por Salvador Martínez
Las maquinitas cerraron un día después de que me dieron el Game Boy, que por la devaluación ya no podían pagar la renta, que ya no íbamos tantos al local porque en todos lados estaba el play, pero yo no tenía el play y al menos Migue y yo fuimos hasta el último día y jugamos como siempre y nunca faltó quien pusiera su ficha para la reta de KOF o para pasar Metal Slug con una vida.
Nos avisaron una semana antes, yo quise gastarme todas mis fichas porque después ya no iban a servir, pero sí me sobró una. “¿Y ahora qué hago con esta?”, le pregunté a Migue. Pensé en dársela a Karla, pero siempre que se le acercaban era porque se la querían ligar o porque algún ardido (dos en especial que eran mayores que nosotros y siempre intentaban quitarnos de nuestras máquinas favoritas) quería decirle en su cara “las niñas no juegan”, y no quería que pensará que era de esos. La puse en mi bolsillo y nada más le dije a Migue “ahí nos vemos”.
Los colores de la pantalla, más vivos por la mala iluminación, y la música 8bit entremezclada con los ruidos de naves disparando, de héroes usando sus espadas y de mundos terminados, todos los que hablan de su juego favorito o que se formaban para probar el juego nuevo: lo que tenía al alcance de una ficha ahora estaba a dos pilas de distancia, y se volvía más difícil conseguirlas.
Incluso Migue me quedó lejos de repente. Yo no sabía dónde vivía ni él sabía dónde buscarme porque las chispas estaban ahí y ahí estaríamos siempre y ahí estaría Karla sacando reta y ganándole a los niños que no se la intentaran ligar y recordaría que a mí me sacó reta una sola vez y me dieron tantos nervios que piqué mal los botones y se me escapó una mentada y el don del local me regañó, me señaló el letrero de “Prohibido decir groserías”, y para cuando me dejó, Karla ya se había ido y no pude hablar con ella y me dije que cómo le iba a pedir el número de su casa si no se lo había pedido ni a Migue, y cuando las maquinitas cerraron lo único que tenía de ellos era la ficha que me quedó.
Había veces que hasta extrañaba a los dos tipos que nos corrían de las máquinas, al menos nos retaban y les ganábamos antes de que apretaran el puño y nos fuéramos con nuestras mamis porque ese no era lugar para niñitos (aunque no nos llevaran tantos años) y Migue y yo nos pasábamos a otra máquina. Extrañaba ganarles y burlarme de ellos porque al menos por un rato jugábamos juntos.
Sí, amaba mi Game Boy, pero si hubiera sido tan fácil jugar con alguien como tener una ficha, quizá la distancia entre los demás y yo no sé hubiera marcado. Pocos en la escuela tenían el Game Boy, de esos pocos ninguno tenía el cable link, y aunque lo tuvieran, la mayoría de los juegos eran de la fayuca y no hubieran servido. Pasaba de largo los menús de multiplayer porque ya sabía que era un callejón sin salida. Nunca tuve un Alakasam ni a Gengar más que en tazos ni completé la pokédex ni pude ver si mi equipo era tan bueno como creía. A veces, cuando jugaba solo en mi cuarto y lo único que me acompañaba eran las luces y los ruidos de los juegos, tomaba la moneda e imaginaba que alguien me decía que le tocaba, pero la moneda nunca iba a ninguna parte.
Los videojuegos siempre estuvieron ahí, era otra cosa la que me faltaba.
Salvador Martínez Rebollar (28 noviembre 1995). Estudiante de la Maestría en Producción Editorial. Asistente editorial en Astrolabio Editorial. Licenciado en Letras Hispánicas por la UAEMor. Editor y cofundador de la revista Trepanación. Cofundador de la revista Metáforas al Aire. Escribe cuento de diversas temáticas. Ha participado en varios congresos estudiantiles y encuentros de escritores en México.