Un fuego frío


por Esteban Vargas

Un hombre nos sigue el paso. No supone ningún peligro hasta ahora. Ha mantenido su distancia desde que abandonamos nuestra humilde madriguera. Qué gentil, diría yo.

—¿Quién crees que sea? —dice mamá, mirada fija en el horizonte.

—Un problema menos, espero.

Volteo y la figura diminuta a la distancia se acerca lentamente, pasos firmes. La voz de mi madre tan solo una tenue brisa.

—No te preocupes.

—Por supuesto que me preocupo. Jamás debimos venir. Huele a muerto aquí.

—Eso ya en cualquier lugar. Incluso nosotras hemos adquirido, por así decirlo, esa misma esencia. El perfume del mundo.

—Yo no pedí nada de esto —le replico.

La conversación se marchita y no volvemos a dirigirnos la palabra por dos días enteros.

La carretera se extiende por kilómetros hasta desaparecer tras la boca del horizonte. Cientos de vehículos yacen abandonados a las faldas del camino y unos cuantos permanecen petrificados en estado de colisión. El aire que corre a través de este cementerio apocalíptico está intoxicado con tragedia. Casi puedo oír la desesperación de la gente, el llanto de los niños sublevado por el crujir del metal y los chirridos de los neumáticos.

Una mujer. En uno de los carros. Aún respira.

Maldita sea. Respira.

Mis ojos recaen en la cansada mirada de mi madre, su rostro una visión solemne. Ambas sabemos lo que tenemos que hacer.

—¿Puedo?

—Sí, que sea rápido. Y en silencio.

Ella se refiere a la navaja. Mamá se voltea mientras me acerco al auto con la mujer, la hoja de la navaja un fragmento de luna en mi mano. Un ramo de rosas rojas brota del pecho de la mujer. Una barra de metal arrugado la atraviesa de lado a lado. Despide el olor característico del Estigia cargado de almas. Le muestro a la mujer la navaja y logra ver en el reflejo un par de ojos color lápida.

Mi forma de pedirle permiso.

La mujer asiente tres veces con su cabeza y le otorgo el rito de pasaje. Antes de terminar y regresar, el último suspiro de la mujer se canaliza en dos palabras: “Están cerca.” Aunque no estoy segura, pude haberlo imaginado.

Encuentro a mamá sentada sobre su valija azul, comiendo una de las bolsas de melocotones deshidratados que habíamos saqueado de un supermercado abandonado. No puedo evitar pensar en la bolsa llena de orejas cortadas que encontramos hace unos días sobre la carretera.

Me ofrece la bolsa de fruta y sacude los contenidos con su mano, pero solo veo orejas en putrefacción.

—No, gracias. Perdí el apetito.

—Deberías comer, ahora que tenemos comida.

—Tal vez luego. Me preocupa más seguir por este camino. Somos blanco fácil.

—¿Para quién? —pregunta mamá después de ingerir la última pieza de melocotón.

—Los que tienen hambre y no tienen comida.

—Esta es la única ruta que sé, nos perderíamos por otro camino. Le prometí a tu padre que llegaría en dos días.

De este punto en adelante, no existe argumento que la convenza de lo contrario, más cuando papá está involucrado. Terca como las moscas.

Le ayudo a levantar la valija, resignada por la frustración.

—¿Cuánto falta?

—Estamos cerca.

—No es la primera vez que oigo eso hoy —dije, pero mamá no contestó.

Debió deducir que solo hablaba con el viento.

Durante periodos de lucidez en el trayecto, comencé a preguntarme qué quería el hombre que nos seguía. ¿Era acaso otro fiel peregrino, rosario en mano? Y si lo era, ¿qué buscaba en esta dimensión lavada en tonos grises? ¿Cuáles eran sus motivos, por qué no dejaba de caminar?

¿Por qué lo hago yo?

Quizás solo se trataba de otro hambriento, con esa hambre que mata. Nuestro olor a carne fresca lo excita y su mandíbula tiembla con deseo. Puede ser, incluso, el dueño de la bolsa de orejas. Me lo imagino en su éxtasis, arrancando con sus dientes las orejas de sus presas. Un trofeo cabalístico. Una marca personal.

Mamá sujeta mi brazo con fuerza y me saca del fondo de mi laguna mental. Un joven de unos quince años se encuentra estático sobre el espaldón de la carretera, observando a la distancia una pira que consume el cuerpo de una persona. Nos acercamos cautelosamente y nos postramos al lado del muchacho, quién no hace más que ahogar el reflejo de las llamas con sus ojos empapados en lágrimas.

No nos dirige ni una mirada. Su cuerpo se mece con el ritmo de los vendavales como una vela rota en un naufragio. Parece más una sombra, el vestigio de un ser humano. El cansancio lo ha derrotado y ahora ha dejado a alguien importante partir.

Esto es lo que más me molesta de todo. Tenemos que llorar a los muertos en completa soledad. Yo me veo en el muchacho, un día en el cual mamá ya no pueda llevar su valija y los golpeteos de su corazón anuncien, como trompetas apocalípticas, la cosa hermosa que nos espera a todos. No puedo recordar exactamente cuando fue que los mechones de mamá se tornaron grises y las líneas en su cara formaron surcos nuevos.

