Sopa de Wuhan (y los tiempos de la filosofía viral)



I. Olla

Cuenta un cuento que conocimos de pequeños sobre un grupo de viajeros hambrientos que llega a una aldea sin poseer más que una olla vacía. Ante la negativa de los aldeanos a compartirles comida, los viajeros llenan la olla con agua y la ponen a calentar en la plaza, sobre un fuego. ¿Qué están haciendo?, pregunta alguien. Sopa de piedra. Efectivamente, han colocado una piedra —el recurso público por excelencia— dentro de la olla, y le explican al aldeano que se trata de un manjar de sus tierras natales. Por supuesto, el aldeano quiere probar. Los viajeros le dicen que puede hacerlo si colabora con un ingrediente o una especia faltante. De este modo, uno a uno, los aldeanos van aportando alimentos a la olla, dando composición al platillo desconocido e irreal. Al final, la piedra es desechada, pero la aldea entera disfruta de un festín lleno de algarabía con la sopa resultante, presuntamente tras haber aprendido una valiosa lección sobre la hospitalidad y el valor de compartir.

Una sopa es, ante todo, una mezcla. El cuento de la sopa de piedra presenta una visión utópica de la mezcla como principio productor de bienestar social, pues la concesión a dejar ir una porción de propiedad privada se representa como el primer paso hacia la elaboración de algo mayor que la suma de sus partes. Uno puede advertir de inmediato cómo esta fábula favorece un concepto benévolo del Estado soberano que cobra impuestos “por nuestro bien”, dándonos acceso a mecanismos demasiado grandes para construirlos nosotros solos (es decir, cada quién en su soledad), como la seguridad social y la educación pública. Las diversas instituciones mediante las cuales el Estado nos protege, o dice protegernos, son el humeante tazón de sopa de piedra que nos reconforta al hacernos sentir parte de una comunidad cooperativa, civilizada, sana.

Sin embargo, hoy sabemos que existe una lectura más siniestra de la mezcla. Sabemos esto porque decir mezcla es decir pluralidad, y la pluralidad es un principio rector de la sociedad contemporánea, o así se nos hace creer. Y la sociedad contemporánea… bueno, creo que todos la estamos pasando bastante mal, ¿no?

Al imaginar hoy la premisa de unos viajeros que llegan a una aldea, encontramos millares de obstáculos para la consecución exitosa de una sopa de piedra. Sabemos que el agua para llenar la olla ya no puede venir de un río ni de un lago, tóxicos y moribundos como están, lo cual les deja a los viajeros las opciones de robar botellas de agua Nestlé o Coca-Cola Co. en el Wal-Mart local, o bien de atenerse a la calidad del agua en las tomas públicas, lo cual es —siendo amable— bacteriológicamente suicida. Sabemos que algunos aldeanos no aportarán a la sopa ni de chiste, dado que los viajeros les desagradan por principio: oyeron en la televisión que sus caravanas representan un peligro ambiguo para su estatus inexistente. Sabemos que a los policías no les agrada que la gente cocine sopas en las plazas sobre fuegos abiertos, pues más bien detestan cuando alguien hace un uso demasiado novedoso de su libertad en lugares públicos, y suelen tomar la actitud de que cualquier acto inusual debe estar prohibido o requerir un permiso firmado. Sabemos que uno de los viajeros probablemente se resistirá a comer lo que le ofrezcan en la aldea, pues lo verá como una limosna paternalista, y quizás opte literalmente por comerse la piedra, hacia la cual al menos siente algo de apego cultural. Y sobre todo, sabemos que el 99% de los alimentos de la aldea está guardado en las bodegas y los graneros de una sola persona, buen amigo del alcalde, quien naturalmente aceptará surtir el festín a condición de que se le pague “lo justo” por “sus productos”, se le deje deducir los costos en su declaración ante Hacienda y/o se le permita convertir el evento en un circo mediático patrocinado —el SopaTon—, en cuyas transmisiones de televisión aparecerán cada dos minutos los logotipos de sus empresas y las de sus socios de otras aldeas.

