La importancia del odio


por Iván R. Meza

para Josué Barajas

He venido, feliz como los ríos,
cantando bajo un cielo de sauces y de álamos
hasta este mar de amor hermoso y grande.

–Rosario Castellanos


Mañana será la primera vez que vaya a la marcha del orgullo LGBT+. Es la décima marcha que se realiza en mi estado, San Luis Potosí. No había motivos concretos por los cuales yo no hubiera asistido antes, era simplemente que no lo consideraba importante, o al menos, no tan importante para mí. Carecía totalmente de sentido que yo me presentara allí. Creía, tontamente, que ya estaba todo hecho, que el matrimonio había sido reconocido en las actas en 2019, y que poco más quedaba por hacer. Era muy ingenuo.

Nunca he vivido en un closet oscuro y aislado, el mío era más bien un closet hecho de cristal, un vidrio resistente y grueso, pero a fin de cuentas transparente, en este closet yo fingía que nadie sabía que yo era gay, y los demás hacían como que no se daban cuenta que lo era. Me parecían horribles y anacrónicas esas historias desgarradoras de chicos y chicas siendo desterrados de sus casas con un poco más de lo que llevaban puesto en ese momento. Se me figuraba algo lejano y ajeno a mí. Tuvieron que pasar muchos años para que entendiera que mi realidad no es necesariamente la de los demás. Que todo puede ser mucho peor. Y lo es.

Me considero afortunado, pues nunca tuve una crisis de identidad. Si bien alguna vez pensé en ocultar mi sexualidad de todos y para siempre, jamás me cuestione mi identidad ante ningún dios, en el que sí creía, ni se me pasó por la mente que lo mío fuera un castigo o algo pasajero. Era ingenuo, eso sí. Creía que en mi ámbito era el único homosexual. Que era tan rara mi condición que de ninguna manera podía haber nadie más. Era imposible, inconcebible. Eso fue lo que creí durante unos años cuando conocí a alguien igual a mí. Estando ya en quinto o sexto de primaria, me di cuenta de que había un niño más que, aunque estuviera seguro de que fuera gay, sí era un chiquillo amanerado que para mi sorpresa parecía no importarle serlo. Entonces decidí hacerle caras, sacarle la lengua y asegurarme de que recibiera mi desprecio. Jamás le hablé o lo insulté, sin embargo le daba a entender que sabía lo que era. Lo rodeaba y lo hacía tropezar. No podía concebir que alguien de cuarto año, alguien ¡dos años menor que yo!, pudiera vivir tan libremente cuando yo reprimía hasta mi manera de caminar, siempre preocupado por no imprimirle demasiada cadencia a mis movimientos. Me acercaba a él y lo seguía por todo el patio en el que siempre estaba solo, en el que siempre, los dos, estábamos solos. Bien pudo haber sido mi amigo, pero yo decidí que si yo no podía vivir libremente entonces nadie más lo haría. Me pesa haber sido esa persona, pero reconozco a la distancia el miedo que me movía a tomar tales actitudes. Veo, en los más extremos defensores del matrimonio o de la familia “tradicional” el miedo que yo tuve a los once años. Lo identifico. Puedo ver su temor e ignorancia. La idea clara y fija e inamovible de que no se puede permitir que nadie viva libremente si uno no puede hacerlo.

Pero, ¿todo esto qué tiene que ver con el odio, con los que te quieren regresar al closet, al que sea? Creo que son importantes, fueron precisamente sus comentarios los que me hicieron reflexionar y salirme de la burbuja segura en la que estaba metido. No es que tenga una familia liberal o especialmente educada en la diversidad, de ninguna manera. Pero para ellos lo más importante soy yo. Puede que sea el hecho de que soy el menor, que ya no quieren nietos o que siempre lo supieran y por lo tanto tuvieron más tiempo para asimilarlo. No creo que entiendan mucho y en ocasiones pueden hacer comentarios fuera de lugar, pero sé que me defenderían de lo que sea. Es un hecho, por ejemplo, que me ha costado más salir del closet del ateísmo que del de mi sexualidad. Es curioso y un poco gracioso que en mi familia les impresione más el hecho de que me niegue a besar al Niño Dios en las posadas y no tanto que hable de hombres que me gustan frente a ellos.

