por J. M. Vacah
Llovía tanto y tan recio que el pueblo parecía arder. El agua caía brutalmente destrozando el techo de los establos, goterones torrenciales que perforaban las láminas viejas como brasas calientes. Pero el agua en lugar de caer en la tierra y morir trepaba enloquecida sobre los muros, los árboles, los sembradíos. Devoraba todas las cosas como llamas embravecidas por el viento. El diluvio cesó hasta el tercer día; ya los hogares se habían infestado de ratas que buscaban refugios elevados para no ahogarse. Muchas casas no soportaron el aguacero; hasta la casa mayor de la hacienda parecía que iba a venirse abajo. Un rayo cayó en el árbol más grande partiéndolo a la mitad, señal de que el pueblo se condenaría por sus pecados.
Todos los caballos se habían soltado. Trotaban por el fango con aquella belleza que produce la libertad. Los campesinos y los caballerangos de don Heraldo salieron a buscar a sus animales. Hubo algunas disputas por la pertenencia de alguno, pero ni el pleito más feroz prosperó, porque una sensación de desconsuelo—que nacía del estado en el que había quedado el pueblo— pesaba en el ánimo de todos. Ningún caballo faltaba; hasta el último potro fue devuelto a sus dueños. Pero un animal no fue reclamado por nadie: un caballo gris, cuyas crines, al ser bañadas por el sol, proyectaban un resplandor turquesa que le daban al equino un aspecto terrible. El retrasado del pueblo decía que era un ángel de Dios.
Los días pasaron sin que nadie reclamara al caballo. Deambulaba de aquí para allá como un ánima en pena. Cuando lo veían cerca las mujeres santiguaban a sus hijas porque no había sido capado y el miembro le colgaba como la lengua del demonio. Los hombres intentaban acercarse pero el animal los rechazaba dando coces furiosamente. Un niño se le acercó para hacerle una travesura; el caballo asustado lo pateó en la cabeza, fracturándole el cráneo.
El padre de aquella criatura, poseído por el dolor de la muerte de su hijo más pequeño, salió de su casa con el machete en la mano. Sus ojos enfebrecidos buscaban al animal por todas partes sin dar con él. Al no hallarlo, se arrancaba el cabello rabiando como un perro. “Jacinto, mata a esa bestia. Tráeme su cabeza pa’ ponerla en la tumba de mi niñito. Ay, Jacinto…”, gritaba la madre enloquecida. “Tráeme su cabeza pa’ que mi niñito no ande en pena y vaya a jugar al cielo Jacinto”. El pobre hombre recorrió todo el poblado, pero la bestia no aparecía por ningún sitio. Mucha gente ayudó a buscar hasta entrada la noche. Jacinto amaneció en la cantina aullando de dolor y furia.
Al día siguiente se supo que el caballo estaba en la hacienda. Don Heraldo, el verdadero dueño de todo lo que había en el pueblo, poseía las pasiones de un hombre poderoso: las mujeres, los toros y el dinero. En las corridas, se ganaba apostando a los Heraldos Negros —así se le llamaba a sus toros—porque siempre terminaban corneando al torero. Sus animales eran los más bestiales; se decía que los alimentaba con sangre humana para enloquecerlos.
Don Heraldo era hermano del gobernador y el principal ganadero de toda la región. La crianza de toros era su título de nobleza; su principal negocio, las apuestas que organizaba en su hacienda. Allí llegaban políticos de todo el país a perder y a ganar. Don Heraldo, por supuesto, nunca perdía.
Jacinto tocó la gran puerta de la hacienda con la empuñadura del machete. Nadie le abrió porque en aquella hacienda no se recibía a indios y la servidumbre entraba por la puerta de atrás. Nueve días permaneció frente a la puerta golpeando y gritando. La gente de Don Heraldo le dio tremendas madrizas que terminaban al arrojarlo a un pozo o a una barranca, pero el indio siempre regresaba a patear la puerta y a gritar con el rostro destrozado: “¡Don Heraldo, déjeme matar al caballo! Por la virgencita de Guadalupe se lo imploro. ¡Por el alma de mi hijito!” Jacinto chillaba retorciéndose en el suelo como una culebra picada por un alacrán.
La mañana en que el sol había salido como un coágulo de sangre en el cielo se abrió la puerta de la hacienda para Jacinto. “A ver hijo de tu paisana madre, Don Heraldo te va a atender para que dejes de estar chingado de una vez por todas”, le dijo un hombre al que no le pudo ver la cara por el sombrero.“Pásale”. Jacinto entró; oyó el crujir de la puerta al cerrarse, un dolor en la nuca le partió la columna y cayó al suelo, inconsciente. La culata de la escopeta le dio la bienvenida.