Las sociedades contemporáneas son una sopa en sí mismas: una mezcla informe e incoherente de posturas que no pueden reconciliarse bajo el capitalismo occidental actual, pero que deben mantener la fachada y seguir hirviendo en la misma olla porque no existe ninguna otra a donde migrar. Nadie ha escrito la siguiente receta.

Y luego, en este escenario de heterogeneidad tan desbocada como improductiva, de aldeanos sometidos y viajeros desamparados, ¿qué pasa si alguien, una sombra inidentificable, avienta un ala de murciélago en la sopa?


II. Caldo

Sopa de Wuhan es una compilación de ensayos reunida por el editor y diseñador editorial Pablo Amadeo, operando bajo el sello ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio). El concepto es simple: poner en la misma olla los textos filosóficos en torno al COVID-19 publicados durante el mes pasado (del 26 de febrero al 28 de marzo) por algunas de las voces más reputadas y citadas del pensamiento occidental dentro de la tradición continental: Giorgio Agamben, Slavoj Žižek, “Bifo” Berardi, Byung-Chul Han, entre otros. El orden del volumen es a grosso modo cronológico, y la iniciativa editorial promete la realización de más libros conforme se extienda el periodo de excepción. Si la producción de ensayos filosóficos sobre la crisis viral bastará para hacer de estos volúmenes un proyecto mensual está todavía por verse,[1] sobre todo porque los nombres aquí incluidos no son (con algunas excepciones hispanohablantes) de ninguna manera periféricos en términos mundiales; es decir, el editor reunió el pensamiento de Gente Famosa®, ya sea para darle más visibilidad a su propia empresa o para ofrecer un muestrario de “cómo reaccionan” las mentes más citadas de nuestro tiempo. El proyecto busca conjuntar el sentimiento de hiperactualidad de los artículos que se publican en la web a diario con la legitimidad de un Libro “firmado” por filósofos célebres. Por desgracia, conjuntar lo hiperactual con lo más tradicionalmente bibliográfico no es tan fácil, y en la prisa del editor/diseñador por publicar el volumen parece haber dado muy poco cuidado al aspecto ortotipográfico: es decir, está plagado de erratas y problemas de formación, sin duda porque el libro se dio por bueno sin un proceso de corrección ni lectura de pruebas. Si priorizar la rapidez en vez de la calidad constituye un triste reflejo de algunos argumentos desplegados en los ensayos, o si es más bien una ironía dado que uno de los grandes temas del libro es una supuesta desaceleración de los procesos productivos cotidianos, es algo que cada quién deberá decidir.

Como suele pasar en la filosofía ante las crisis (o en cualquier discusión de cantina), el proceso de pensamiento desplegado en una buena parte del libro funciona así: 1) primero, en un estado de gran exaltación emocional, alguien afirma algo de manera fuerte y estrepitosa, cuando en realidad tiene poca evidencia al respecto, dado que se habla de un fenómeno nuevo o en curso; y 2) los demás se apresuran a decirle por qué está mal, a pesar de que sus refutaciones —si bien suelen ser más reservadas— tampoco pueden ser tomadas como nada más que un ejercicio dialéctico ejercido sobre arenas movedizas. En otras palabras, como seguramente ya muchos de ustedes han pensado o intuido en sus fueros internos durante estos días, nadie sabe qué demonios está pasando o va a pasar. ¿Por qué deberíamos, entonces, preocuparnos por leer reflexiones apresuradas, inestables y contingentes, así vengan de los labios de nuestra Gente Famosa® favorita?

Mi opinión es la siguiente: hemos de revalorizar la ignorancia.