Sé que nunca voy a terminar de salir del closet. Es una tarea constante que se vuelve a reiniciar en cada nuevo trabajo, cada nueva persona que conozco, a cada curso que asisto o en dónde sea que me pregunten por mi novia, por mi esposa o de un tiempo para acá, por unos hijos que no creo que nunca lleguen a existir. Pero se pone más sencillo con el paso del tiempo y las circunstancias. Creo firmemente en la representación y en el apoyo que afortunadamente se tienen ganados en la mayoría de los espacios políticos, los medios de comunicación, en los espacios artísticos y en general en los discursos de las marcas más importantes. Podrán o no hacerlo por el dinero, pero a la larga creo que hacen más bien que mal. Me recuerdan cada tanto que no hemos llegado a dónde queremos hacerlo. Que quizá es imposible puesto que no se ha logrado extirpar los muchos otros tipos de estigmas.

Creo en el poder del odio. Me hierve la sangre leer comentarios homofóbicos en cualquier publicación, video, ensayo o canal. Pese a eso, reconozco el poder que ejerce el odio a la hora de inspirar a hacer algo, a moverme, a intentar documentarme para tener armas documentadas y estudios con los cuales pueda refutar esos comentarios. Es como una sacudida, una vuelta a la realidad que nos recuerda a todos el hecho de que hace falta seguir moviéndonos, seguir marchando en las calles, seguir recordándoles que siempre hemos estado aquí, que no iremos a ninguna parte y que lo ganado es frágil, que hace falta un aleteo en cualquier parte del mundo para que la endeble montaña de naipes grabados con los derechos más fundamentales pueda caer, desmoronarse y tomar, si bien nos va, años para volver a levantarla. Tenemos que estar conscientes de esa fragilidad.

Siguen matando personas en todo el mundo por ser parte de la comunidad LGBTQ+. Aún no se puede cantar victoria y me recuerda lo mucho que queda por hacer. El equilibrio debe estar también ahí. De vez en cuando debemos leer o escuchar lo que sea que debamos escuchar para sacudirnos el polvo y volver a las calles. No podemos poner en un escalafón las luchas que supuestamente importan más. No hay un ranking. Debemos luchar en trincheras, cada quien desde su lugar.

Mañana, 26 de junio, voy a marchar por primera vez. Me voy a recordar que no estaría escribiendo esto con la casi total seguridad de que no me va a pasar nada por hacerlo si unas personas no se hubieran atrevido a salir a gritar por las calles de todo el mundo hace décadas. Voy a caminar y a disfrutar mientras lo hago, a celebrar que podemos hacerlo, y a bailar y a jotear. Vamos a levantar los arcoíris y vamos a colorear las calles, pues también marchamos por los que están en el closet, por los que se fueron entre el odio y la ignorancia. No debemos olvidar a nadie. Que sí, incomodamos, pero ninguna lucha, en ningún lugar, se ha levantado con el beneplácito de todos.

Marcharé por Rusia, por Afganistán, por Guerrero, por Oaxaca, por Arabia Saudita, Irán, Sudán, San Luis Potosí, por Yemen y por todas esas personas que no pueden hacerlo hoy. Aquí estamos, lo hacemos por ustedes. Es el odio el que los mueve a intentar detenernos, es su odio y lo que decido hacer con él lo que nos mueve a seguir saliendo.



Iván René Méndez Meza (Iván R. Meza). Potosino. Estudió Mercadotecnia Internacional en la Universidad Politécnica de San Luis Potosí. Ha asistido a distintos talleres de creación literaria en el Instituto Potosino de Bellas Artes, la Biblioteca Central del Estado y en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, impartido por el autor César Silva Márquez. Participó y publicó en una antología de cuentos de escritores potosinos en octubre de 2019. Publicó, así mismo, el cuento “Cielos Bajos” en la revista Marabunta en marzo de 2020. En febrero de 2021 apareció en la revista digital francesa de difusión para autores latinoamericanos L’autre Amérique su cuento “La visa”.

Fotografía: El autor un día después de escribir este texto, Avenida Carranza, San Luis Potosí, México. 26 de junio de 2021.

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