Pensemos en otra película: 300 de Zack Snyder. Si recuerdan el final (no creo que sea posible spoilear una película que pasa en la tele cada 3 días), resulta que gran parte de lo que vimos fue el relato del único espartano que salió con vida de la batalla, Dilios, quien cantaba las loas del Rey Leónidas y co. para arengar a las tropas griegas en la continuación de su defensa ante la amenaza persa. Delios narra la historia de guerreros más grandes que él, pero al final también es parte de los legendarios 300 y, por lo tanto, es un héroe. Así es visto y tratado por las tropas griegas. Esto es una anomalía, por no decir una falla en el entendimiento de la narrativa épica dentro de la obra. El personaje de Dilios está basado en un espartano real, Aristodemo, quien efectivamente fue el único sobreviviente de los 300 tras la batalla de las Termópilas. Sin embargo, cuando volvió, nadie le consideró heroico ni pidió escuchar la historia de sus labios para arengarse. Todo lo contrario. Fue visto como un cobarde por no haber regresado a la batalla a morir con sus compañeros, esto a pesar de que Leónidas lo había mandado a casa por una infección en el ojo. Sus compatriotas lo juzgaron redimido solamente cuando peleó con la furia de diez leones y pereció en la batalla de Platea. En la épica, el héroe no es quien narra. Es quien lucha y muere para ser narrado.
Pero recuerden esto: alguien debe narrar.
¿Y qué se ha hecho de la épica hoy en día? ¿Dónde está? No me refiero, por supuesto, a que las historias de Ulises, Aquiles o ejemplos medievales como Beowulf hayan desaparecido. No, allí están, tienen su público (aunque se han dislocado de lo que era su nicho originario, el rito comunitario y religioso, para pasar a ser artefactos de la fantasía bélica tipo Game of Thrones, lo cual también es fenómeno digno de análisis). Pero esa es la épica que ha llegado a nosotros de otro lado, que ha atravesado siglos y que en nuestras manos se siente extraña o ajena, frágil y cubierta por una tenue capa de hongo. ¿Dónde está nuestra épica? ¿En qué momento revive en nosotros el instinto de enarbolar a un héroe o a un grupo heroico, de ondear una bandera o abalanzarse colina abajo, como un trueno, contra nuestros enemigos?
Big Fan (dir. Robert Siegel, 2009)[1] es la historia de un hombre que, como tantos otros, nació demasiado tarde. Interpretado por el comediante Patton Oswalt en uno de sus pocos roles estelares, nuestro protagonista se llama Paul Aufiero, y a grandes rasgos lleva una vida reconocible: la senda del perdedor. Su hermano es un abogado de medio pelo especializado en la clase de demanda oportunista que tan bien distingue al sistema judicial estadounidense, mientras que su cuñado es un ejecutivo de supermercado, pero ambos se sienten (y así son percibidos por el núcleo de mujeres de la familia, lo cual es incluso más importante) como triunfadores al lado de Paul, quien vive con su amarga madre y trabaja como guardia nocturno en un estacionamiento. En él tenemos a un hombre de inteligencia mediana y físico pobre, por lo cual su condición de fracasado, si uno no se fija bien, parecería la consecuencia obvia y natural de su existencia misma, así como la luna recorre sus fases o la leche se pone agria. Pero la tesis de Siegel es interesante: Paul Aufiero no es un perdedor porque sea objetivamente peor que los otros personajes del reparto (quienes, de hecho, son bastante repulsivos y mediocres también), sino por su nula motivación para salir adelante bajo los parámetros del “mundo real” tal como lo conocemos. Su código ético no encaja con el de su entorno: no le importa la precariedad de su empleo ni la escasez de su dinero ni verse forzado al onanismo serial por su completa soledad romántica. Las fuerzas que usa para levantarse de la cama cada día provienen más bien del código milenario de la poesía épica, ese que nos resulta extraño, ajeno, casi un motivo de burla cuando lo encontramos en nuestro andar prosaico. Su vocabulario se compone de palabras como “gloria” y “honor” en lugar de “ascenso” y “cuenta de cheques”. Seamos más escuetos: Paul Aufiero no tiene una vida propia porque ha decidido regalársela entera a su tribu, a su ciudad, a sus colores, al universo heroico de su elección. A los Gigantes de Nueva York.
