por Alexandro Porras
Cuando se despierte el escritor en todas las personas, vendrán días de sordera generalizada y de incomprensión
–Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido
En un instante se diseminan partículas casi invisibles a una velocidad que asemeja un auto deportivo. El factor de contagio es exponencial si imaginamos el suceso repetido en distintos tiempos y espacios. Lo anterior aplica para el acto reflejo que llamamos estornudo, con el cual se propagan los virus y las enfermedades, aunque también ilustra la transmisión de un meme a través de las redes sociales. Sólo existe una diferencia: el fenómeno digital es incluso más rápido.
Como medio de comunicación, las redes sociales abrieron la posibilidad de la polifonía. Fueron carcomiendo el poder de los medios oficiales y crearon un espacio de expresión sin límites, donde se podían adquirir visiones diversas de un mismo acontecimiento. Gracias a ellos, se develaron los enfoques sesgados de otros medios y también se incrementó la velocidad en que viajó la información. En un instante, incluso previo a los noticiarios matutinos, el acontecimiento podía llegar con pormenores a una gran cantidad de personas. Así pues, se creó una independencia del receptor para buscar, con facilidad y eficiencia, un emisor nuevo más allá de la radio y la televisión. Sin embargo, al mismo tiempo se gestaba una época de sordera generalizada.
En las redes sociales se forma la ilusión de igualdad suprema; todas las opiniones son igualmente válidas, pues los entes que las expresan se despojan de sus cualidades y se reducen a un nombre (pseudónimo en ocasiones) y a una fotografía. Entonces, las cajas de comentarios se extienden impunemente con una variedad de sinsentidos, frases sueltas en la inmensidad de una plataforma. Ni siquiera la función de “responder” puede suprimir el ruido y la furia desenfrenada en los comentarios, pues ahora se producen vertientes infinitas. Así, las redes sociales forjaron una especie de torre de Babel que aún no ha sido derrumbada, pero ya ha provocado la incomprensión y el bullicio.
Con esa tendencia, comienza la guerra por el prestigio. Si bien las plataformas reúnen perfiles aparentemente iguales, también crean una estructura social, un paradigma en el que se otorga prioridad al más influyente. De esta manera, un mensaje, una respuesta, una imagen o un video toman relevancia en cuanto al número de reacciones o comentarios. Hoy las reacciones se han diversificado en busca de la riqueza de significados, pero el resultado es el mismo: mientras más entes visualicen tu publicación, mayor será tu prestigio. Por esta razón, se ha creado una necesidad por gustar, antes que por ser verídico. Se busca una reacción más que la difusión de datos y acontecimientos. En pocas palabras se ha formado la compulsión por volverse viral.
Hoy por hoy las empresas intentan posicionarse en las redes sociales como estrategia de ventas. Su técnica de publicidad comienza por sus propios perfiles: Facebook, Twitter, Instagram o incluso YouTube. Para ello, requieren la tendencia, es decir, propagarse primero en esos medios crecientes, inocular al espectador con imágenes o frases.
Los medios de comunicación y cualquier persona buscan el mismo objetivo. Los primeros, derrotados por la nueva tendencia, pretenden gustar simplemente, inyectar sus contenidos en las venas hospitalarias de las nuevas generaciones. Crean rescates imaginarios después de un sismo, difunden información falaz sobre medidas sanitarias, o bien, desafían a las autoridades de cualquier rango con el fin de provocar la propagación de su postura. Olvidados por las nuevas generaciones, la televisión y la radio no imponen ya un punto de vista, sino que configuran una historia para regresar al panorama. Por otra parte, un ente cualquiera navega y difunde contenidos en las redes sociales con la intención de contagiar sensaciones. En el proceso pierde su identidad y el contenido se vuelve anónimo entre el oleaje de la red. En ambos casos las publicaciones son sólo estornudos, más o menos calculados, que intentan contagiar audiencias. Infectan, no contactan, a una serie de personas que va más allá de una lista de amigos.
El meme representa el mecanismo viral por excelencia. Su efectividad radica en el tono humorístico y la alusión a elementos por todos conocidos. El meme es la búsqueda por el lugar común; es una generalidad que absorbe las particularidades de los visualizadores. Si un meme hace sentido y provoca risa, implica que se conocen los elementos y se adoptó bien la lógica de una escena o de una imagen. Se trata de un chiste local contado un millón de veces con la mecánica de un estornudo.
Con eso en mente, la pandemia de COVID-19 no es más que la realización de nuestro paradigma. Es el tercer deseo de nuestra pata de mono; el cumplimiento de la propagación viral. En otras épocas las pandemias ilustraron la selección natural y el ciclo de vida. Ahora también ejemplifican la mecánica de una sociedad, la tenue esperanza de un ente al ingresar en una plataforma infinita. Y el deseo lo comparten todas las individualidades.
En un principio se creyó una obsesión particular de los millennials, pero los centennials la continúan, mientras que la generación X y los baby boomers, al denunciar, descalificar y ridiculizar desde su trinchera, promueven el mismo ruido e incomprensión. También pretenden viralizar su rechazo a la nueva tendencia.
Por esa razón, no sorprenden las fiestas de contagio masivo, las aglomeraciones, las compras impulsivas o la dificultad para acatar las instrucciones de las autoridades sanitarias. No se trata de la idiosincrasia de un país, sino de una práctica inherente a toda una generación. Nuestra compulsión de estornudos se transmite en el mundo virtual y en el real: “si hemos de morir de cualquier forma, hagámonos virales antes”.
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Ángel Alexandro Porras Ortega (Ciudad de México, 1995). Cuentista, redactor y corrector. Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Se considera un cazador de convocatorias y un colaborador ocasional del mundo editorial. Las publicaciones en las revistas El Gallo Galante y Tlacuache son ejemplos de lo primero, y sus textos en la revista de arquitectura Mejores Acabados ilustran lo segundo.
Arte: David Goodsell