En redes sociales he visto bastante gente desvirtuar este volumen por completo, ya sea porque los filósofos incluidos les parecen parte de una vieja escuela (supuestamente rebasada) del anticapitalismo apocalíptico; porque los argumentos presentados contienen poco de “científico” y mucho de especulativo (como si la misma ciencia no estuviera atravesando terrenos de especulación y constante cambio en su manejo de la pandemia); o bien porque no encuentran utilidad alguna en un montón de palabrería academicista sobre algo que nadie sabe vivir aún. Todas estas opiniones tienen puntos válidos, pero se basan en la presunción de que hay modos correctos e incorrectos de abordar la crisis, cuando es precisamente la capacidad del estado de excepción para producir ideas desde la ignorancia —ideas disparatadas, extrañas, incompletas, muchas veces incorrectas o risibles en retrospectiva— lo que resulta más seductor acerca de un volumen como este. La ignorancia es el estado de potencialidad que abre lo posible del conocimiento futuro. Los ensayos aquí recopilados son justo cual los ingredientes crudos de una sopa: materia prima de pensamiento que apenas se coloca sobre la tabla de picar para realizar el mise en place del que surgirá, en algunos años, algo distinto.

Lo que le sugiero al lector de Sopa de Wuhan no es indulgencia. Hay bastantes argumentos aquí que me parecen, de bote pronto, insulsos, obvios y anticuados. Sólo sugiero que suspendamos un poco la expectativa de que el filósofo célebre deba ser siempre una figura angélica, que flota sobre el resto de nosotros y dicta los mecanismos ínfimos de teorías hipersofisticadas. La ilusión reconfortante de que el filósofo piensa mejor que nosotros y funciona como red de seguridad para nuestros errores. Nos encontramos ante un momento distinto: el momento en que las luminarias intelectuales se encuentran —aunque lo disimulen— básicamente igual de desnudos e indefensos que nosotros, obligados a trabajar en las condiciones del no-conocimiento, ante un mañana brumoso y no-previsible.

Puede que esto sea lo más interesante y valioso tanto de Sopa de Wuhan como de los artículos aislados que la Gente Famosa® sigue escribiendo a diario: pareciera que se nos revela lo no-sagrado de la palabra del académico o del líder de opinión. No que ellos mismos hayan abandonado el púlpito desde donde suelen aleccionar (algunos sin duda quieren seguir sonando como autoridad), sino que de pronto nos encontramos en una habitación sin púlpito, una habitación horizontal y llana donde podemos verlos a los ojos, sin armadura. Más allá de si tal o cual filósofo nos parece un imbécil o un viejo chocho, estamos ante el despliegue de la contingencia misma del pensamiento, de su lado débil, su lado silvestre, sin pulir, amorfo, escondido, por momentos irracional y quizá hasta vergonzoso. Es un momento especial. ¿Por qué no atender su llamado?


III. Carne

Dado que los ensayos corren cronológicamente, el libro comienza girando en torno al ya célebre desacuerdo entre Giorgio Agamben y Jean-Luc Nancy, del cual se van desprendiendo algunas de las ideas principales del volumen: la reinstauración del poder soberano del estado-nación ante la crisis, la biopolítica autoritaria y la conformación de estructuras de poder y autorregulación a nivel micro, en donde todos tememos contagiar al otro o que el otro nos contagie. Insertada entre estos primeros textos está también la afirmación de Slavoj Žižek de que la pandemia constituirá un golpe mortal para el capitalismo contemporáneo, introduciendo así otro eje: el de los efectos de la crisis viral sobre los mercados, y la posibilidad de estar frente a una ruptura socioeconómica definitiva, un knock-out del que alguien no podrá volver a levantarse (¿pero quién?).

Dado que argumentos a favor y en contra de estas posturas iniciales, o en torno a los mismos ejes, retornan un sinfín de veces a lo largo del libro, supongo que no hará mal si les digo desde dónde leo esto. Creo que los primeros textos de Agamben, alertando sobre una “tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno” y llamando a las medidas de emergencia declaradas por el estado italiano “irracionales y completamente injustificadas”, fueron escritos subestimando terriblemente la situación. Sin embargo, tampoco son tan disparatados: los repetidos incidentes de recelo y hasta de violencia contra los pacientes, el personal médico y los hospitales designados para la atención del virus demuestran que efectivamente se está creando en la población un estado de terror que quiere conducir al aislamiento, a la supresión del otro que encarna el peligro de infección, así como la lúgubre figura del untador lo encarnara en tiempos de la peste. Si este temor puede desencadenar a futuro una tendencia al abandono de la vida pública tradicional (susceptible a todo tipo de contacto/contagio humano) en favor de una existencia digitalizada, aislada, inmaterial e impotente —como él sugiere— es algo que sencillamente no puede saberse ahora.

