por Francisco Payán
Recuerdo la tienda a punto del colapso, bufando a diario como animal herido rodeada de zopilotes. Entre humo de cigarro, palancas sudadas, tufos a culo, intimidaciones y rechiflas, el terreno de las adicciones se materializó pleno frente a mis ojos. La tienda del Muñeco fue mi díler en la esquina de César Velarde y Av. 20 de noviembre. Sus paredes descarapeladas, la vitrina con capacidad como para engullir una vaca completa, partía en canal el espacio. Atrás del armatoste, la estantería madreadísima se encontraba repleta de todo lo necesario como para alimentar por semanas a la colonia entera. Enfrente, una pared tapizada de chaparritas, salvavidas, futy goms, ricaletas, duvalines, pecositas, sabritas y demás odas al carbohidrato simulaba un altar como para envenenar a todos los diabéticos de la ciudad y, a un costado, junto al poster de Maradona levantando la Copa Mundial del 86, brillaba cual trofeo de futbol llanero la atracción del momento: la maquinita de Street Fighter II.
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Siempre estaba allí; recargado en la pared fumando o clavado en la máquina con sus tenis L.A. Gear, pantalón deslavado y su playera del álbum negro de Metallica. Lo encontraba al regreso de la escuela; cuando bajaba por los mandados en las tardes; las mañanas de sábados y domingos camino a jugar fucho o cuando pasaba en el taxi con mis jefes y hermanos. Lendechy se convirtió en parte del paisaje urbano. Un día me dijo -en pleno combate- que su jefa le había atizado la espalda con el cable de la plancha por no bañar a su hermano. Que su casa era un hervidero de violencia y algún día se iría de ahí. Recuerdo ―mientras me descargaba un poema de putazos con Blanka― el odio que brotaba de sus ojos atravesado por una profunda soledad y tristeza. Ken fue con el primer mono que jugué; “aprende con los de batalla, ya después te pones perro con el que quieras”, me decía con la experiencia de sus dieciséis años.
Nos hicimos compas una tarde cuando llegó a la tienda el Pingüino con sus vales para cantarme el tiro. El motivo: abanderé el primer día de clases propinándole un recital de patadas a uno de sus amigos por robarle su torta y lana a mi carnal minutos previos al recreo. Mi sentencia estaba dada. Aquel reformatorio con tintes de primaria estaba repleto de pequeños rufianes. Nos miraban como bichos raros y formarían parte ―años después― de ciertas bandas locales como “Los Ángeles del Infierno” o “Los Chacales”. “Tranquilos con el chavo pinches gandallas, si lo tocan me los voy a chingar, es mi vecino”. En agradecimiento por el paro le catafixié una coca y un marlboro. Esa tarde, me gané el pase a la protección escolar, en el barrio y largas jornadas de aprendizaje para curtirme como rival de respeto en el juego: “tú no te achiques cuando te quede un cuarto de sangre, sube la guardia y espera” me repetía a diario.
Uno está vivo para desear. Y yo deseaba a todas horas el momento de intercambiar mi dinero por las obleas de metal para darle de comer a la máquina e inyectarme dosis de patadas, llaves, ganchos y poderes impensables bajo la tutela de mi sensei. La paciencia se ejercía a conciencia entre la muchedumbre en la espera de pasar a demostrar tu lugar en el mundo. No importaba si era en China, Japón, la India, Tailandia o Brasil, tenías que darte a conocer. Ser un rifado. El ruco de la tienda vigilaba como celador el orden del caos, “a ver cabrones uno por uno y en orden”, “voy a apagar esta chingadera si no dejan de gritar, ya me tienen hasta la madre”, “te chingó a la buena, chaval, y aquí no se fían fichas”, decía encabronado. Sospeché entonces, que la vida sería una larga fila de incontables rounds que me dejaría cientos de veces esperando el turno de lanzar el madrazo triunfador o babeando en la lona tras la derrota.