Un presentimiento vil me acecha, que tenga que presenciar otra pira más. Mi última pira.

La pierna del muchacho está en un estado grave de descomposición, la carne al rojo vivo supura un líquido transparente y despide un olor necrótico. Mamá intenta tomarlo del brazo, hasta tal vez planea ofrecerle comida y medicamentos.

Pero el muchacho corre antes de que esto pase, en un sorpresivo impulso. Su pierna cojea, pero aun así no se detiene y cuando se encuentra cara a cara con las puertas del inframundo, se lanza contra la pira.

Por varios minutos nos quedamos petrificadas y sin habla, incapaces de entender lo que acaba de pasar, mientras las llamas consumen al joven.

No hay calor en este fuego. Y a pesar de que decidimos acampar junto a la pira, esta noche ha sido sin duda una de las más frías de toda mi vida.

Cuando llegamos a nuestro destino el día siguiente, la basílica se encuentra sumergida en las aguas violetas del crepúsculo. Recuerdo la última vez que estuve aquí con mi padre. Él salía de madrugada cada primero de agosto con tan solo un rosario, un rollo delgado de billetes sucios y una cantimplora vacía para ofrecer a la Virgen, quién, él aseguraba, lo había exorcizado de Johnny, Jack y José.

Papá me llevó a mi primera romería a la basílica cuando cumplí quince. Por no usar bloqueador y una gorra ese día, quedé como una langosta hervida. Me salieron callos en los pies y mis labios se resecaron al punto de que se rajaban con tan solo hablar. Desde ese entonces no toco suelo sagrado. Hasta ahora.

¿Cuánto habían sido ya, siete u ocho años? Este lugar definitivamente no es el mismo. Todos los jardines se han marchitado. Ya los pajarillos no crean sus nidos en los árboles. No hay palomas que pidan migajas de pan. Ningún hosanna se filtra por las puertas de la basílica. Los rezos gozosos fueron abatidos por el silencio, el amo y señor de este lugar.

Mis sentidos solo pueden enfocarse en un fétido aroma: el perfume del mundo.

Me imagino todos los cuerpos retorcidos frente al altar, aquellos que pidieron a Dios misericordia mientras sus engranajes de carne se detenían lentamente.

Temo que mamá quiera entrar al templo, pero en vez me guía a uno de los atrios posteriores de la basílica. Descendemos como espectros por una rampa dilapidada. El único sonido reconocible es el chillido de las ruedas de la valija azul, avisando el fin de su vida útil.

Abajo hay una pileta que recorre el largo de la pared y por la cual fluye lo que un día fue agua bendita. Me sorprende que todavía haya agua. Y limpia, al parecer.

Mamá se hinca frente a la pileta y sumerge tres de sus dedos en el agua por unos minutos. No hace más que sollozar, su cabeza abajo, su mano transformada en un puño tan tenso como tela de araña.

—Mamá, tú dime cuando.

—Ya —responde, el tono más leve que se ha escuchado en esta cámara por años.

Desenfundo mi cuchillo y comienzo a abrir la maleta, de la cual obtengo un paquete pesado, envuelto en pliegos de papel periódico. Corto el capullo de papel y en las entrañas no encuentro una mariposa. Es algo más bello, una urna de metal oxidado.

Me es difícil destapar el envase, pero cuando lo logro, cientos de memorias escurridizas se liberan en los laberintos de mi mente. Veo una sonrisa amable, ojos almendrados, colochos grises. Veo una cantimplora y un rosario. Chistes malos que todavía me dan risa. Una voz grave con experiencia. Una catástrofe.

Un fuego frío.

Mis manos tiemblan al esparcir las cenizas sobre la pileta. Miles de partículas corren libres sobre el galope constante del agua. Mamá habla por horas con Dios, la Virgen y todos los santos, mientras yo descanso sentada a su lado, la urna en mis brazos.

No sé quién se duerme primero, pero despertamos abrazadas la mañana siguiente en una esquina, junto a la pileta. Le ayudo a mamá a guardar nuestras pertenencias en la valija. Nuestra comunicación se ha reducido a solo gestos. Las palabras no existen todavía.

Retomamos la carretera al este, con dirección al Caribe. Nos terminamos una bolsa entera de melocotones deshidratados con dos tragos de whisky añejado. “El desayuno es la comida más importante del día,” solía decir papá. Ese era su dicho legendario.

Sonrío vagamente y de pronto me acuerdo de algo que olvidé revisar hace mucho tiempo. Volteo mi cabeza, esperando identificar al hombre que nos seguía, pero ya no hay nadie. La carretera solo alimenta el pasado.

—Ya nadie nos sigue.

Mamá no responde, pero esta vez no se lo dije a ella. Son tan solo palabras que arrojo al mundo como un avión de papel, sin expectativa alguna de que vuelvan a mi mano.

Esteban Vargas (Costa Rica, 1993) es bachiller en química, se deleita en escribir cuentos de vez en cuando. Todavía cree en la magia.

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