Pero Paul Aufiero no es tan sólo un fanático empedernido de un equipo deportivo. De esos hay millones, como su patético amigo Sal, por ejemplo. En cambio, el personaje central de esta historia es esa otra cara de la moneda que dejé entrever al principio de este texto, esa persona que lleva en su ser la capacidad y la tarea de dar cierre al círculo del heroísmo épico. El héroe lucha; alguien más debe narrar. Sobre esta dicotomía se construye todo heroísmo, incluido el de los deportes: las gestas sobrehumanas sólo significan al realzar los valores y la percibida identidad de un grupo comunitario, ya sea que hablemos del mundo griego defendiéndose de los persas o de un par de ciudades gringas, Nueva York y Filadelfia, teatralizando su rivalidad fraterna mediante 22 atletas y una cancha. En el primer acto de la película se establece que Paul es algo así como un Virgilio de miniatura en el microuniverso de los Gigantes de Nueva York: después de cada partido, con ahínco religioso, escribe y pule un discurso con el cual llama a un programa nocturno de la radio donde abren el micrófono a los aficionados.[2] Y lo recita bien. Apartado de su cuerpo y de su aciago y opresivo clan familiar italoamericano, convertido simplemente en la voz de Paul, from Staten Island (nótese el epíteto geográfico muy al estilo de los poemas épicos, el cual además lo separa de su apellido étnico y lo americaniza por completo), nuestro personaje se transforma; de pronto surgen en él la precisión, la contundencia ausente, el impulso insospechado que quizás no quepa llamar fuerza pero que en definitiva es convicción y arrojo. Su amigo Sal lo dice en términos más claros al felicitarlo: “Yo quisiera poder hacer eso”. El espacio de la narratividad se convierte en la propia ocasión heroica de Paul, su llamado a la grandeza, el sitio mágico donde pasa de ser fracasado a respetado y hasta objeto de envidia.
Pero si es una verdad perenne que el héroe necesita del cronista, también es cierto (y todavía menos observado) que el posicionamiento de uno respecto al otro deberá ser por fuerza desnivelado, una historia de paralelos que dialogan sin colindar. Es por ello que la estructura narrativa de 300 no se sostiene del todo, por ejemplo, al igualar héroe y cronista. El primer paso para que un cronista decida asumirse como tal es la subordinación, la conciencia de que los talentos propios sólo tienen sentido a la luz de la grandeza del héroe, ese otro semidivino que quizá no puede relatarse a sí mismo, pero que a cambio tiene el don absoluto de la acción física. El cronista debe saberse inferior, pues es de dicha inseguridad de donde surge la fascinación que servirá de manantial para el lenguaje engrandecido que compone toda épica u oda.[3] El héroe y el mediocre se intuyen, se huelen y se saben necesarios el uno para el otro en el esquema composicional de las cosas, tantas veces dicotómico, pero no se tocan. Si se tocan, el edificio semántico colapsa y las consecuencias pueden ser desastrosas.