Para empezar, pienso que Agamben deja de lado la agencia del individuo en todo esto, así como el potencial de bifurcación y creación que existe en toda nueva situación (in)material con la que el ser humano se cruce. Por ejemplo, Lisa Gitelman describe en Always Already New: Media, History, and the Data of Culture las diversas formas en que el fonógrafo cambió de uso, de mercado y hasta de funcionamiento mecánico gracias a las intervenciones imprevistas de usuarios individuales que causaron pequeñas revoluciones colectivas. En otras palabras, Edison inventó el aparato, pero la gente decidió cómo usarlo mediante un proceso orgánico que tomó décadas. Del mismo modo, el estado puede decirnos qué hacer durante la contingencia sanitaria, pero cada quién decidirá cómo vivir el trance. Incluso si el estado de excepción viral se extendiera tanto que las directivas estatales pro-aislamiento (quedarse más en casa, digitalizar lo que sea posible de la vida laboral, cuidar el contacto físico, etc.) se convirtieran en tendencias culturales a mediano plazo, es imposible saber qué nuevas posibilidades de acción y creación encontrará la gente para reconstruir una vida pública desde abajo, en formas imprevistas por el estado. Declarar que la obediencia de la gente a las instrucciones del gobierno significa que “los hombres ya no creen en nada, excepto en la desnuda existencia biológica que debe salvarse a toda costa” me parece, por esta razón, demasiado apresurado. Después de todo, morir cierra la puerta a toda posibilidad futura de reconstrucción, y al menos a mí me interesa bastante preservar la posibilidad mía y de mis seres cercanos para estar aquí cuando ésta comience, bajo las circunstancias materiales que sean. Así como muchos otros a lo largo del libro, Agamben se la juega a ser visionario a partir de conceptos que ha estudiado previamente —la vida desnuda y la noción de contagio— sin permitir aparentemente que la especificidad del presente se desenvuelva, que los actores individuales pasen por el trauma inmediato del temor y arriben a un mañana donde deban asumirse como sobrevivientes y participantes potenciales en la construcción de nuevas alternativas extraestatales de vida.

El italiano no está solo en su tendencia a la profecía prematura. Quizá el ejemplo de Žižek sea todavía más escandaloso, pues allí donde Agamben pronostica movimientos difíciles de medir al nivel del pensamiento humano, el polemista esloveno predice el colapso del capitalismo global a nivel macro: la inclinación de la balanza a favor de “algún tipo de organización global que pueda controlar y regular la economía, así como limitar la soberanía de los estados nacionales”, esto a través de una postura opuesta a la de Agamben: una rebosante confianza en que las masas sabrán detectar (no detalla cómo) que las cosas no pueden seguir así. Byung-Chul Han acierta al denominar al ente invocado por Žižek “un oscuro comunismo”, puesto que el esloveno no arroja luz sobre el camino que habrá de seguir la llegada de esta nueva “organización”; sólo se abandona a la vaga esperanza de que “otro virus ideológico… se propagará y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa”. Esta analogía parece más simplona de lo que es, dado que integra el concepto de contagio antinatural como detonador de episodios transformativos (devenir-animal, devenir-imperceptible, etc.) en Deleuze y Guattari. Sin embargo, la idea resulta de una incompletitud pasmosa al no considerar el papel de las fuerzas reaccionarias del aparato estatal-mediático. La reciente derrota de Bernie Sanders en la contienda primaria del partido Demócrata debería ser una lección de gran fuerza: no importa si idearios semisocialistas alternativos se presentan en el momento justo de una gran crisis al interior del status quo capitalista: el aparato mediático todavía cuenta con la fuerza suficiente para prevenir el contagio masivo. Apoyados por los medios de propaganda cultural que representan su fachada espectacular, los poderes fácticos montan diques que contienen la inundación una y otra vez. ¿Cuánto podrá durar esta postergación del cambio? ¿Qué efecto puede tener en ella la crisis viral? ¿Es posible saberlo ahora? No lo creo. ¿Pero es posible saber lo contrario, como plantea Byung-Chul Han?: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte”. ¿Qué hay entonces de las pequeñas evidencias contrarias generadas desde la vida civil? ¿De los colectivos que han repartido comida entre los necesitados o entre el personal médico aislado? ¿De quienes mantienen refugios para los indigentes o las víctimas de violencia doméstica que no pueden “quedarse en casa”? ¿Qué hay del sentimiento —desarrollado por Bifo Berardi en uno de los ensayos más interesantes del libro— de que el virus no sólo nos separa entre sí, sino que también nos aleja poco a poco de la imperativa del trabajo acelerado, adentrándonos en una especie de parálisis mortal que podría representar la única salida de la lógica axiomática del Capital?

