por Noé Carrillo Márquez
Desde la infancia se nos dice que hay que estudiar. No sabemos por qué, nadie nos explica las consecuencias, pero se sabe que hay que estudiar; así, “hay que estudiar”, como una obligación extrínseca; no “se debe estudiar”, como una fuerza intrínseca. A lo más que se especula es quesque para tener un mejor futuro, pero ya se sabe que no es así; la perspectiva de la educación como trampolín social es un mero rescoldo de baby boomer, porque tener una licenciatura no garantiza ya nada en términos económicos. Entonces, ¿para qué estudiar?
Sin duda la respuesta a esta pregunta nos enterraría bajo cientos de páginas como al director Skinner y desbordaría el propósito de este pequeño escrito. Reformular el quid del asunto (¿qué pasa si no se estudia?) también nos acercaría a las mismas conclusiones, pero el camino es igual de largo y sinuoso. Y así son este tipo de cosas, ¿no? Cuando se habla en abstracto, las ideas se quedan flotando y parece que la discusión se llena de aire. Hablar de temas tan importantes o nos entierra en libros o nos levita en generalidades.
Encapsular las implicaciones de estudiar o no estudiar es difícil, aunque con unos buenos papers estadísticos podría uno acercarse a la frase favorita de chicos y grandes: datos duros. Queda claro que toda esta verborrea probatoria está fuera de mis capacidades personales; no obstante, de vez en vez pasan eventos que develan empíricamente la puntita de cuestiones gigantes como la que menciono y nos permiten recolectar un tipo de muestreo temporal sobre dichos paradigmas, por ejemplo, la pandemia del COVID-19.
Cuando el virus comenzó a propagarse fuera de su origen, inmediatamente comenzaron a llamarlo una “pandemia”, palabra hermosísima lingüísticamente hablando: pan-demos, que sería “todo el pueblo”, o sea que nos contagiamos todos; y, por otro lado, el falso cognado también se nos filtra por alguna grieta imaginativa al pensar que pandemia es pan (todos) y daemonium (demonios), como si la propagación del virus fuera la de todos los demonios al puro estilo de Pandora. En fin, pandemia implica la extensión geográfica del virus a todo el mundo, ¿no? Es curioso ver cómo existe un hambre feroz por hacerse del adjetivo “internacional”; cualquier escritor que alguien leyó en Colombia o una empresa que mandó un paquete a Argentina o este mismo escrito, que por medio de un sólo click alguien en Kazajistán puede leer, inmediatamente quiere llamarse internacional porque #globalización. Pero ¿realmente dónde está la frontera para llamar algo internacional? ¿Saben? Es como cuando dices que llevas años de ejercitarte cuando apenas ayer cumpliste 2 años de hacerlo. En fin, lo que más me causa comezón es la trampa del internacionalismo. Adjetivar algo como internacional no implica que esté en todo el mundo; y, aun si así fuera, ¿por qué para referirnos a un hecho general, planetario, insistimos en expresarlo en términos de naciones? Es decir, cuando decimos que el virus es internacional, se asume que le está pegando a todos parejo, pero ¿en realidad es así?
El 27 de mayo de 2020 se publicó un estudio que vino a confirmar mis intuiciones: “Mortalidad por COVID-19 en México. Notas preliminares para un perfil sociodemográfico” por el doctor en ciencias sociales Héctor Hiran Hernández Bringas (CRIM-UNAM). Si les da flojera, aquí el primer resumen periodístico. El dato que rescato es que el 71% de muertos por COVID-19 en México tenía escolaridad de primaria, preescolar o nula. Revelador, ¿cierto? El nivel de educación se nos reveló como un factor de riesgo más: si tienes baja educación, eres más propenso a morir. Pero ¿por qué?
(Como alguien que sólo tenía la secundaria [chafa, pública y del EDOMEX] a sus 25 años y que después pudo hacer mucho catching up, pretendo no subirme a ningún privilegio educativo como plataforma para acercarme a este tema. Advertidos están.)
