por David Meza
1:25 – Destetradimencionalizar la noche. Habrá quizá que destetradimensionalizar la noche. Destemporalizar el acto.
1:44 –
En el 1:44, rozando el borde del 1:45, en dirección a la celeste plataforma, Mario golpea un bloque invisible, una moneda surge y el bloque toma un color mineralterroso, hasta lo invisible bloquea su camino. Cuántos bloques invisibles habrá delante. Un solo bloque aguza los caminos. Lo abierto del cielo, lo estelar del cielo, volviera ahora como un hilo, un delgado camino atravesando los bucles, los ritornellos del cielo, los laberintos acuosos. El hilo de Ariadna como un Dharma, un hilo celeste, o un hilo azulado entre los cuernos de la bestia. El 1:44 como una pintura de Donatello. Como un arrebato de Rafael, donde los tejidos gravitatorios se dispersaran, se devolvieran al resto operante de los firmamentos. No como un error de Zeta, sino como la cúspide que se devuelve a lo arremolinado de la tela. Es como si la obra humana se viera arrojada a los abismos nuevamente, en la transparencia burlada de los nombres.
1:45 – Muerto nuevamente. Teniendo por corona el cielo. Y todos aquellos hilos potenciales, kármicos.
1:51 – El primer salto condicionado en lo invisible. Con qué cifras contáramos sus vidas. ¿Qué de Zeta es arrastrado a esa prestidigitación de dígitos que es Mario? Sin duda Mario tuviera acaso que destridimensionalizar los remolinos de su mente para aproximarse, para intuir siquiera, los cuerpos en la mente de Zeta. Tal como Zeta debiera recodificar su aparato tetradimensionalizador a la frecuencia en la que opera el habilidoso Panga. Un videojuego vertido en un videojuego en un videojuego, un remolino centrífugo de cielos, y en ese remolino fuera Zeta, lo de acontecimiento que hubo en Zeta, con la luz por la ventana y la almidonada tela, con la barba negra y creciente y lo mirado. Así lo misterioso le sale al encuentro. Asilo misterioso le sale al encuentro. En una casa de brujas y fantasmas. Una caza de embrujos, de geométricas ensoñaciones. En la hipervalía de las formas, en su reino. ¿Qué de la conciencia de Zeta llega ahora? ¿Qué de él reposa con alivio en la plataforma? ¿Qué lectura de milenios mineralizados como un nervio reposan en esta plataforma del cielo? Quiero decir, ¿cuántos Zetas reposan ahora en esa plataforma del cielo? ¿Cuántos Zetas y cuántos Pangas? ¿Es esto, es esto como se siente ser Caín, o ser Abel? ¿Como una investidura en los jirones del cielo? Bloque invisible.
Caza de embrujos. Qué de enredos celestiales. ¿Y si fuera Zeta el sueño de Mario? ¿Un desquiciamiento de potencias, como un fuego cincelado, un fuego pixelado, que nos ensoñara? Y entonces el rumbo fuera lo uno solo, una dimensión plenaria, donde antes los surcos, los pliegues, lo infinito. Qué de dioses y de Zetas, qué de desgarramientos en los vórtices del cielo. Qué de líneas lastimaron las bóvedas del cielo. Fueran dedos de una bruja en las líneas consteladas, cabellos de una bruja, o sus madejas. Todo fueran pestañitas de un ensueño, así dispersadas, así dispuestas. ¿Construyen los humanos el telón del tiempo, ese arder ígneo de lo que evanesciera? Explota la disparidad de la conciencia, en el 1:51 se desmonta la noción de plano, la noción de punto y de siga. Las vertientes cardinales y los códigos operantes a sus ritmos. La relación de los objetos. La disposición cortante de las líneas, lo engatuzante de las líneas, lo embrujador de lo consecutivo. Los segunderos abiertos como abanicos. Y Mario fuera pobre, así plomero, con elegantes guantes blancos, como si presenciara no una tuerca ni un perico, sino las manos cálidas y cuidadas de una princesa. Quién fuera ahora Duraznito. ¿Beatriz a lo lejos de los montes, como un sol aún más sol de las mañanas? ¿Una chica sonriendo ante tus bromas, sonrojada, pestañeante, acallando sus remolinillos con muecas dibujadas? Como Yetzel sonriendo, o qué de ella sonriera. Qué