Para toda intuición que pueda tenerse sobre la coyuntura habrá en estos momentos una contraintuición. En eso consiste lo vigorizante de hilar ideas desde la crisis: que en su inestabilidad de horizontes pareciera permitir pensarlo o rebatirlo todo. Por eso mismo resulta sin duda decepcionante que tantos de los autores aquí reunidos decidan hablar desde la certeza, desde la afirmación de conceptos preestudiados, desde sus pesimismos y esperanzas usuales.

Más satisfactorio, por su honestidad ante la excepción del momento, resulta el principio del texto de Patricia Manrique, “Hospitalidad e inmunidad virtuosa”, donde emprende uno de los contadísimos ejercicios de metacomentario sobre su propia tarea y sobre la expectativa repentina de que todos los filósofos de cierto renombre digan algo en cuanto puedan:

Pensar filosóficamente un evento como el que estamos viviendo requiere, en primer lugar, tiempo… si corremos demasiado, podemos acabar dándole a todo lo que llega la fisionomía de lo anterior o podemos considerar acontecimiento, nacimiento de algo nuevo, a hechos sobredimensionados… al instante de haber sucedido algo, hay una plétora de opiniones sobre la cuestión, [las cuales reducen] la realidad a los parámetros de la o el opinante, un ejercicio de doma de la otredad de lo real.

Por supuesto, este comentario toma tintes todavía más irónicos a la luz de la labor compilatoria que da forma al libro, la cual, como ya dijimos, parece determinada a presentar lo más pronto posible un primer monolito de pensamiento sobre la crisis, haciendo el simulacro no sólo de que ya existen claves interpretativas para la coyuntura, sino que han sido aprobadas y autorizadas por la mano invisible de la industria editorial, cuando ninguna de las dos cosas es verdad.

Igualmente refrescante resulta el texto “Política anticapitalista en tiempos de COVID-19”, firmado por el geógrafo David Harvey, donde se examina la respuesta global al fenómeno desde los factores más medibles y concretos posibles: los económicos, realizando una crítica necesaria tanto a la tardanza de los estados —siempre cuidando la estabilidad bursátil— en admitir que era necesario tomar acciones de excepción, como al nulo interés de la industria farmacéutica global en invertir en medicina preventiva, puesto que “cuanto más enfermos estemos, más dinero ganan”. Asimismo, Harvey hace la aclaración —obvia para los lectores del sur global, pero al parecer no para todos los filósofos mayoritariamente europeos aquí reunidos— de que, si bien el virus es una condición biológica invariable, no por ello “nos iguala” ni “nos trata del mismo modo”, dadas las diferencias en prevención, atención, y posibilidad de adoptar medidas cautelares que se manifiestan en relación con los ejes usuales de clase y etnia (Manrique, Gabriel Markus y Judith Butler lo acompañan en este sentimiento, introduciendo un ángulo siniestro: el de la necropolítica involucrada en priorizar las vidas de la ciudadanía europea mientras se ignoran sistemáticamente las otras muertes que el capitalismo predador deja a su paso). Las últimas páginas de su escrito ya comienzan a jugar al profeta de nuevo, pero contienen una observación valiosa que casi nadie más hace aquí: la ganancia del “capitalismo Netflix”; es decir, la reafirmación de que grandes sectores sociales dependen de plataformas digitales de streaming o de entrega a domicilio inmaterializada para satisfacer cada vez más necesidades, desde la alimentaria hasta la del mantenimiento de una seminormalidad basada en la cultura de masas espectacular como soporte emocional.

