por Eduardo Paredes Ocampo
M²
Apenas roza —quizá—
el calcio que lo ciñe
y libre corre
de cabeza a pies.
Cuestionado acerca de lo sucedido,
el asesino no recuerda:
la amnesia lo guió
como al tigre a su rasguño.
El relámpago,
que más allá de la médula ignora,
en títeres, de pronto, nos transforma;
tarde, ante un baño carmesí,
ante la ostentación de las entrañas,
sabremos que otro nos movió.
El titiritero, impune,
a ser larva vuelve
y no será sino en lustros
cuando nos quiera, otra vez,
ciegos
y con una sed
que sólo el tronar de espejos (o peor)
sacia.
A pasos de la portería,
también su agencia, de golpe,
expropian. De lo incorpóreo
vehículo sólo es
y la misma mano
que condujo a Manson
hace a Messi
Dios.
El zurdo
Horas se nos fueron
viéndolo rumiar en un rincón
las cifras de la miseria,
desde ayer a hoy
y hasta el fin de los tiempos.
Augurios que nunca
a la sed local
satisfarían:
la sed que se estrecha
en la extensión
de coladera a coladera,
en los cuartos
donde anotar
se corea
como milagro mariano.
Ahí vimos cumplirse, por once años,
cada predicción:
preguntarle era un rito
de casi garantizada amargura
pero del que nadie
podía abstenerse.
Y después de acertar
seguía arrinconado,
hablándose de países
todavía inexistentes
y de la milenaria persistencia,
en nuestro pretérito y avenir,
de la derrota.
Nadie se acostumbra
a la constancia de tal duelo,
y una mañana
lo encontramos, en su rincón, inerte,
víctima
o de su voluntad
o de la de quien
lo escuchaba enunciar
las golizas venideras.
Eduardo Paredes Ocampo (México, 1989). Escribe poesía y ensayo. Actualmente estudia un doctorado en literatura en Oxford, U.K.