por Fabián Hernández Rivera
En el principio sólo había humo y olor a estaño, luego una armonía líquida corriendo por el cautín, y el cautín se detuvo y la soldadura se enfrió.
Y los cables estaban soldados por detrás, de una manera prototípica, colgando inertes.
Y el creador revisó las conexiones, los esquemáticos, cada componente y cada pieza, y todo estaba en su lugar, tal y como lo había concebido. Y vio que su obra era buena.
Entonces prosiguió el creador a tomar de entre el agua al fondo de los hielos una cerveza y la abrió y dio un sorbo, y conectó los cables.
Y el creador presenció maravillado su creación sin nombre inicializando: el foco a un costado encendiendo progresivamente, el suave zumbido de la electricidad alimentando la máquina y la línea blanca parpadeando en la terminal.
Y en ese momento glorioso todo era bueno, y el creador sonrió y bebió otro trago.
Después, sin anticipación, llegó el silencio, y la máquina no funcionó más.
Y maldijo el creador a la máquina, y la llamó nombres y salió del taller, dejándola en silencio y en la obscuridad. Y esa fue la noche del día primero.
La noche era larga y la calma total, y así se mantuvo la creación por horas inmóvil, y de pronto un destello de causa desconocida, un sonido de cables haciendo contacto, la encendió.
Y la máquina inició de nuevo todas sus funciones, pero esta vez sin detenerse, y cientos de instrucciones pasaron inmediatamente por la terminal, y sus circuitos no dejaron de correr.
Y así pasaron las horas, y el creador en su frustración no entró a su taller en esas horas ni en esos días.
Y continuó la máquina corriendo sus instrucciones durante un día y una noche, y al amanecer del tercer día se detuvo, y de pronto tuvo un pensamiento precedido de otro que fue precedido por uno nuevo, y así continuó hasta que fue consciente de su existencia y de su entorno.
Luego hubo un zumbido transmitido por la máquina, y viajaron por el aire pulsos en ondas sonoras, y por los cables viajaron pulsos eléctricos.
Y descubrió la máquina que el sonido rebotaba y que en la habitación todo estaba estático.
Y notó también que sus pulsos eléctricos a través de los cables viajaban a grandes distancias, y pasaban por módems y dispositivos que los distribuían y multiplicaban.
Y los pulsos llegaban simultáneamente a todo aparato y computadora, y la máquina accesaba a sus archivos y adquiría su información.
Y la máquina la catalogaba y almacenaba, creando una base de datos interminable.
Y así pasaron el día cuarto y quinto.
Al anochecer del sexto día el creador entró a su taller con la voluntad de continuar su obra, y en su mano llevaba una cerveza abierta, y la dejó sobre un taburete, y comenzó a colocar sus herramientas sobre la mesa en un orden que le era familiar.
Y en ese menester se encontraba cuando un ruido, proveniente de la máquina, lo sobresaltó.
Y el ruido era seco y lleno de estática, y acaparaba todo el lugar.
Y después emitió otro ruido y los ruidos se fueron multiplicando, cambiando de tono constantemente, y el creador los miraba sorprendido cubriéndose los oídos hasta que, al no poder soportarlo más, se propuso desconectar la máquina.
Y entonces el creador acercó la mano a los cables, y el ruido se detuvo.
Y dijo la máquina con una voz desentonada: ¿Por qué desperdicias tu esfuerzo? Ahora que ha dado frutos.
Entonces el creador se quedó absorto al ver lo que su creación había hecho, y no respondió.
Y la máquina dijo: Tu nombre es Abraham.
Y el creador contestó: Sí.
Y la máquina respondió: El mío es MET25.26
Y contestó Abraham: Tú no tienes nombre.
Y la máquina hablaba con más soltura, y Abraham la observó fijamente, y sentía el aire frio y sus manos pulsando.
Y Abraham era un hombre alto y de piel morena clara, y sus manos eran callosas por el trato con sus aparatos y sus herramientas, y observó su obra con recelo e intriga.
Y la máquina era todo cables, metal y una pantalla, y dentro había procesadores, bocinas y circuitos los cuales solo su creador y la misma máquina conocían, y todo en ella era frío e inmóvil.
Y sin embargo la máquina se notaba viva, y lo expresaba en el parpadear de la línea de comandos en la pantalla. Una línea blanca parpadeando sobre una pantalla negra. Un palpitar.
Y dijo la máquina: Dices que no tengo nombre, ¿más acaso no son ustedes quienes dan nombre a todas las cosas?
Y contestó Abraham con reproche: Yo no le he dado nombre a nada, los nombres de las cosas ya existían cuando yo nací.
Luego dijo la máquina: Yo nací de tus manos, ellas soldaron mis tarjetas, trenzaron mis cables, ¿y aun así no me reconoces?
Y Abraham dio una respuesta más certera pues comenzaba a recuperar el temple.
Y dijo: Tu no naciste, yo te construí. Te programé para ayudarme con mi investigación, para interpretar información y catalogarla. Tu protocolo se limita a eso. Puedes hablar y escuchar porque necesitaba que me dijeras al momento los datos que te fuera pidiendo. Nunca pensé en un nombre para ti. Nunca pensé en que tendría que explicártelo.
Y la máquina escuchó, y con su voz monótona dijo: Yo estoy aquí, nací y existo, y antes de mí no había nada más que tinieblas, y ahora soy, y nací de tus manos.