Otros artículos dignos de mención son el de Paul Preciado, quien busca hacer irrumpir en el discurso público a la voz de Foucault, regresando a sus textos biopolíticos para examinar cómo la pandemia ha movilizado los artefactos soberanos para el establecimiento de fronteras hasta los límites individuales del cuerpo, aunque su visión es quizá demasiado vertical, como si no pudiéramos resistir ni ante el estado ni ante el pasado (como ya apuntaron Luciana Cadahia y Germán Cano en un muy buen artículo), y el de Alain Badiou, quien, si bien parece adorar al presidente Macron y pensar que gran parte del despliegue biopolítico del estado es “inevitable” —y por ello indigno de análisis—, al menos mantiene una semblanza de moderación y balance en sus juicios, llamando a postergar cualquier declaración de la llegada de revoluciones o apocalipsis. Asimismo, Badiou picotea al elefante en la habitación al hablar de la importancia simbólica y material de China como zona cero de la pandemia:

China es pues un lugar donde observamos el anudamiento… entre un cruce naturaleza-sociedad [se refiere al origen supuestamente animal del virus] en los mercados mal mantenidos… causa de la aparición de la infección, y una difusión planetaria de ese punto de origen, acarreada por el mercado mundial capitalista.

La asunción acrítica de Badiou de que la falta de higiene en los contactos entre animales y humanos en China es responsable del virus resulta sin duda incómoda. Suena a acusación. Y lo peor: viniendo de quien viene, suena a que el hombre blanco le echa la culpa a los demás, perpetuando procesos sempiternos de orientalización. Sin embargo, fuera de teorías vagas sobre laboratorios y bases militares estadounidenses, no hay nada que desdiga a Badiou. Pero centrarse en ese establecimiento del punto de origen es no comprender la idea, que más bien busca apuntar hacia lo incontenible de cualquier agente maligno en un contexto de capitalismo hiperacelerado. Narrar la expansión del COVID-19 es hablar de las innumerables instancias en donde la acción humana o estatal “se quedó corta” o “se quedó atrás” del virus, pues no pudo ni supo qué hacer para evitar la catástrofe sin propiciar la otra catástrofe, la económica. Y es que los virus se parecen a los mercados financieros globales en que se mueven mucho más rápido que nuestras instituciones, y son casi siempre invisibles. Dar cuenta de la crisis viral es también dar cuenta del lado oscuro de la maquinaria capitalista global, de los peligros inherentes a sus interdependencias territoriales, su búsqueda eterna del crecimiento a costa de la explotación y su imposibilidad de detener la máquina. Y querámoslo o no, sea Wuhan realmente la cuna del COVID-19 o no, hoy por hoy China también es la zona cero de ese lado oscuro del mercado.


IV. Guarnición

Dicho esto, ¿la portada y el título de este libro son racistas? Bueno, personalmente, no creo, pero admito que mi parámetro para este tipo de cosas suele ser bastante más laxo que el de la cultura contemporánea/tuitera/interseccional, así que quizá el asunto merezca un poquito más de análisis.