de ella te abrazara y te dijera continúa, a dos labios contenida. Dinosaurios en papel maché o en plastilina, así aleteantes, como mi avatar de elefante fuera, como mi fantasma rojo, allá cuando fui Blinki, en las máquinas operantes de una oreja. Quizá pudiéramos hablar de Pacman. Abriendo y cerrando la boca. Amarillo, como si debajo de nuestras pieles faciales él hablara. Como si al arrancarse el cuero cabelludo te encontraras con un cráneo amarillo, con un trozo de otro cuerpo, subsumido en un laberinto aún más oscuro. Más triste, y más frío. Entelerido de embrujo. Donde los ecos depredantes, no del otro, de ti mismo. Querer asir el muro y encontrar un espejo. Asir el espejo y encontrar sólo un grito. Donde los cuatro fantasmitas desfilantes, como cuatro tristezas pronunciara. Pasitos tenebrosos, temerosos. La estatua en su almohadita de cielo, y mal te pronunciara en la primaria, y fueras la burla todos ellos. Qué inquieta es la palabra estatua. No se deja asir por los labios de aquel niño. Cómo dijera estuatua. Como si el final ganara, diptongando. Como saltando a otro borde de la lengua. Como repercutiendo en ella. Cuando la conciencia alcance al logos, y el verbo logos salga de los labios de la estatua. Seríamos Brahma. Los ensoñadores del universo. Los diagramadores de las nubes difractadas. Congestionadas a luces y a sus preces. Idea enrocada. Como si de acordes de iriscencias se tratara. El espíritu de la justicia. De alzar la espada cuando es debido. Como cortando en dos mitades nuestro cielo. Y así cayera, dos trozos infinitos de las luces. Ciegamente, ¿en la ceguera de quiénes?, te diría. Cúspides de arbitrio. En la azul acentuación de la mañana. Dónde devolviéramos los átomos de Zeta, sus eventualidades. En el jardín de nubes resonante así a las olas concordara, acordaran. Resonantes explosiones en los iris, iridiscencias de dragones perforando el espacio, abriendo un hueco en sus pechos hacia un otro lado, aún más discierto. Desérticas planicies de la mente, fulguraciones que se engastan si dijeran, y así dijera nube, y así dijera cielos, y así dijeran piedra petrificada en el momento, o serpiente escurridiza, ubicua pronunciación de serpentina o cactus levantado con el imperio de su florecita roja, como si de un pinchazo de sangre se tratara, como si nos doliera todavía el nacer de su sangre, con su aureola de espinas en los sinsabores de un oasis arrebatado. Y así volviera, como cediendo la palabra en los oídos de otra fauna, en las orejas puntiagudas de los faunos, alertas en lo distante del espacio. Como una pisada insondable que aquí diera, en las ensoñaciones y remembranzas de las aguas. Un eco de caracol ampliado, repercutiente, de insospechadas resonancias. Y así palpitara el corazón del ave, sedienta todavía de esa miel del cielo, secretante. Y así el torbellino devolviera a Dorotea a Kansas City, un juntar los talones solamente. Y de la tierra de Oz a la tierra de Kansas descendieras. Porque aquí te sale al encuentro aquello que tanto buscabas.
1:57 – Muriera a manos de fuego nuevamente. Qué palabra tan rara, nuevamente. Tan escenificada. Tan escindida y escindante. Y nuevamente, nuevamente, nuevamente. 1:58, y el caer del cielo.
2:05 – Sobre una montaña. A punto de merecer la muerte nuevamente.
2:07 – Era un salto pequeñito. Saltar, sí, pero no tanto.
David Meza nació en el Estado de México en 1990. Estudió Licenciatura en Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. Ha publicado los libros Marta (2.0.1.2, México, 2013), El sueño de Visnu (El Gaviero, España, 2014), Mi nunca jamás (Cuadrivio, México, 2015). Poemas suyos forman parte de las antologías Los reyes subterráneos (La Bella Varsovia, España, 2015), 4M3R1C4 2.0 (Liliputienses, España, 2017), Poetas parricidas (Cuadrivio, México, 2014), Astronave (Ediciones Punto de partida, México, 2014) y Hot Babes (Editorial Ojo de pez, México, 2016), entre otras.