I took a speed-reading
course and read War and Peace
in twenty minutes. It involves Russia.
Woody Allen
Algunas veces me parece imposible explicar por qué me gusta comprar libros. Comprarlos se vuelve un vicio aun mayor que leerlos. Pero, por desgracia, no puedo andar por ahí adquiriendo cuanto libro se me antoje. En mi librero, voy poniendo una moneda cada día, procuro poner más. Observo, con el paso del tiempo, esa alcancía invisible que va aumentando con monedas nuevas que luego cambio por billetes y, otras veces, disminuye mi ahorro por cosas más banales que la literatura —comida, por ejemplo.
En el transcurso, visito la librería; la mayoría de las veces no compro nada pero me entretengo pasando los dedos por los lomos acomodados en los estantes; intercambio opiniones con el librero, el cual siempre me da opiniones positivas —empiezo a sospechar que sólo quiere vender—. Guardo en mi mente el precio, el tamaño, la textura, la forma de cierto ejemplar. Luego, en mi habitación, cuento el dinero de mi alcancía y descubro que aún no me alcanza. Sigo ahorrando. Economizo; trato de no tomar la Coca-Cola diaria y caminar para guardarme lo del transporte público.
Al fin tengo el dinero suficiente. Voy a la librería y tardo, por lo menos, una media hora. Algunas veces, las más escasas, compro el libro que tenía en mente; pero casi siempre termino con uno que siquiera conocía. De regreso, en mi casa, le quito el emplayado y lo hojeo, leo la cubierta de forros y las solapas y observo la portada; lo acomodo de distintas formas en el estante y acaba en mi cama, junto con otros cinco que ahí descansan. Ése no lo leo hasta un mes después. Por lo regular, tengo algunos en fila que compré anteriormente. Cuando llego a la lectura de uno, ya lo conozco por las caricias y miradas coquetas que intercambiamos mientras leía otros.
*
Vi un anuncio que promovía la foto-lectura: «Lee 300 páginas en 30 minutos.» No puedo evitar dudar si eso se pueda. Leer diez páginas en un minuto, una en seis segundos, es descabellado. Investigué y vi que es algo que sí se puede, que sólo es cuestión de práctica, que no es tan descabellado. Y mi mente guajira que se desvía:Rayuela, en la edición que tengo, tiene 597 páginas. Imagino que alguien la lea en dos horas. Es injusto. Si a ese hipotético sujeto le preguntara sobre esa novela, ¿me contestaría algo coherente?
Después, vagando, pienso en los dos años que Cortázar se partió el culo para escribirla; en las horas que pasó sentado frente a una máquina de escribir; en su esposa que lo aguantó; en las páginas que pudo haber desechado. ¿Qué diría este fulano si le dijéramos que su libro fue leído en dos horas?
Y sigo: los meses sinsentido que he pasado leyendo; mi estupidez por hojear en vez de leer; el vacío existencial que me causan el montón de horas perdidas, horas que jamás regresarán: acariciar el lomo de un libro antes de abrirlo, observar la portada, leer páginas al azar, ver en qué fecha fue impreso, apreciar la tipografía…
Ayer compré una novela —de esas bonitas que edita Almadía— tiene 166 páginas; me costó doscientos pesos. Doscientos pesos que sólo sirven para quince minutos de lectura. Me siento estafado. Me gasté lo de mi supervivencia para tan poco; para un objeto que abandonaré en mi librero para después seguir con mi vida cotidiana. Como si nada. Así, sin que haya pasado algo porque no pude pasar nada en ese tiempo. Un libro hay que disfrutarlo —perdón por el cliché—. Nadie presume comer un taco en seis segundos.
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Siempre hay quienes se halagan por leer rápido; que presumen haber leído Los miserables en una semana, El extranjero en una ida al baño o La divina comedia en un viaje en tren. No sé si los envidie. Quizá, pero sólo un poco: me gusta idealizar la literatura como un lugar de pasillos largos y techos altos en el que se camina con la cabeza girando y a paso lento. El lugar perfecto para robinsonear.