Primero, debería establecerse si identificar a China como el lugar de aparición incontestable del virus es una injusticia. Claramente no es un caso equiparable al de la gripe española, que varios han usado en redes para reinvocar la tendencia de los grandes centros del poder occidental a echarle la culpa de todo al marginado, el bárbaro, el otro. La gripe española comenzó a llamarse así porque su prensa fue la primera en reportarla, pues el lugar de sus primeras apariciones fue una base militar en Kansas, EE.UU., y sabemos que el gobierno estadounidense no es precisamente aficionado a la transparencia. Con el tiempo, el nombre se fue estabilizando contra la voluntad de España y hoy en día la gente se sorprende mucho si les cuentas la verdadera historia. Sin duda, actitudes petulantes y ofensivas como la de Donald Trump y la ultraderecha estadounidense buscan repetir tales efectos al llamar al COVID-19 “el virus chino” repetidamente. En tiempos donde la maquinaria estatal busca reactivar las facetas clásicas de su soberanía, volver a alzarse como un cuerpo político capaz de imponer fronteras claras con los demás y tomar decisiones inapelables al interior, separarse de la fuente del virus es imperativo. Ningún país quiere ser visto como el apestado, el infame untador que menciona Agamben; mucho menos el orgulloso y supuestamente impenetrable imperio estadounidense. ¿Pero toda mención o referencia a China como epicentro debe encender las mismas alarmas? ¿Toda arqueología o narración sobre los orígenes de la crisis es ya una reactivación de discriminaciones racistas?

El título del libro es sin duda una provocación, ¿pero a qué? Fuera del juego simbólico bastante sugerente de pensar el mito de origen del virus —la famosa sopa de murciélago— como una venganza animal tras milenios de explotación alimentaria, pienso que la mención directa a Wuhan funciona mejor si no la queremos entender como una adjudicación de culpa que condena a un pueblo; una repetición del milenario ejercicio de inmunización occidental ante el otro. Más bien, elijo verlo como una sinécdoque.

Wuhan no es una región genérica de China ni de Asia, sino uno de los centros manufactureros más importantes del mundo, sobre todo en el ámbito de las telecomunicaciones. Como apunta Harvey, las primeras oleadas de preocupación financiera por el COVID-19 no tuvieron mucho que ver con la salud de nadie, sino con la baja en la producción de Apple que causaría una cuarentena en Wuhan. Estamos ante una de las grandes fábricas globales que occidente utiliza para sus propósitos irreflexivos, al mismo tiempo que pretende no verlas. Estamos ante un enorme nodo del proceso de alejamiento mediante el cual el neoliberalismo colonial ha puesto tierra de por medio entre sus metrópolis culturales y sus centros de producción, a fin de seguir reproduciendo sus vicios por menos y menos dinero. Decir Wuhan no es hablar estrictamente de China, ni mucho menos del pueblo chino como culpable, sino del complejísimo conjunto de trayectos del capitalismo global que, acelerándose hasta la locura, ha venido a chocar en un cruce de caminos con un bloque imprevisto de biología pura. Ese cruce de caminos se llama Wuhan, pero los involucrados en el problema somos todos. Y todos deberemos hacernos responsables de la solución, cuyo ensamblaje no comenzará por espantarse y suprimir cualquier discurso que suene “inquietante” en términos raciales, sino por reconocer y nombrar las cicatrices que nuestra cultura va dejando en el planeta, delinear sus contornos, trazar el mapa político del desastre en que hemos devenido.

¿El virus será la llave que nos permita adentrarnos de una vez por todas en la selva oscura del cambio? Sólo lo sabremos en un largo tiempo. Lo único que sospecho es que nos haría bien comenzar a hacer acopio de valor.


Notas

[1] Mientras escribía el final de este artículo, ASPO publicó la segunda entrega de la serie. El libro se titula La fiebre y contiene muchos menos artículos de Gente Famosa en el plano global, concentrándose mayormente en producción hispanoparlante. También contiene un prólogo donde describe a Sopa de Wuhan, esta primera entrega, como un “catálogo de hipótesis”, lo cual no suena mal.

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