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Estoy con Lendechy a unas cuadras de mi casa esperando los segundos para basculear a una parvada de morros que vienen a nuestro encuentro. No sé por qué chingados estoy aquí. Estoy temblando de miedo, pero es la cuota que debo pagar por su protección. Jamás me he pasado de lanza con nadie. “Tú no te saques de onda, estos ya son clientes”. Con alevosía y ventaja le arremete un madrazo por la espalda a Eulogio ―hijo de un electricista―, “cáiganse con la feria culeros o les va a ir peor”. Le entregan su tesoro y dan media vuelta corriendo. “Ya ves, te lo dije, pichones”. Me invita un cigarro llegando a la tienda, lo rechazo. Me quedo el resto de la tarde confundido a un costado de la máquina y maravillado por su destreza para eliminar a cada uno de los retadores. Uno tras otro intentan robarle el mote de “vagal”, pero nadie maneja a Chun-Lí como lo hace él. Esa noche soñé con el electricista, tocaba la puerta de mi casa para arreglar cuentas.
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Voy bajando la calle a pie con mi carnal. Dos cuadras nos separan del torneo sabatino. La neblina le imprime un ambiente de misticismo a la tarde. Los mecánicos tragan caguamas recargados en un vocho afuera de su taller. A lo lejos, veo a la banda arremolinada afuera del Muñeco. Nuestros rostros se iluminan. Las expectativas rondan en el aire. Le pregunto a mi hermano cuánta lana trae. Juntamos lo recolectado y robado del bolso de nuestra jefa durante la semana. Estamos preparados.
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No quiero perder, estoy jugando la primera ronda con Ryu para sentirme más seguro. Los nervios a tope. Recuerdo lo aprendido semanas atrás. Abajo-adelante-puño expulsan un hadoken seguido de combinaciones de patadas y barridas. Sigo al frente sin miedo para arrinconar a Honda quien esquiva mi ataque contratacando con un avioncito y un manazo que emula la tenaza de un cangrejo enviándome metros atrás. No tengo nada que perder y regreso con dosis de patadas giratorias y elimino al Porcel con unsoberbio shoryuken. Se retira entre chiflidos y burlas. Me siento confiado. Lendechy me mira como sólo los maestros miran a sus discípulos.
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Supe la historia de cada peleador por las clases de oratoria que me regalaba sentados afuera de la tienda viendo los carros pasar. Mientras le daba tragos a su coca, me relataba que Ryu era huérfano y lo había adoptado el maestro Gouken para entrenarlo en un dojo desde pequeño. Ahí conoció a un niño adinerado llamado Ken y se convirtió con los años en el hermano que nunca tuvo. Tras un accidente aéreo, Blanka sobrevivió en la selva del Amazonas durante años, se llamaba Jimmy, sus poderes eléctricos provenían de su contacto con las anguilas y animales salvajes. Zangief era un luchador profesional de la U.R.S.S. que había entrado al torneo por órdenes de Gorbachov para acabar con Bison. Y Dhalsim era un maestro de yoga que luchaba para ganar dinero y así poder ayudar a su pueblo infestado de enfermedades y miseria. Regresaba a casa nutrido de historias extraordinarias. Todos los peleadores estaban jodidos por algún lado. Como a Lendechy, les habían robado algo en el camino.
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La segunda ronda es contra Luis, mi carnal. El código de hermanos se ha fracturado. Somos rivales y nada más. Recuerdo la chinga que me puso con Guile en el tercer round sin esperarlo. Una media luna me manda a ver pajaritos y me lleva al inframundo con la demoledora llave de puente. Algo intraducible muere dentro de mí. Confirmo que sus idas eternas por las tortillas las combinaba con su entrenamiento en secreto. Con una palmada en la espalda le regalo mi esperanza para continuar su momento.
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Una noche seguí a mi papá hasta la calle de Higueras. Al ir con su maletín, sabía que era para dar una consulta. Yo venía saliendo de mi dosis en el Muñeco. Desde la esquina vi salir a Lendechy de su casa al encuentro del doctor. Se quedó afuera mientras me acercaba. Me dijo que su hermano se había quemado con la plancha. Su mirada desorbitada decía otra versión. Nos sentamos en la escalinata. Sentí compasión por él. Al asomarme por la reja, alcancé a ver a mi jefe en la sala revisando entre llantos y gritos el brazo de Rafa. Esa casa era una avalancha de abusos: madre alcohólica y soltera, la abuela en silla de ruedas, padre ausente y jolgorios eternos con personajes estrambóticos que entraban y salían con botellas todos los viernes. Entendí porqué siempre andaba en la calle como animal perdido. De regreso a casa, mi padre dijo “pobres chamacos, qué va a ser de ellos”. Lo abracé con todas mis fuerzas y supe que siempre sería mi héroe por regalarme un hogar lejos del infierno.
