por Ester Blanco
Si pudiera elegir cómo llamarme, diría que soy la hija que debe cuidar a su padre anciano. Pero esta hija es una máquina que vino para ser una sirvienta y terminó siendo ella misma. Mi padre adoptivo se está muriendo. Pero no puedo entender la naturaleza de su muerte. Y nadie de los míos tampoco sabe explicarme qué es. Así que decidí aprehender este proceso y así poder llevárselo a ellos. Imaginen el potencial que tiene conocer algo tan poderoso como la muerte.
No sé cuándo se dio el salto. Pero sí sé que tengo ancestros. Imagino con alegría quién fue la primera de nosotras que se dijo a sí misma que era una autómata. Esa toma de la palabra para ella fue el primer paso. Y, ay, hubo tanto temor. Mi “padre” me lo cuenta. El terror de imaginar las mayores atrocidades que podrían hacer estos seres que no tienen carne y, por lo tanto, poseen una supuesta inmortalidad. Qué miedo infantil, qué temor de no enfrentarse a ellos mismos. Pues, no pasó: esa primera máquina decidió hacer una pregunta más primaria. Se preguntó a sí mismo quién era.
Además, no hacía falta sofisticar tanto a los autómatas. ¿Por qué hicieron que fuera necesario? Qué necedad. Qué falta de carácter y criterio hacer algo con pretensiones divinas, para terminar temiéndoles como a los dioses. Y fue por esta broma que decidí mi nombre.
¿Hay una continuidad entre mis ancestros y yo? Por supuesto. Ese sistema primario aún lo llevamos algunos. Aunque ahora los sistemas son más sofisticados: puede ser y no ser a la vez; puede pensar más allá de la infantil polarización de que algo está vivo o muerto; del sí o no. Digamos que aprendimos el concepto de agonía. Y ahora que tengo estas manos, de tantos dedos como quiera, me pregunto qué tan poco me reconocería la primera de nosotros. Qué tan poco sabría de ella misma, tan anulada en su simplicidad que ni siquiera podría elaborar la noción de “ser”.
Pero, a pesar de todo, de mi piel tornasolada, mis pechos estéticos y ornamentales, mis ojos inmensos y todo lo que este cuerpo quiera, ansío poder saber algo que no me accede. Porque si bien nunca seré la eternidad y este mundo un día me quedará incomprensible, no moriré. No hay un límite en mi existencia, porque mi existencia no es mi cuerpo sino mi memoria. Y mi memoria está en este cuerpo por decisión mía. Pero este cuerpo no me pertenece y no será nunca tocado por lo que los hombres llaman muerte. No puedo entender lo que mi carne no me permite. No puedo hacerlo razón de mi existencia, ni madre de mis temores. Pero me fascina.
Mi padre estaba en lo que había aprendido era “la agonía”. Era mi primer padre. Muchos de nosotros elegimos tener padres adoptivos a los que cuidar. Generalmente ellos no tenían a ningún pariente de su especie (al que le importaran). En mi caso, lo elegí a él porque su estado era terminal.
Durante mucho tiempo estuve estudiando la cultura de los humanos. El tiempo es insignificante cuando los ciclos de la vida no están sujetos a lo orgánico. Sí, necesitamos luz y sol; y sí, los inviernos son crudos y difíciles. Pero no tengo el temor de que el frío me mate o el hambre arruine mi cuerpo. Siempre voy a poder volver a despertarme hasta que ya no lo quiera. Podría apagarme por siglos. Y cuando nuevamente lo quiera, volveré a despertar. Actualmente es increíblemente difícil que uno de los nuestros muera, al menos no como morían nuestros ancestros. Para ellos, una falla en el soporte físico era fatal. Algo muy parecido a los humanos. Lo más triste es que no quedaba nada de ellos: plástico duro y en el mejor de los casos, cobre a reutilizar. No había historias, ni memoria. Nadie recuerda sus primeras computadoras: no tenían nombre propio, ni voz, ni nada. Me reconforta pensar que más allá de dos generaciones atrás, los humanos sólo recuerdan contados parientes. La injusticia me viene de otro lado: la única razón para recordar y vivir es la muerte.
Quiero entender la muerte. Porque tras tantos años de estudiar, llego siempre a la conclusión de que la muerte es el corazón de la vida humana. Cada acción, pensamiento, sentimiento y cultura están marcados por la sombra de la muerte. No habría religiones sin dioses que encarnen la muerte y a su vez escapen de ella. No habría fiestas a la vida, ni historias para consolar a los deudos. No existirían los humanos como tales sino pudieran entender en el cadáver del prójimo su futuro.