Suele decirse (a propósito de Borges, Lovecraft, Swift) que un buen método para crear relatos desconcertantes es convertir una metáfora o una construcción abstracta en algo encarnado y literal. En Big Fan, el acercamiento entre el héroe y el mediocre se literaliza hasta su punto de choque extremo, donde la divergencia entre las dos figuras deviene en catástrofe y dolor psíquico. Y bueno, también bastante dolor físico ya que lo pienso bien. Un buen día, Paul y Sal están comiendo pizza en su vecindario cuando ven a su ídolo, el ficticio linebacker Quantrelle Bishop, en la gasolinera de enfrente. ¿Qué demonios hace Quantrelle en Staten Island? Quieren averiguar. Lo siguen. Lo ven entrar y salir de una casa sospechosa en el barrio bajo de Stapleton y luego cruzan tras él el puente hacia Manhattan, donde su héroe se dirige a un table dance exclusivo. Pagan el desorbitado cover, entran. Allí lo tienen, rodeado por sus camaradas y una corte de mujeres en un lounge VIP del otro lado del cuarto como si fuera el Rey Hroðgar en el palacio de Herot. Sal y Paul salivan, se debaten; planean interceptarlo en el baño y fallan; nunca resulta clara la forma exacta de hablarle a un semidios; es como entrar a otro plano del espacio o cometer un crimen de carácter dimensional.[4] Al fin, abandonan los planes e irrumpen en la corte sin más; se acercan tímidamente al lounge VIP y se presentan ante Quantrelle como “grandes fans”. El deportista, si bien alcoholizado y drogado, parece amigable al principio. Les sonríe, pues gusta de ser admirado. Pero su sonrisa envalentona de más a Paul, quien decide relatarle la historia de la noche, de cómo lo vienen siguiendo desde Staten Island y lo vieron hacer una parada en Stapleton. Quantrelle estalla en un furor de paranoia. Es evidente que su visita a Stapleton fue para comprar drogas y cree que Paul y Sal son policías. El héroe ataca a su cronista con la misma fuerza irreprimible y unívoca que éste último tantas veces glorificara en la radio. Paul despierta en el hospital tres días después. Pregunta el resultado del partido. Los Gigantes perdieron; Quantrelle fue suspendido hasta nuevo aviso por el altercado y el abogado hermano de Paul lo presiona para que descarrile la carrera del agresor (y la temporada de su equipo) con una demanda. El héroe y el cronista se han destruido entre sí.
El trabajo cinematográfico y composicional de la obra es discreto, pero efectivo y ocasionalmente punzante. Resultan destacables en particular las tomas donde Siegel, de manera escueta y puramente visual, representa el apabullante aislamiento en el que vive Paul más allá de su único amigo, y en particular su incomodidad al interactuar con su familia. Desde la primera toma del filme, donde vemos a Paul de lejos, encerrado en la caseta de cobro del estacionamiento donde trabaja como si fuera la jaulita de un hámster, la cinta esboza el retrato de un hombre que ha decidido con inusual valentía vivir fuera de la normalidad y aceptar las consecuencias. En otras tomas vemos a Paul tapándose los oídos para no escuchar a su hermano, encuadrado solitario en el marco de una ventana o cubriéndose la cara con una cobija ante otra confrontación familiar (la cobija tiene logotipos de la NFL, simbolizando a la perfección el escape de Paul hacia la libertad post-familiar a través del deporte y su código ético alterno).
En otras tomas discernimos con claridad la angustia y el estrés postraumático por el que pasa Paul tras el incidente, cuando además de recuperar su salud y su confianza debe decidir si presentará cargos o no contra su ídolo. En una toma lo vemos despertar de una pesadilla con un enorme poster de Quantrelle sobre su cabeza como un espectro tormentoso o recreación fársica de la golpiza misma. En otra toma —que podría ser accidental, aunque no lo creo— lo vemos caminar por la calle con la cabeza gacha mientras distinguimos en la distancia un cartel con las palabras MALE EGO. La comedia en Big Fan a menudo es así: cruel y vista de lejos.
Para ser una película protagonizada por un comediante y cuyo guion está repleto de seres insulsos y patéticos, debo decir que Big Fan no me causa mucha risa. Tal vez se acerca demasiado a la verdad; y ni siquiera al tipo de verdad estruendosa que puede causar una revolución o al menos una gran carcajada, sino a una verdad más lánguida y vergonzosa sobre la neurosis moderna. Por supuesto, la gran mayoría de nosotros no somos fanáticos obsesionados con un equipo de americano, pero eso sólo significa que tenemos otra clase de código ético y por lo tanto otras obsesiones. La cinta de Siegel no glorifica ni detesta ninguna perspectiva. Hay una escena donde Paul se burla de su madre por guardar cientos de sobrecitos de salsa de soya en bolsas ziploc porque “tirar la comida es pecado”. Tan sólo por un momento, el fracasado del que todos se burlan se convierte en el burlón. La respuesta de la madre a la burla, sin embargo, restaura el orden normativo de las cosas: “Eres un chico enfermo, Paul, ¿lo sabías?” En otras palabras, ambos están locos, así como todos estamos locos, pero algunas locuras son más aceptables que otras en tanto que no subvierten el esquema de relacionamiento social y económico al que todos estamos sujetos, el cual queda exacerbado todavía más en sociedades como la estadounidense. Alguien a quien el dinero, el trabajo y le familia le importan un carajo no sólo es raro, sino que está enfermo, es una grieta en el sistema y el sistema intentará siempre absorberlo o aplastarlo. De allí el tono sorprendentemente contemplativo de Big Fan, en donde la odisea de Paul deja de ser el periplo ridículo de un chiflado para convertirse en un tratado sobre las decisiones humanas y la lealtad, sobre la incongruencia de varios estilos de vida dentro de una sociedad de consumo, sobre la libertad en tensión con la normatividad, sobre el dinero y la violencia en relación con la masculinidad y sobre ciertos peligros intrínsecos del esquema héroe-cronista, sobre todo cuando sus jerarquías se rompen. Por momentos hasta trata de futbol americano.