***
Cuando abrió los ojos, la primera imagen que vio fue la cara rubia de Don Heraldo, que sonreía con un puro en la boca. “Buenas, Jacinto. ¿Qué horas son éstas de andar de güevon?” Una mano le aplastó la nariz. La cara le ardió por el manotazo. “Ora, pinche indio, contesta que te está hablando el patrón.” Dos hombres lo sostenían. Intentó pararse, pero sentía flojas las piernas. “Dispense usté, Don Heraldo, es que sólo quiero que me deje matar al caballo, pa’ que mi hijo no ande en pena. Nomás eso quiero, Don Heraldo, no quiero molestarlo a usté…”Otro manotazo en la cara lo hizo callarse.
“Jacinto, yo soy un hombre generoso. Te voy a dar trescientos pesos. Vete a tu casa, hazle otro chamaco a tu mujer y olvídate del que perdiste.” Jacinto se acordó de su pequeño hijo; era el que más se parecía a él y siempre lo seguía a todas partes. “Dispense usté, Don Heraldo, es que sólo quiero que me deje matar al caballo, pa’ que mi hijo no ande en pena. Nomás eso quiero, don Heraldo, no quiero molestarlo a usté. Es que si no mato al caballo, mi’jito no va a poder irse al cielo a jugar”, gimoteó el indio. “Ah cómo serás pendejo, Jacinto, si los niños se van al cielo luego luego de que se mueren. Además trescientos pesos es un chingo de lana para un indio como tú. Con eso te alcanza hasta para tener otra vieja y otros chamacos”.
“Si me deja matar al caballo le doy mi vida a cambio”, respondió Jacinto con una voz que le salió de las entrañas.
Don Heraldo miró al indio. Esa fue la única vez en que lo miró realmente. “Está bien, Jacinto; acepto nomás porque sé respetar a los hombres que se juegan la vida… y tú ya traes la muerte en los ojos”.
***
Lo introdujeron en un cuarto que apestaba a estiércol y a sangre; sin ningún resquicio por donde entrara luz. Le dejaron un pan y un balde con agua podrida que lo purgó. Permaneció encerrado más de un día. Cuando lo sacaron de ahí, el sol le quemó los ojos.
“¡Híncate cabrón!”, le gritaron. Jalaban sus brazos para meterle las manos en lo que sintió como grilletes, el frío del hierro le chamuscó la piel. Intentó zafarse, pero la fuerza de varios hombres lo sujetaba. Sintió la presión del metal quebrando sus huesos, desprender su carne. Una corriente eléctrica recorrió sus brazos, su pecho, sus piernas. El dolor le reventaba en todos los nervios del cuerpo como si lo estuvieran quemando.
Comenzó a convulsionarse.
Despertó con el ardor de la pólvora cauterizando sus muñecas, el olor de su carne quemada era nauseabundo. Escuchó a un hombre reírse y gritar: “¡A los indios no se les puede cortar los espolones así, pinches culeros, ya les dije!”
Patadas y puñetazos lo obligaron a caminar por un largo pasillo. El dolor le entumecía el cuerpo. Tropezó en varias ocasiones, pero no importaba cuántas veces cayera, siempre era levantado por unos brazos más fuertes que él.
Caminó hasta escuchar el rugido de una multitud; gritaban, chiflaban y gañoteaban al mismo tiempo. Escuchó también música de tambora y sintió una luz que le calentaba la cara. De pronto, el ruido cesó y la voz de un hombre se levantó en el silencio. “Demos la bienvenida a Jacinto, ¡el indio que va a matar al Ángel!” La multitud comenzó a rugir de nuevo. “¡Ángel, Ángel, Ángel!” El coro emergía de la atmósfera y estallaba en sus oídos aturdiéndolo, zarandeándole la cabeza.
El ruido perforaba su cráneo como clavos al rojo vivo. Sentía el cerebro punzarle hasta sangrar.
Siluetas deformes, grotescas, comenzaron a fosforecer en sus pupilas: la adrenalina le devolvía una visión putrefacta de las cosas. Alcanzó a mirar al caballo a lo lejos, arrastrado por unas sombras. La bestia se retorcía violentamente y las sombras apenas podían contenerlo. Los hombres que lo sujetaban comenzaron a amarrarle fierros en los muñones, apretando su carne mutilada. Sintió en la piel las llamas ardientes y una cólera inexpresable, floreando su carne, apoderándose de sus entrañas, devorándolo por dentro: sólo deseaba que lo soltaran para arrojarse contra la bestia y destruirla.
Escuchó la voz alzándose sobre todas: “Mientras que los competidores amarran navajas a sus animales, ¡pido un fuerte aplauso para agradecer a Don Heraldo por ofrecernos este magnífico espectáculo!” Los aplausos estallaron. “No me hagas perder, cabrón”. Eso fue lo último que escuchó el indio.
Ilustración de Pablo Picasso.