¿Cómo se relaciona la educación con la mortalidad en este contexto de pandemia? La primera intuición es que pues alguien que no cursó biología, por ejemplo, no entiende lo básico sobre un virus o su diferencia con una bacteria u otra cosa parecida; vaya, pensamos inmediatamente que tiene que ver con falta de conocimiento… y sí, pero no es lo único. Al educarse también se aprenden (o mejor dicho, se aprehenden) habilidades que resultan de ayuda en situaciones como la que vivimos. La escuela provee conocimiento, sí, pero no sólo eso.
Por un lado, es cierto que con una baja educación escolar es probable que no se tenga acceso a empleos “bien posicionados”, que ofrezcan no sólo retos cognitivos y un mejor ingreso fijo (que repercute en mejor alimentación), sino también un seguro social y la posibilidad de mayor ocio. Todos estos son factores que influyen en el perfil de afectados en el país. Sin embargo, mi aproximación va por otro lado.
Cuando se platica con quienes desafiantemente no usan cubrebocas o se observan los videos virales donde se expone a personajes con el mismo perfil, es común escucharles decir “yo no creo en eso” o “son inventos del gobierno”. Desde ahí me llamó la atención por qué no creen, e intuía que eran personas que desafortunadamente no tenían la prepa terminada. ¿Por qué esto? Hasta donde tengo entendido, oficialmente es obligatorio terminar el nivel básico (primaria y secundaria) y el medio superior (preparatoria), independientemente si son en públicas o privadas. Entonces mi sospecha me condujo a imaginar un escenario: ¿alguien con la prepa (de calidad) expresaría que no cree en el virus o se mostraría tan renuente a autodisciplinarse? Les recuerdo que el 71% de muertos por COVID-19 en México tenían una escolaridad máxima de primaria, es decir, ni siquiera el nivel básico terminado.
Como ya había dicho, desde secundaria y prepa se estudian química, biología y física (o en orden descendente: física, biología y química –aunque no lo crean, este orden es tema de debate entre docentes). Y, de manera muy somera, se aprende cómo funciona un virus, nos sorprendemos al observar células bajo el microscopio y comprendemos el funcionamiento de la vida biológica: algo que se procura su alimento, algo con independencia motriz, algo con sistemas nerviosos, etc. Desde aquí se aprende que existen universos invisibles a nuestros ojos, tanto en la infinitud fuera del planeta como en el universo celular y atómico. Aunque no lo comprendamos del todo, sabemos que hay cosas que existen independientemente de nuestra percepción. Repito, ¿asegurarían que no existe el coronavirus?
Junto a esto estaría la filosofía. ¡A cuántos no nos dejó pensando por días el popular paradigma del árbol que cae en medio del bosque! En su momento fue un lindo ejercicio de pensamiento, pero en realidad se trata de una pregunta que nos obliga a exponer si nos inclinamos más hacia el idealismo o al materialismo, filosóficamente hablando… porque si el árbol cae, pero nadie lo vio/escuchó, ¿realmente cayó? ¡Cuántos de nosotros no comenzamos a ver uno que otro hilo idealista bajo el cual pendía la religión que pregonaban nuestras propias familias! Incluso, ¡cuántos no aprendimos con las paradojas de Zenón o Epicuro que existen problemas cuya solución es inexistente e innecesaria! También cuando damos nuestros primeros pasos con lo silogismos aprendemos que una afirmación puede ser verdadera pero no válida y viceversa, y en ambos casos se invalida como argumento. Todo esto, que es poco en comparación con la licenciatura en filosofía, resulta muchísimo para un estudiante adolescente promedio porque se aprende a que no se puede sostener un diálogo con un “es que no creo en eso”, pues la fe (que todos necesitamos y ejercemos, don’t get me wrong) es la trampa sofista más chafa que muchos utilizan para no exponer su ignorancia o egoísmo. Con el árbol caído se aprende que hay cosas que existen independientemente de nuestra consciencia de ellas, independientemente de que nuestros sentidos puedan percibirlas. Incluso aprendemos a desconfiar de nuestros sentidos, pues son subjetivos y limitados, y entendemos de facto que hay cosas que existen aunque no las podamos ver. ¿Alguien con la prepa declararía sin tapujos “eso no existe” o “mi dios me cuida de contagiarme”? Pienso en las barras de Pradera: “Eso no existe. ¿O acaso tú has visto algún muerto por coronavirus? Yo al chile no. Esa madre no existe”. (sad face)