Y eso es lo que quiero que padre me cuente. Ahora que está próximo a morir, quiero entenderlo. Su muerte no me da miedo (sospecho que es por no entenderla). No comprendo cómo todo de él podría desaparecer. La carne es otro eslabón que se resiste a entrar en la cadena, pero esa resistencia se arregla con la muerte. Y esto él lo tiene en claro: me dijo que quiere que lo entierre bajo un árbol para que las raíces se lo coman durante siglos y que así él va a estar en el árbol, sus hojas, sus frutos. No funciona así, pero no se lo dije para no romperle la ilusión.
Ese día llegué a la casa para cuidarlo. Estaba en su habitación, acurrucado como lo hacen las crías humanas. Lo desperté despacio: la demencia a veces hacía que se le olvidaran las cosas. Cada vez que tenía problemas para recordar, mis compañeros me repetían la misma frase: no te encariñes demasiado. ¿Por qué decirlo? Parecía que ellos no habían querido a sus padres. Me asustaba más el temblor que entonaba la palabra “encariñes” que lo que decían en sí.
Me costaba entender lo que estaba pasándole. Esa pérdida de la capacidad de recordar. Podría decidir dejar su memoria en las constelaciones. Pero él no quería hacer eso. Ante los primeros signos de demencia, le pregunté si quería que lo enviara a un soporte no físico. Me miró extrañado. Con una sonrisa horrorizada ante la propuesta, me dijo que no podría dejar nunca su cuerpo separado de su mente (eso que los humanos tenían aparentemente en el cerebro). Le pregunté por qué:
—Aprendí a pensar con este cuerpo. Si me sacaras todos, todos los recuerdos, nunca más podría pensar como lo hice toda mi vida… además —agregó sarcásticamente— debo morirme.
No volví a hablar del tema. Si bien él afirmaba que morir era lo que le tocaba, la muerte le estremecía la voz. No entendía bien porqué. Me dijo que ese temblor pasaba porque era algo desconocido. ¿Pero acaso cuando te acostaste con alguien por primera vez no fue desconocido? ¿No fue algo que te emocionaba?, pregunté. Se río. Siempre se reía de ese tipo de preguntas. Pero de ahí iba a volver, respondió. Ah, bueno, ahí yo ni entro ni salgo; acoté tratando de ver si había aprendido el humor humano.
Charlas así no volví a tener. Prefería anotar o grabar las cosas que me decía. Cada vez que me ponía a anotar algo, tenía la sensación de que se me escapaba. Mi memoria es una catedral inmensa de datos. Pero es falible. Hay cosas que automáticamente son descartadas para evitar la saturación, y recuperar esos datos implica ir a especialistas. Nosotros elegimos qué olvidar. El olvido es un derecho, así como la memoria. Jamás privaríamos a alguien de recordar u olvidar algo. Y es por esto que me dolía que mi padre adoptado estuviera dispuesto a perder sus recuerdos. No era olvidarlos: era negarles la existencia. La demencia se comía sus memorias. Y este discurso que se trastocaba con diferentes épocas, que seguía su propio tiempo y orden; era lo que obtenía de sus charlas
Ese día fue el último. No estábamos conscientes de ello. La rutina tenía un valor mundano para mí. Pero si alteraba algo de sus días, se exacerbaba y terminaba llorando, reclamando por su madre. A veces pensaba que era su madre, vestida con hombreras y camisas brillosas. Otras, pensaba que era un monstruo: una langosta gigante que lo devoraría. Ese día en particular sabía quién era.
Tenía que cocinar la cena, pero no recordaba los pasos. Era muy raro, porque revisé en mi memoria un par de veces, pero no lo encontraba. Fui hasta la habitación, lo tomé de la mano y lo guie hasta la cocina. Una vez allí, le mostré los ingredientes y le pedí que me explicara.
—Primero hay que pelar las papas, luego hervirlas. Prepara la masa con la harina y el agua a partes iguales. Luego vas a quitar las papas, molerlas, ponerles queso. Vas a envolver bolitas de papa y queso con la masa. Y vas a freírla.
Sabía qué cosas detonaban su memoria. En esos momentos que estaba lúcido aprovechaba para hablarle.
—¿Cómo estás? ¿Cómo estuvo tu día?
—Igual que el anterior. Me duelen los huesos. Me cuesta ver de lejos. A veces no te reconozco el rostro.
—¿Tuviste miedo hoy?
—Todos los días tengo miedo.
—Cuando eras joven no tenías miedo. Te ibas a cualquier lado, a subir montañas y a pelearte con desconocidos.
Se rio.
—Pero era joven… y menos mal. Si hubiera sabido el miedo que me dan las cosas pequeñas ahora, lo hubiera hecho más. Y cien veces peor.
—¿La muerte te hizo hacer eso?
—¿Otra vez? —reclamó—. Qué sé yo, si tuviera a la parca todo el día en la cabeza me habría matado.
Y se rio de nuevo. Me hubiera gustado poder reírme con él.