En otros tiempos, quizá en la Edad Heroica de los griegos o apenas hace un par de siglos en los campos de Austerlitz o Waterloo, naturalezas como la de Quantrelle Bishop habrían derivado en un héroe de guerra genuino, y alguien como Paul Aufiero podría haber sido un fiel subalterno o incluso un destacado relator o director de propaganda. Sin embargo, por medio de la erosión semántica de la modernidad tardía, lo que nos queda del heroísmo tradicional es un simulacro, una sombra o una miniatura de lo que alguna vez fue. Big Fan tiene mucho de la estructura narrativa de una tragedia shakespereana, por ejemplo, pero no lo es. Los elementos que nos harían hablar de tragedia en otro lado —despertar nuestra compasión, incluir errores de juicio y desembocar en un acto final catártico y con consecuencias indeseables— quedan aquí reducidos, suavizados por el hecho de que todo esto pertenece al ámbito del deporte, que es decir del ocio o del juego, aunque subjetivamente pueda vivirse como la guerra se vivía de antaño (mientras tanto, para nosotros la guerra real es innombrable, un vacío privado de toda humanidad y sentido comunitario).
A nuestros laberintos cotidianos les hemos fabricado situaciones y obsesiones que no son de vida o muerte, pero que así parecen cuando recaen en uno. Esa maldita necedad de sentir algo. No hay remedio, uno solamente puede vivir en donde la vida lo puso y observar el espectáculo desde su palco particular, así la consecuencia sea lucir mezquino, banal o enfermizo. Quizá esa sea la mayor virtud de Big Fan más allá de sus sólidas actuaciones y lenguaje visual: que al narrar la historia de un hombre dispuesto a vivir conforme a su propia ética y así atentar contra la normatividad, termina por revelar con precisión las hipocresías y las incongruencias del otro lado, de los normales y los aceptados, haciéndonos notar por un segundo que los ritos diarios de la modernidad en realidad hieden a plástico: son pelucas y antifaces de colores apilados en un guardarropa sin fin.
Notas
[1] Yo no les dije que la película está aquí.
[2] Un show del formato Sports talk radio, tradición de mucho abolengo en el deporte estadounidense. Cada ciudad tiene el suyo.
[3] Si les interesa todo este tema de la épica, su historia y su construcción literaria, les recomiendo revisar Heroic Song and Heroic Legend de Jan de Vries y The Epic Hero de Dean A. Miller.
[4] De hecho, el casi-encuentro que tienen con Quantrelle en el baño es una premonición del terrible malentendido por venir. Se supone que el baño será el lugar perfecto para acercarse al ídolo puesto que en el baño todos somos iguales. Será más natural, dice Sal, pues “sólo seremos unos tipos orinando y haciendo plática”. Pero Quantrelle sale apresurado del baño en cuanto los amigos entran. No ha usado el urinal siquiera. Por la manera extraña en la que inhala y se toca la nariz al lavarse las manos, nosotros intuimos que en realidad fue allí para meterse cocaína. Nuestros protagonistas ni siquiera sospechan la verdadera naturaleza, la verdadera intimidad de su héroe. Sin importar cuánto se acerquen a él, sus entendimientos nunca coincidirán, pues nunca pertenecen al mismo plano discursivo, todo se reduce siempre a un error de cómputo entre códigos incompatibles.