tener el hijo de su padre.

Con diez años, Camila recibió la noticia de su embarazo mientras sostenía con la mano izquierda a su madre y con la mano derecha a un “nenuco”; un bebé de plástico que cerraba los ojos según la posición de su cuerpo y que la niña abrazaba tiernamente sin entender nada de lo que el juez dictaminaba. La madre, cómplice de tal atrocidad, también recibió una condena y la niña terminó en casa de la abuela materna, resguardada por una tía solterona: un estereotipo de mujer católica y solitaria que veía en Camila la posibilidad de criar no uno, sino dos hijos que el tiempo le había negado.

Las semanas siguientes el nombre de la niña retumbaba en toda red social, radio y televisión; su caso fue citado hasta el cansancio para hablar de la legalidad de decidir sobre las “cuerpas”, y se agotó la consigna de “El patriarcado va a caer, va a caer”… y sí, cayó dentro del útero de la pequeña que mes con mes se expandía en silenciosa agonía. La tía la resguardaba de las malas noticias y de las intenciones asesinas de aquellas mujeres y hombres que querían interrumpir el milagro de la vida. Sorprendida, un domingo en misa escuchó al cura de la región condenar el fruto de esa violación incestuosa “Eso, eso que está ahí adentro, ¡está maldito!” La mujer tomó a la niña de la mano y esta a su vez el muñeco que cargaba de un lado para otro.

Todo indicaba que Camila no entendía lo que pasaba “¡Vas a ser madre!” y sus ojos infantiles parpadeaban y regresaban a sus juegos cotidianos: hacer la comidita, planchar la ropita del nenuco, acurrucarlo y mecerlo hasta que este dormía plácidamente. En ese momento, la niña evitaba hacer ruido a toda costa y pedía silencio absoluto, “El bebé duerme, y me costó mucho trabajo acostarlo.”

Los meses continuaron, la noticia pasó de moda. Niña y tía vivían tranquilas, procurando salir lo menos posible. Los domingos de misa se habían suspendido y las tardes se iban en letargo prolongado. No obstante, algo cambió. Camila ahora dedicaba todo su tiempo al muñeco de plástico que nunca soltaba. Con sumo cuidado lo sentaba, lo acostaba, lo alimentaba y cambiaba, tal pareciera que estaba educándose a sí misma para lo que se aproximaba, pero la tía comprendió que lo que hacía Camila no era jugar: en su mente infantil, el muñeco necesitaba genuinamente todas esas atenciones y no hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión. Los nervios de la adulta comenzaron a crisparse y más de una vez necesitó un calmante para poder dormir tranquila. Evitaba estar cerca del muñeco y llegó a acercarse a Camila únicamente cuando el “bebé” reposaba.

La situación llegó a su límite la noche en que la mujer, sin poder dormir, deambulaba por la casa y acercándose al cuarto de Camila la escuchó hablar con su juguete.

—No, no te preocupes, tú siempre serás más importante. Te juro que en cuanto nazca me deshago de él.

Al escuchar esto, la mujer irrumpió en la habitación escandalizada por esas palabras, jaló del pie al muñeco y zangoloteó a Camila, quien lloraba implorando por su bebé.

—¡Esto no es un bebé, Camila! ¡Esto es un muñeco! ¡El bebé lo tienes ahí! —y señalaba su vientre abultado que estaba a punto de explotar— ¡Esto no es real!

—¡Le haces daño, devuélvemelo! ¡Por favor, tía!

—¡Suficiente! —gritó la mujer y salió al patio muñeco en mano seguida por su sobrina.

Sin soltarlo, recogió una caja de cerillos e hizo el intento de prender uno. Camila se abalanzó y la mujer la empujó tirándola al suelo. Ahí tirada la pequeña fue testigo de cómo su muñeco ardía en llamas. Entonces emitió un grito aterrador que hizo a más de un vecino asomarse para ver qué estaba pasando. Había comenzado la labor de parto.

Sentada en la sala de espera del hospital y con las manos juntas en un intento vano de rezar, la tía pensaba que se había extralimitado, que necesitaba pedirle perdón a Camila; al final de todo, sólo era una niña. En eso rondaban sus pensamientos cuando se asomó el doctor a la puerta con la bata y manos llenas de sangre y la cara desencajada articulando frases incompletas “No resistió… lo lamento… es que no entiendo… si usted pudiera… no entiendo…” y se soltó a llorar y temblar sin explicar nada. A lo lejos, el grito de las enfermeras hizo que la tía corriera en dirección a la sala de parto. Ahí las mujeres, paralizadas, señalaban el cuerpo de la niña, inmóvil, con la vida yéndose entre las pequeñas piernas de las cuales se asomaba el muñeco con los ojos abiertos en dirección a la tía.



Sabeth Martínez. Tesista eterna de la UCSJ, estudiante de Letras Hispánicas en la UNAM, trabaja como investigadora de proyectos independientes, como profesora de escritura, danza y coreógrafa de un grupo de pollitos inquietos. Primer lugar en el III Torneo de Historia Mínimas “José Mayoral” 2018 y Mención Honorífica en el 2019; sabe que no va a salvar al mundo pero sigue separando la basura en orgánica e inorgánica.

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