Otra materia que pareciera no tener ninguna injerencia en el asunto es la literatura. Y no hablo de que hayan tenido la suerte de leer La peste, El amor en tiempos del cólera o Ensayo sobre la ceguera, sino de las implicaciones de leer literatura en general. Por un lado, y parafraseando a Ángela Rosas (autora en esta misma revista), la literatura te permite ir en tres direcciones: a) hacia arriba, porque la literatura recoge muchas de las grandes reflexiones, teorías e ideas sobre la condición humana pero te las da regurgitadas; b) hacia adentro, porque a diferencia de otros campos del saber donde estudian su asunto como objeto de estudio, en las humanidades el objeto de estudio es el propio sujeto de estudio, cuando leemos a alguien también nos leemos a nosotros en lo individual y como especie; y c) hacia al lado, porque leer tantos escenarios, tantas historias, tantas posturas y tener tantos diálogos con uno mismo, crea un pequeño sentido de empatía por el “próximo prójimo”, como dice el viejo Benedetti. Por otro lado, llevar lite o taller de redacción o comprensión de textos al final apunta a incrementar nuestra capacidad lectora, a entender realmente lo que se lee o se escucha. Suena tonto, pero la baja comprensión comunicativa que impera en muchos espacios del quehacer humano es una realidad. Piensen en los periodistas en las mañaneras de AMLO, por poner un ejemplo reciente y próximo al tema. Y es que una cosa es saberse las letras, pronunciarlas juntas en palabras y leer párrafos, y otra muy distinta saber leer. Una mala y/o baja educación crea analfabetas funcionales (yo fui uno) y una buena educación preparatoria crea lectores capaces de entender prácticamente cualquier texto: la función de la PREPARAtoria es PREPARARte. Si dudasen de esto que les platico, los invito a un día ir a pararse a un juzgado del EDOMEX y escucharán cómo los menos preparados dan su declaración con muchísimos loops o gaps léxicos y narrativos que debilitan su argumento. Una tercera habilidad que nos desarrolla leer literatura es la capacidad, quizá renuente, de estar inmóviles y en silencio por horas en un mismo lugar al leer una novela. Tal tolerancia a la soledad, al silencio y a la estasis son oro en esta pandemia. Y me pregunto ¿alguien con buena prepa, o sea bien preparado, caería en los clickbaits de portales de noticias que súpertransmiten mal la información?, ¿alguien que lee podría ser tan irresponsable de ni siquiera ponerse un cubrebocas?, ¿alguien que tiene el hábito de leer por horas estaría tan desesperado por salir a la calle?
Entonces, un primer kit de sobrevivencia que nos brindaría la prepa sería la educación: educere (conducir, guiar) y exducere (sacar hacia afuera), o sea ser educado es literalmente ser conducido o guiado hacia fuera… de la ignorancia. Tan sólo invoco 5 de las posibles 12 materias normales en la prepa, pero estoy seguro que las demás asignaturas también aportan su granito de arena. Ahora trataré de bosquejar un segundo kit de sobrevivencia derivado de la educación y que pasa desapercibido.
La escuela, por su propia naturaleza, brinda una serie de experiencias que, sin saberlo ni quererlo, forman o desforman al estudiantado. Aquí rescato sólo un puñado con base en sus posibles implicaciones en el combate a la propagación del COVID-19.
El primer punto sería definitivamente la disciplina. Todo el régimen de la secundaria y la prepa te disciplina. Las entrada y salida de la escuela, los cambios de materia y salón, los recesos y el hecho de tener que crear nuestro horario de clases te enseña a respetar límites y a hacerte responsable. También la gran carga de trabajos y tareas ayuda mucho. Con cada uno hay que seguir instrucciones precisas, una y otra vez; si no, hay penalizaciones. Seguir instrucciones no es poca cosa. En didáctica se nos enseña a dar instrucciones: enunciar los pasos, usar vocabulario ad hoc, hacer pasos económicos, luego pedir a uno o dos alumnos que repitan las instrucciones; sólo después se entrega el ejercicio, porque al revés (está probado) no escuchan o malinterpretan las instrucciones, pues se distraen viendo la hoja de papel. Conforme se avanza en los niveles educativos se va fomentando la autogestión en tareas y el alumnado concientiza que es su deber investigar. Y me pregunto ¿acaso alguien que pasó por primaria, secundaria y prepa, o sea 12 años de instrucciones y horarios, estaría más capacitado para aprender a ponerse un cubrebocas correctamente?
