…y preñarnos de becerros no-natos.
El lector es alguien inasible, difícil de abarcar con la mano; un ingenuo que intenta ser Dios; un vaso que nunca se llena de palabras destinadas al olvido. Un personaje más; a veces, un protagonista. Un ser desesperado que tira el montón de páginas por la ventana y maldice a todos. Está el que prefiere los libros delgados, los de una sentada, por su capacidad omnisciente de abarcar la obra en poco tiempo, en lo que dura la memoria. El lector de microrrelatos que los guarda en los recuerdos para después descubrir el mundo en tan poco; otro fastidiado que cree que son un chiste, un juego del ingenio o una tomadura de pelo de algún ocioso que intenta ser artista. El que lee es un tonto. Siempre lo es: intenta vivir lo que no puede. El de novelas colosales sólo lee clásicos de mil páginas, el voraz que no sale de su habitación, antropófago que intenta descifrar en los libros el destino, y si lo logra, siempre es demasiado tarde. El de novelas románticas que guarda frases bajo la almohada. El lector post-coito de poesías. El de voz alta. El que oye. El que no oye. El de una mirada. El que presta atención. El que no le importa nada, que no se detiene en los detalles que le presenta el rededor de la obra, que sólo lee literatura negra o de terror: leer más rápido para saber cuál es el final; lo demás es sólo relleno. El espejo de éste: el que va a paso lento, que saborea las palabras, que lee a Joyce y a los rusos. (Y, nunca en la vida lo olvidemos, el del pasillo de novedades del supermercado.) El que relee. (Releer es buscar el tiempo perdido.) El de libreta en mano. El que hace anotaciones: «Aquí hay subtextos míticos». El que subraya. El que lo cree pecado porque los libros le son sagrados y se escandaliza por doblar la página. El que busca respuestas: cómo convertirse en un donjuán o en un ser millonario o experto eludiendo la depresión o cómo escribir una novela (todo se vende por separado); con su constante hambre de instrucciones para la vida. Siempre es fácil poner el botón de pausa: cerrar el libro, ir al baño y regresar. Las letras esperan apretadas unas con otras. El que lee en el transporte, que no desperdicia su tiempo y le vale un pepino lo que pase tras la ventanilla. (Y no hay nada más esnob que un lector de regadera.) El de plazas comerciales. El del cine. El pretencioso. El humilde. El vago que sólo hojea el libro y su actividad es más fetichismo que otra cosa. El que usa el libro como papel sanitario. El que no lee.