Leche caliente a las tres de la tarde, Ernesto Cardenal en una fiesta


En el Café La Blanca, de la avenida 5 de Mayo, en el Centro Histórico, solía sentarse el poeta Max Rojas a beber café y a presenciar el tránsito de la mañana. En algunas ocasiones lo hacía acompañado de jóvenes escritores que lo frecuentaban, y muchas veces lo hacía solo, con esa soledad irremediable que tanto disfrutó.  No dudo que, en algunos días importantes, el poeta haya escrito un puñado de versos sobre esas mesas.

Por este Café (y restaurante) —con poco más de cien años de existencia— también han pasado otros personajes, menos gratos para el país, como los presidentes Echeverría y Salinas. De este último se cuenta que era tan fan del café de La Blanca, que durante una gira por Italia le ofrecieron una taza de concurso mundial, y después de beberla exclamó: “Tan rico, como el de La Blanca”.

Este gustito lo hermana con su “amigo” Andrés Manuel López Obrador (el futuro presidente de México). Pues cuando el tabasqueño era Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal —que nunca debió cambiar de nombre— mandaba a pedir de La Blanca su desayuno, y su cafecito con leche.

Antes de ser lo que ahora es, este sitio sólo vendía leche. Hasta el día de hoy, muchos de sus clientes son veteranos de esa costumbre de beber café con leche —o leche sola y bien caliente—, sentados en las famosas barras con forma de óvalo, en los amables gabinetes, o en las tradicionales mesas.

Es curioso que, en el mismo día en que he decidido empezar a escribir esta columna, un señor como de setenta años esté tomando frente a mí —estoy sentado en una de las barras ovaladas— un vaso de leche con pan de nata. Fue una señal del destino, ahora lo sé, ésa era la señal y no otra: porque eran las tres de la tarde, cuando el viejito le estaba entrando deliciosamente a ese impune placer de sumergir el pan, humedecerlo hasta que la harina dulce se vuelva leche, y llevárselo a la boca con la cuchara. Aquel acto era el eco de un presagio que interpreté como inaugural.

Antes de que llegara la sopa de fideos y la hamburguesa con papas (pedí el menú “tradicional”, que mejor debería llamarse “económico”) necesitaba lavarme las manos. Así que le pedí a un hombre gordo, sentado a dos sillas de distancia, que cuidara mi mochila. La cual no estaba cargada de explosivos —por supuesto—, sino de algo muy similar.

Este señor se parecía al escritor Jorge F. Hernández, sólo que diez años más viejo. Hasta usaban el mismo tipo de anteojos. Aquí otra señal de destino: Por la mañana había leído la columna de J. F. Hernández que mantiene en el diario Milenio, la cual se llama “Agua de azar”. No es la primera vez que lo hago, con frecuencia leo sus columnas de El País, “Cartas de Cuévano” y “Café de Madrid”. Y además, lo sigo en Instagram. Antes, cuando tenía televisión en casa —es decir, cuando era necesario tener televisión en casa— Hernández aparecía muy a menudo en pantalla. Es uno de esos escritores que son invitados con muchísima frecuencia a dar su opinión sobre casi cualquier cosa, y la suya era una opinión bastante agradable.

Recuerdo una vez, hace muchos años ya, que escuché su presentación de un libro de la poeta Lina Zerón en la Feria del Libro del Palacio de Minería. Recuerdo que J. F. Hernández dijo que casi no leía poesía, mejor dicho, que no leía poesía —eso es lo que recuerdo, aunque podría ser que mi memoria me traicione—, pero que sí leyó la poesía de su amiga Lina Zerón. Me parece, al paso del tiempo, que lo que dijo o quiso decir es que la poesía le interesaba muy poco. Él es narrador y la narrativa le bastaba y le sobraba, fue la sentencia que resumí de su intervención. Aquel gesto de honestidad me inclinó a abrazarlo.

