Por David Cañedo Mesinas
Mi señora Martinica es tan desaforada…
Ella solo devora
como las piedras devoraron la columna de mi padre.
Yo tengo un miedo de convertirme en viejo armario apolillado
y me escondo en los pliegues ventosos del vientre
de mi señora.
Mi señora Martinica se transforma en cocodrilo
aquellos martes y domingos en los que mengua la luna.
Yo le tengo un pavor a la cocina que arruinó la figura esbelta de mi señora.
Ella siempre prepara dos o cuatro charolas con verduras y yo no como nunca
porque soy rico en falta de hambre.
Martinica es tan pesada que cuando yo la cargo en brazos se rompe al viento.
Ella me cala los huesos con sus garras y me lame la piel muerta
como golosinas colgantes.
Alza un lengüetazo que palpita y mis pies arden de un terror
por verla muerta y de un abatimiento
por vestirla de cadáver.
Mi madre me vistió una vez de niño suicidado
yo creía tan profundamente en la metempsicosis
que intenté rodarme por las piedras
y morir devorado por las piedras, igual que lo hizo mi padre.
Amo tanto tiritar mi cuerpo henchido
que el día de mi boda en el que llovió un golpazo
mi mujer quedó tan escamada que volviose papel de escamas
y sus cabellos quedaron trenzados en hielo y hormigas negras.
Es que es un no sé qué tratando de fingirse comezón o cosquilla
que me ata al corazón un moño verde y un amor escandaloso
por reptiles suculentos como mi señora Martinica.
Tan cansada está ella de ulular y acurrucarse
que se traga un bonche de canicas y tijeras.
Entusiasmada con la idea de mi resurrección
repta hacia los roquedales en busca de mi espinazo
mas siempre se regresa con el velo aún puesto
o despierta abruptamente y sin una gota de sudor.
Ilustrado por Tania Ríos. Conoce más de su trabajo en su perfil de Instagram.