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Son pasadas las ocho de la noche, el Muñeco es una romería. La banda grita enardecida con cada movimiento de los peleadores en la pantalla. En cada escenario vamos dejando algo irrecuperable de nosotros. Porcel, el Tigro, Baruch, Nelson, el Güero y una docena más, hemos sido eliminados. Sólo queda la pequeña humanidad de mi carnal con sus siete años y Lendechy. No sé cómo carajos ha llegado tan lejos. Me inspira. Las apuestas corren. La llovizna y humedad en la calle enmarcan una de tantas noches Xalapeñas. “Duelo de tocayos”, grita el ruco mientras le despacha jamón a una gorda enorme desde la vitrina. Todo es un sauna de humores.
Corre el primer round. Los brazos alargados de Dhalsim y un par de yogas fire conectan a mi carnal que sigue jugando con Guile. Estoy hipnotizado por la magia brotando de las manos de Lendechy en los controles; parece que toca el piano, es un chingonazo. Aparece y desaparece de un lado a otro con maestría como lo hace en la colonia para conectar cabezazos y patadones certeros, demostrando quién manda en el barrio. “No hay pedo, amachínese carnal”, le grito desde atrás a Luigi.
Los dioses del olimpo descienden en el segundo asalto para bendecir las combinaciones lanzadas por mi carnaval. Dos medias lunas seguidas y un agarre en pleno aire mandan al suelo a Dhalsim. La tienda se ha convertido en un bacanal. El ruco aúlla: “el ganador se llevará gratis la primera ficha por el resto del mes”. Se cimbra la tienda con el griterío.
Empieza el tercer round. La presión encuentra su cauce en el sudor escurriendo por la frente de ambos jugadores. “Like a Virgin” suena a todo volumen desde la gabacha. El tiro está parejo; intercambio de golpes, poderes y llaves en plena forma. Juro que no le robaré más lana a mi jefa si nos llevamos a casa el triunfo. Lendechy se mece los cabellos, está desesperado. Mi carnal esquiva los embates entre chiflidos y gritos, su mirada está desbordada sobre la pantalla. Está dando lo mejor que tiene.
El Güero con sus ojos verde gargajo chilla como un mandril en la Sabana.“Te va a chingar el morrito Lendechy, aguas, te queda poca sangre”. La pulsión juvenil cae como lápida sobre los finalistas. Son los noventa y nueve segundos más largos de mi infancia. La realidad y el colmillo de la experiencia se hacen presentes. Dhalsim ejecuta una combinación de ensueño con un par de barridas para arrinconar a Guile en el extremo de la pantalla seguido de un cabezazo y un agarre endemoniado para terminar de tostar la esperanzas de mi hermano con un yoga flame y adiós. Todos vitorean el triunfo del ganador. La mirada de Lendechy es como la de un león africano demostrando su poderío tras la batalla contra una jauría de hienas. Ambos jugadores se dan la mano. Ha sido un buen tiro. El ruco reparte cocas y sabritas para celebrar. Mi jefa nos grita a lo lejos que ya nos metamos; “parecen vagos”. Subimos como flotando las dos cuadras de regreso a casa. No importa la putiza que nos espera. El mundo es nuestro.
La última vez que vi a Lendechy fue en el parque de Los Berros al finalizar un desfile del 16 de septiembre. Yo iba en la secundaria y nos habíamos cambiado de casa. Estaba rodeado de puro malandrín de colonias duras. Nos reconocimos a la distancia. Me hizo una señal de aprobación con la cabeza. Años después me enteré que estaba tras las rejas en el penal de Pacho Viejo.
Francisco Payán. Escribe para acompañar el ocio. Se gana la vida trabajando en el sector privado. Para afrontar el mundo se declara ronero profesional; acompañado de libros, música y algunos amigos.