Y no sólo es el aspecto de la disciplina y seguir instrucciones correctamente (Foucault nos perdone); convivir con 20-30 personas más a diario tiene sus retos. Si se llega tarde, se interrumpe el flujo de la clase y eso tiene un costo, en términos económicos, de horas-hombre: podrán ser 30 segundos pero multiplicado por las 30 personas del salón, la llegada tarde implica la pérdida de 15 minutos ajenos, 15 minutos que no hay manera humanamente posible de devolver. Se aprende que tus actos tienen consecuencias con respecto a los demás. Se aprende coercitivamente, es cierto, pero ¿no hubiera servido esto a los que llegaron a decir (y aún dicen) “es mi vida, ¿tú qué te metes?” porque no dimensionan la responsabilidad social?
Con la exposición a más personas no sólo me refiero a los compañeros, sino a ciertos docentes. Digo “ciertos” porque no son todos. Casi puedo asegurar que todos aquellos que tuvimos el privilegio de estudiar, en algún momento nos cruzamos con alguna profesora y profesor que nos inspiró, que nos transmitió humanidad, que incluso nos arropó y tomamos como una fuente confiable de información y de ética. Para los que no venimos de familias educadas ni éticas (aunque sí muy moralinas), estos docentes representan una luz y una posibilidad de ver el mundo diferente al de nuestro entorno o contexto social. No puedo decir que cambian tu vida, pero al menos te posibilitan el crear un juicio propio, gracias a la confrontación de figuras autoritarias en nuestro proceso de crecimiento, nuestro propio coming-of-age. Al menos se aprende que la familia no por ser familia tiene la razón en todo. Si en mi contexto, por ejemplo Santa Úrsula o Nezahualcóyotl, una gran cantidad de personas, incluso familiares, no usan tapabocas ni se toman el tema seriamente. ¿No me serviría a mí tener otros referentes de información, por ejemplo una profesora de química, que sí están informados adecuadamente sobre la pandemia? Hay que hacer una red social nutrida para poder escoger a nuestros mentores: make kin, not kind, como dice Donna Haraway, porque tristemente hay más pequeñas Matildas Wormwood en el mundo de lo que uno querría.
Finalmente, mi punto es que tener el privilegio de estudiar la secundaria y la preparatoria brinda no sólo conocimientos, sino también habilidades, y que el roce con otras personas y otros conocimientos te permiten no sólo estar mejor preparado para eventos como la pandemia, sino también para combatir ese solipsismo referencial que tanto lacera a quienes no tuvieron las condiciones necesarias para acceder a una educación media de calidad y completa. Por eso no es gratuito que el 71% de muertos en México por COVID-19 tengan una escolaridad tan baja y, muy probablemente, de mala calidad. Es que no estudiar no sólo te vulnera para entrar a la piscina de la competencia laboral y académica, sino que te expone más en eventos catastróficos. La baja y mala educación, científicamente, es un factor de riesgo (amén de los cretinos de siempre, que en este caso serían los covidiotas educados. Recuerden: lo doctor no quita lo pendejo tampoco).
Entonces, cuando dicen que la pandemia es internacional, que a todos nos está pegando, es una mentira. Se está llevando a los menos preparados, a los más pobres, a los más necesitados, a los olvidados, a los desechables, a “los nadie”. Basta con ver los números en Estados Unidos, donde la mayoría de muertos son latinos y afroamericanos. El adjetivo “internacional” oscurece esta realidad porque no es a todas las naciones y sus habitantes parejo, sino a los desamparados de cada nación, ¿ven la diferencia?
c/s
Noé Carrillo. Escribo para hacer amigos. Así de patético soy.