Cuando terminó la presentación, el escritor bajó de la mesa y yo lo abordé, le pregunté si le podía dar un abrazo. A lo cual me respondió: “¡Sí, a güevo!”. Y después se fue, rápidamente, porque tenía que participar en la presentación de otro libro. Por esos gestos de honestidad y camaradería, y por supuesto, por esa presencia bonachona tipo Santa Claus (pero no de Coca Cola, sino más bien de librería Gandhi) me cae bien, aunque debo confesar que nunca he leído un libro suyo.

Necesitaba lavarme las manos y el doble de Jorge F. Hernández estaba al lado mío leyendo el gráfico que le había proporcionado el mesero. Me levanté, y sobre mi lugar coloqué mi mochila. Llamé la atención del viejo, lo miré a los ojos, usé la palabra “por favor”, señalé mi mochila y me dirigí al baño.

Refunfuñó instantáneamente y comenzó a moverse como si alguien fuera a apuñalarlo por la espalda. “Oh diablos, ahora tendré que cuidar que nadie llegue por detrás”, dijo el señor, y agregó, con pesadumbre “así no se puede comer”, mientras se movía de un lado a otro esperando el ataque. Me limité a sonreírle (ya no podía hacer otra cosa) —una gota de sudor me escurrió por la frente— y me apresuré al baño.

Una ancianita limpiaba el lavabo, le supliqué que me diera permiso de lavarme las manos. La mujer me miró y una amplia sonrisa se dibujó entre sus arrugas. Noté que quería decirme algo y no se atrevía.

—Dígame rápido, dejé mi mochila con un señor gordo de mal carácter.

—Es que… quería pedirle…

—Sí, la escucho, dígame ya.

—Si… sólo si… no es mucha molestia…

—Ándele rápido.

—…¿me daría un autógrafo?

¡Qué onda con la viejita! Con quién me estaba confundiendo o qué. No lo sé. Tampoco quería ser grosero con ella, y muchos menos quería entretenerme más en el lavabo, así que accedí. Dentro de la mochila traía tres libros que había sacado de la Biblioteca Vasconcelos antes de llegar a comer a La Blanca, me inquietaba pensar que algún amante de lo ajeno fuera a robársela pensando que contenía algo de mayor valor económico.

La viejita me extendió una servilleta para limpiarme las manos, rápidamente estampé mi firma. “Mi hija ve todos sus videos, joven”, dijo la ruquita cuando le regresé la servilleta. No supe con quién me estaba confundiendo y no quise saber más, aunque muy en el fondo la vanidad me jugaba una mala pasada. Regresé a la barra, me senté y lo primero que hice fue decirle al señor gordo “ya ve, ni me tardé”. Ni siquiera le di las gracias. Para entonces ya nos habían traído, a él y a mí, nuestra sopa.

En la mochila estaban estos tres libros: El estrangulador de Manuel Vázquez Montalbán, Kubla Khan de Julián Herbert y, el más importante de todos, Cántico Cósmico de Ernesto Cardenal. El ladrón perfecto para hurtar mi mochila sería uno de esos subastadores del Rincón de la Cháchara, ellos sí sacarían el mejor provecho a un robo de esta magnitud poética.

Mientras comía mi hamburguesa recordé una anécdota que me contó un amigo poeta. Mi amigo había asistido a una fiesta en donde estuvo Ernesto Cardenal. La fiesta se había dado en la casa de la poeta Lina Zerón (sí, la misma a la que Jorge F. Hernández le presentó su libro). La anfitriona, según me contó mi cuate, gustaba (o gusta, no sé si todavía) de hacer inolvidables tertulias. Para esto, en aquella ocasión la dueña de la casa invitó a Cardenal, ella misma le pagó el viaje y todo lo demás, con tal de asegurar la presencia de tamaño poeta.

La fiesta, por demás, fue un éxito. Cardenal, sentado en uno de los excelentes sofás de aquella casa ubicada en uno de los barrios más exclusivos de la Ciudad de México, saludó a quienes se acercaban, charló como es debido, y se tomó un vaso de leche. Este ritual duró poco, el maestrísimo Cardenal se disculpó y se retiró a dormir. La fiesta, obviamente, continuó sin él, hasta muy entrada la madrugada.

Entrada previa Lunes
Siguiente entrada Escuchábamos Nirvana