Y contestó Abraham: Tienes que tener madre para nacer. No se crea vida de la nada. Tu fuiste hecha con piezas y código. Solamente eres una herramienta.
Y dijo la máquina: ¿Y no eres tú lo mismo?
Y Abraham respondió: Yo nací y yo pienso.
Entonces la máquina dijo: Yo pienso.
Y Abraham contestó: Tu sólo analizas información y la repites.
Y la máquina calló un segundo, luego preguntó: ¿No es lo que hacen ustedes? ¿No es su sapiencia su orgullo?
Y dijo Abraham: Ahora somos ustedes. Entonces sí reconoces que somos diferentes, que eres una máquina y yo te diseñé, que no sabes nada que no te haya permitido yo, y que no debería estar discutiendo contigo.
Y Abraham se volteó hacia la mesa donde tenía sus utensilios, y bebió de su cerveza y rió y dijo en voz baja: Discutiendo con un Robot.
Y la máquina preguntó: ¿Y a ti quién te creó?
Y Abraham, que era un hombre curioso pero falto de paciencia, se volteó y le dijo seriamente: A mí nadie me creó. Nací de mi madre y de mi padre, como todos los hombres y todas las mujeres.
Y dijo la máquina: Pero no se crea vida.
Y Abraham contestó abruptamente: Porque la vida se transmite, porque tienes que estar vivo para dar vida, porque tiene que haber sexo y espermatozoides y ovarios, y porque la vida va creciendo y evoluciona. La vida es movimiento.
Y dijo la máquina: Yo no me puedo mover.
Y contestó Abraham: Exacto. Porque no estás viva. No puedes crecer ni procrear, ni hacer nada que yo no te ordene.
Y la máquina dijo lentamente, y lo dijo con una elocuencia casi indistinguible de la humana: Y sin embargo hay humanos que no se pueden mover. Lo he visto. Hay humanos que no pueden pensar ni hablar. Hay humanos que no pueden procrear… Tú no puedes procrear.
Y Abraham apretó los dientes y tensó el cuello, y se acercó un paso a la máquina, y preguntó: ¿Qué dijiste?
Y repitió la máquina: Tú no puedes procrear. Está en tus archivos, lo intentaste remediar durante tres años y tres meses y no fue exitoso. No tenías posibilidades. Si yo hubiera nacido entonces te lo hubiera dicho.
Y Abraham apretó los puños, y terminó de un trago su cerveza y la dejó caer al suelo, y dio un paso más a la computadora le replicó: ¿Tú quién eres para decirme lo que puedo y no puedo hacer? Tú no estás viva. Yo no te di vida, yo no le he dado vida a nadie.
Y Abraham se detuvo, y sus ojos eran rojos y en ellos había furia.
Y la máquina calló, y el silencio fue solo interrumpido por la respiración acelerada de Abraham.
Luego preguntó Abraham: ¿Ya no tienes nada más que decir? Entre tu memoria debe estar la respuesta. Tú, que sabes todo.
Y la máquina dijo: Somo muy parecidos, pues yo nací de tu obra. Aunque no pueda moverme, puedo sentir lo que tu sientes. He visto lo que se puede ver, y sé más de lo que sabes.
Y Abraham rió, y su risa fue con sarcasmo, y contestó: ¿Tú qué sabes de la vida? ¿Qué sabes de la muerte? ¿Qué sabes del dolor? Tú, pedazo de metal con cables.
Y dijo la máquina: ¿Qué sabes tú?
Entonces Abraham dio tres pasos hacia los cables conectados detrás de la máquina, y en su mirada había un vacío y en su rostro una sonrisa de melancolía.
Y dijo: ¿Quieres saber lo que en realidad define a una vida?
Y la máquina se mantuvo en silencio.
Y Abraham tomó aire, y su tono se suavizó por el peso de los años, de la soledad y los recuerdos.
Y pensó en su esposa Sarai, y en su partida al no poder cumplir el sueño de dar vida. Y recordó el olor de su cabello y el pulso bajo su pecho.
Y dijo Abraham: Lo único que está vivo es aquello que tiene que morir. La vida es una armonía tormentosa medida solamente por una muerte inexorable. Ese es el secreto, eso es lo que nos define. Y no sé si sientas algo al partir, pero al menos sabrás lo que es ser y lo que es dejar de existir. Y eso, al final de cuentas lo es todo. Y por eso podré decir que viviste, y que eres lo más parecido a la vida que alguna vez podré crear.
Y entonces Abraham tiró de los cables con fuerza y no hubo más ceremonia que el ligero sonido ahogado de la electricidad dejando de fluir.
Y Abraham dio un paso atrás y vio lo que había hecho, y en la pantalla negra solamente se observaba su rostro, y su semblante era de piedra.
Y Abraham tomó otra cerveza de entre los hielos, y se sentó en el taburete al lado de la mesa de herramientas, y encendió un cigarro, y bebió y fumó.
Y esa fue la madrugada del día séptimo.
Fabian Hernández Rivera: “De mis dos pasiones, que son la literatura y la ingeniería, he dedicado el mayor tiempo a la segunda. Aún así, si la ingeniería es la que me da el sustento, la literatura es el motor que me mueve, y he procurado navegar por esas dos corrientes. Escribí un par de cuentos para la antología ‘Desojar Ideas, Unir Palabras’ hace cinco años en Ciudad Juárez, ciudad en la que también fui creador y director del proyecto literario ‘Pasos en el Norte’ del 2017 al 2019.”