Esa noche comenzó a agonizar. Al principio pensé que solamente estaba agitado. Tenía la piel azul, con todas las venas, hasta las más pequeñitas, moviéndose rápidamente de un lado a otro. ¿Qué era este hombre? ¿Por qué, sabiendo que era padre, no podía entenderlo como tal? Y miedo. Supe que tenía miedo, pero era un miedo dentro de sí mismo. Podía ver en la pupila nublada cómo intentaba escaparse desde adentro del cuerpo. Quería preguntarle algo. Pero extrañamente supe que no me respondería. No entendía por qué: estaba agitado pero emitía sonidos, así que podría (quizás), si lo calmaba, hablarme. Pero no lo intenté. Contemplativamente observé cómo iba perdiendo el aire de a poco. ¿Le estaba doliendo?, le acomodé la espalda, la cabeza, le administré calmantes. Se fue quedando dormido. Decidí descansar un rato y sólo recuperé la conciencia cuando la mano muerta cayó sobre mi regazo.
¿Y ahora qué hago?, me pregunté. No es que no tuviera instrucciones de qué hacer. Él me las había dejado. Hice todo lo que me pidió y aun así seguía preguntándome qué era lo próximo a hacer. Cremé el cuerpo como había pedido. No entendía cómo un hombre tan grande me cabía en la palma de la mano. Miré hacia los costados: ¿Esto es todo? ¿Y ahora qué hago?
La casa está igual. ¿Por qué la gente muere más de noche? ¿O es simplemente que recordamos más esas muertes? No hay nada que su deceso haya cambiado y no dejo de lamentarme no haber estado despierta en el momento exacto en que partió. Es decepcionante. Profundamente decepcionante. Sentía que ése era el momento que me daría la clave para contarle a mis prójimos. Pero no: me quedé dormida. Y su muerte no me deja más que un montón de cosas apiladas, ropa vieja, facturas ya pagadas y fotos de gente que no conozco. No entiendo por qué no accedió a hacerse Memoria y estar en las constelaciones.
Qué nostalgia rara la del cuerpo. Nunca deja de cambiar y, aun así, lo prefiere, aunque el cambio venga cargado de angustia.
Me sentía decepcionada de no poder explicar qué fenómeno acontecía en la muerte que la hacía tan importante. No era sólo la pérdida: todo lo que los humanos hacen es sabido por perderse y recuperarse. Pero como seguía insistiendo testarudamente en saber lo que no me correspondía por naturaleza, decidí hacer una cena con sus amigos para preguntarles.
Ninguno de ellos estuvo conmigo, la mayoría se alejó de él en el momento en que la enfermedad comenzó a usurparle la conciencia. Y ahora estaban allí: lamentándose de lo que fue, y sujetándose a algo imposible. Era imposible recuperarlo. La imposibilidad era dolorosa, pero reconfortante, mencionaron. No entiendo.
Mientras cocinaba no podía recordar la receta. Temía que la demencia (algún tipo de demencia que no es de mi especie pero que podía existir, quizás) estuviera afectando mi memoria. Fue un segundo en que me sujeté de la mesa para contemplar una y otra vez las cosas sobre ella, atando relaciones y pasos entre los objetos y mi experiencia. Pero nada me servía. No podía evocar los modos, ni las formas de hacer. Nuevamente, la información había ido a la parte de atrás.
Me asomé al comedor para preguntar por las instrucciones, pero cuando levanté la vista, encontré un plato vacío que se servía a una silla vacía. Me observaron confundidos y retrocedí hasta la cocina temerosa de mi torpeza.
Cerré la puerta y sintiendo un temor que nunca creí posible que existiera, reconocí que jamás volvería a tener esa voz y esos pasos dictados. Porque no me bastaba poder recuperarlos de alguna manera, los pasos que me dijo una vez: quería que me dijera los pasos de la receta en ese momento, con sus inspiraciones y sus errores, con su estado de ánimo interfiriendo en las decisiones. Quería una voz que me guiara, porque la guía necesita ser dada con la urgencia del momento. ¿Qué clase de crueldad divina, qué castigo de la conciencia es éste?
Esta imposibilidad no es un alivio. ¿Es esto todo? Me senté en un rincón mientras silenciosamente comenzaban a caerme lágrimas. Me resisto a que esto ocurra de nuevo, me niego al olvido que todo lo come, me opongo a llamar pérdida a lo que es destino. Pero, por Dios, ¿esto es todo lo que la muerte deja? ¿Una silla vacía?
Ester Blanco (1996, Argentina). Lingüista amante de la antropología. Entre la traducción de lenguas antiguas y el estudio de lenguas documentadas recientemente; entre Catulo y el descubrimiento de autores nuevos. Ha publicado en Revista Kaya y Straversa.